Los presidentes, primeros ministros y otros gobernantes son los únicos seres que, como los reyes y los mendigos, pueden ir por el mundo con los bolsillos vacíos. No suelen llevar dinero ni tarjetas de crédito o de débito ni, en algunos casos, las gafas de lectura. La tienen fácil. Les basta hacer un gesto para disponer de aquello que necesitan. Donald Trump subía al Air Force One el 17 de septiembre de 2019. Del bolsillo trasero de su pantalón se asomó un billete de 20 dólares. Lo captó el fotógrafo Tom Brenner, de la agencia de noticias Reuters. La duda surgió de inmediato: ¿qué paga si todos los gastos corren por cuenta de la Casa Blanca? Le gusta dejar propinas.
Una faceta desconocida y, a la vez, reveladora de su intimidad. “¡Sí, llevo dinero! –confesó Trump a los periodistas, intrigados por la rareza, durante el viaje de vuelta de California a Washington, y sacó un fajo de billetes del mismo bolsillo–. No uso billetera porque no he tenido una tarjeta de crédito en mucho tiempo, pero me gusta dejar propinas en los hoteles. Tal vez, un presidente no debería hacerlo”. Estaba encantado con la foto, por más que las propinas reflejen su visión de los trabajadores, inclusive de los inmigrantes indocumentados que prestan servicios en los campos de golf a los que frecuenta.
La palabra propina viene del latín propināre. Era el acto de dar dinero a alguien con la intención de que fuese a tomar un trago a la salud del que se lo ofrecía (dar de beber). Al latín llegó del griego propinein: pro (antes o para) y pinein (beber). Trump se declara abstemio. “Puedo decir honestamente que no he bebido ni una cerveza en mi vida”, declaró en 2018. Su hermano mayor, Fred, murió a causa del alcoholismo cuando tenía 43 años. Eso de empinar el codo como Stalin llevó a decir al primer ministro británico Winston Churchill, salvando las diferencias entre ambos: “El gin-tonic ha salvado más vidas y cabezas inglesas que todos los médicos del Imperio”.
A diferencia de Trump, George W. Bush sólo hallaba consuelo en una combinación de bebidas que llevaban la letra B de su apellido: beer (cerveza), bourbon y B&B. Las llamaba Cuatro B, cual elixir que aliviaba sus penas, mientras su padre, vicepresidente, aspiraba a suceder a Ronald Reagan. Lo cuento en el libro El Poder en el Bolsillo. Para no ser George II, Bush adquirió la inicial W de su segundo nombre, Walker. Detestaba ser el segundo. Quería abrirse camino solo, lejos de la burocracia de Washington. Lejos, en particular, de George I. Pero no era fácil lidiar con la sombra de un padre exitoso con el que llegó a discutir, ebrio, frente a la Casa Blanca.
Decía Bush en defensa propia que no era un alcohólico crónico, sino un bebedor ocasional en fiestas en las que terminaba en pésimo estado desde la época en que asistía a las reuniones de la sociedad secreta de la Universidad de Yale, Skull and Bones (Calavera y Huesos), de la cual su padre había sido presidente. No tenía tachas en los registros oficiales hasta que fue detenido por la policía en 1986. Conducía entonado hacia la casa de verano de la familia en Kennebunkport, Nueva Inglaterra. Renunció a la bebida el 6 de julio de 1986. Ese día cumplió 40 años. Amaneció con una tremenda jaqueca después de celebrarlo con amigos en un hotel de Colorado Springs. La cuenta y la propina corrieron por su cuenta.
El día y la noche con Bill Clinton. En Notting Hill, Londres, mientras era presidente, concurrió con su séquito al restaurante Portobello Gold. El dueño, Mike Bell, le sirvió trucha ahumada, gambas y paté de nueces. Clinton, satisfecho, alzó la mano izquierda con una sonrisa y se marchó. No soltó una libra ni un dólar. La noticia se propagó de inmediato. La BBC tituló: “Clinton leaves the bill (Clinton no paga la cuenta)”. Eran 24,70 libras. O 36,22 dólares. Bell estaba tan indignado con Bill que amenazó con mandarle la bill (cuenta) a la Casa Blanca. Como Bush y, a diferencia de Trump, jamás llevaba un céntimo consigo.