En junio de 1898 Pierre Marié René Waldeck Rousseau, un republicano de tinte socialdemócrata ganó las elecciones en Francia y se convirtió, poco después, en primer ministro. Con él llegó al gobierno la corriente de opinión pública conocida como los “dreyfusards”, es decir los partidarios de la revisión del famoso “Caso Dreyfus”, por el cual un oficial del ejército galo fue condenado por espionaje a favor de Alemania apelando a pruebas falsas por el hecho de ser judío.
Un año después, en julio de 1899, por decisión del nuevo gobierno -que también fue responsable de la definitiva separación de la iglesia y el Estado en ese país y de la participación francesa en China en 1900 junto con otras potencias europeas, en Rennes, se reabrió el caso, pese a lo cual los grupos de la derecha autoritaria enquistados en el ejército de ese país lograron mantener firme la condena contra el capitán Alfred Dreyfus, aunque atenuada de reclusión perpetua a diez años.
Aunque la situación no se resolvió hasta 1906 cundo Dreyfus fue declarado inocente y repuesto al ejército con el grado de general, desde entonces ya estaba claro que todo había sido un gran fraude tramado por los grupos de derecha, algunos de ellos luego ligados a la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, y de sectores de la institución militar que querían lavar la honra de la misma, pero todo como parte de la primera operación de prensa a gran escala que se conoce.
Es que el “Caso Dreyfus”, a la hora de endilgar culpas, aparece como una mácula reservada a las autoridades militares de la época en complicidad con el poder político. Si bien eso es esencialmente cierto, la realidad es que nada de ello pudo haberse llevado adelante sin la complicidad del periodismo, cuyo peso había crecido en forma notable cuando en 1871 aparecieron las impresoras rotativas y, en el caso francés, cuando una década después, en 1881, se sancionó la legislación sobre la libertad de prensa.
Pero no fueron solo los derechistas y los antijudíos franceses los que utilizaron a los medios periodísticos. Así como éstos fueron claves para amañar la patraña condenatoria (como se ve, ocupar el lugar de la justicia a favor de intereses no es nuevo en el mundo de la prensa) también la resolución favorable a la verdad pudo ser lograda mediante la ventilación de hechos ciertos, supuestos o falsos por parte de aquellos que requerían la reivindicación del oficial recluido en la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa.
Al respecto cabe mencionar la astucia desplegada en ese sentido por Mathieu Dreyfus, hermano y abogado de Alfred Dreyfus. En su lucha por lograr una verdadera justicia, aquél también utilizó los medios para mantener siempre vivo el caso en la opinión pública y presionar a las autoridades. Así es que a falta de cosas mejores, inventaba noticias, como que Alfred había huido del penal sudamericano. Eso conllevaba a la correspondiente aclaración de las autoridades y así se publicaban el trascendido falso y la desmentida correspondiente.
Así fue que a través de los medios se crearon virtualmente dos partidos, el de los “dreyfusards”, que agrupaba a las izquierdas en su sentido amplio, y el de los “antidreyfusards”, contrarios a la reapertura del caso, vinculados mayoritariamente con las fuerzas de derecha. Los diarios, a su vez, según su orientación, se situaron de un lado o del otro y también jugaron, a su turno, un rol decisivo en la liberación del capitán Dreyfus y su reincorporación al ejército francés donde desempeñó tareas importantes durante la Primera Guerra Mundial.
La historia del caso se había iniciado el 26 de septiembre de 1894, hacen hoy 126 años, cuando Madame Bastian, una analfabeta que realizaba servicios domésticos en la embajada alemana en París, pero que cobraba también de los servicios secretos franceses, encontró un papel con unas líneas. Como todos los papeles que encontraba, lo guardó y se lo dio a su espía jefe. Ese papel, que pasó a ser conocido como el “bordereau” indicaba que existía un militar galo que conocía ciertos manejos importantes, aunque no tantos, que trabajaba para los alemanes.
Los responsables de la investigación resolvieron pronto las cosas. Dentro de los que podían saber lo que se decía en el “bordereau” había un capitán judío, Alfred Dreyfus, que para colmo había nacido en Alsacia, 35 años atrás, cuando esa zona aún pertenecía a Francia, antes de ser anexada a Prusia, y luego al II Reich, tras la derrota gala en la guerra de 1871. Sólo le faltaba ser izquierdista para completar todo el espectro infeccioso contra el que preparaba su vademécum la derecha de ese país, sobre todo la de corte más autoritario. Algo que no era nuevo en ese país. No hay que olvidar que en 1764, Francois Marié Arouet (Voltaire), en su ‘Diccionario Filosófico’, calificó a los judíos de este modo: “Pueblo bárbaro e ignorante, que durante mucho tiempo conjugó la más sórdida de las avaricias con la más detestable de las supersticiones”. Francia, en tiempos del affaire Dreyfus tenía una escasa población judía, apenas 80.000 individuos, contra los cuales se manifestaban algunos medios que cuestionaban al ministro de Guerra, August Mercier, que se los aceptase en las fuerzas armadas.
Fue esta razón, la campaña mediática contra los militares judíos, la que hizo que Mercier mirase para el costado y aún se complicara en la urdimbre del caso. Así aceptó que Dreyfus fuese arrestado sin elementos que probaran o que dieran presunción cierta a su culpabilidad. Pero de todos modos el juicio se sustanciaba, aunque irregularmente, con cierta prudencia. Allí es donde entró a jugar nuevamente el periodismo a través de Hebert Joseph Henry, jefe de Madame Bastian, en los servicios secretos y hombre de la derecha autoritaria.
En 1886 el periodista Edouard Drumont, había escrito el libro “La Francia judía” en la que había denunciado “la conspiración hebrea”.
El mismo Drumont, ocho años después, dirigía el diario “La libre parole”. Henry le filtró la información y así el caso salió a la luz con la condena mediática como valor agregado. “Ahora tenéis la palabra vosotros”, concluyó Drumont su reclamo de justicia, convocando a sus lectores, todo lo cual sumó otros diarios a la campaña que hizo que el gobierno autorizase el consejo de guerra.
Pero no solo los medios a los que las modernas simplificaciones llaman “fascistas” atacaron a Dreyfus. No faltaron algunas personalidades bien pensantes, los “progresistas” de la época, que se sumaran a la campaña. Uno de ellos fue el luego primer ministro Georges Bejmain Clemenceau (quién visitó Argentina en 1910 para las fiestas del Centenario), el que calificó al perseguido Dreyfus como “alma inmunda”. Claro que luego “el Tigre” Clemenceau giró y fue parte activa de la campaña de los “dreyfusards”.
Tanto tuvo que ver que años después, tal vez como parte de su campaña contra el gobierno conservador, fue quién desde el diario “L’Aurore”, que dirigía, lanzó la célebre “J’Accuse”, la carta firmada por el notable escritor naturalista Emile Zolá. En su “yo acuso” Zolá cargó contra todo el sistema tortuoso que se había armado para condenar a Dreyfus y lanzó muchas acusaciones de las que no tenía pruebas. Fue una suerte de “Watergate” anticipado. Querellado por calumnias debió huir al entonces Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda.
Un Reino Unido que se vio involucrado en más de un episodio del caso. Por ejemplo cuando Mathieu Dreyfus lanzó desde el “Daily Chronicle” la falsa noticia sobre la fuga de Alfred de Guayana o cuando, tras el esclarecimiento final del caso, el verdadero espía, el oficial de ascendencia húngara Ferdinand Walsin Esterhazy, hombre de vida disoluta, estafador y muy endeudado, protegido por la superioridad del ejército a sabiendas de la realidad, huyó hacia ese país y eludió toda posible condena.
El primer ministro Jules Meliné había dicho “no existe ningún caso Dreyfus”, pero el “J’Accuse” del 13 de enero de 1898 fue demoledor. En abril la coalición de izquierda contó con ello para imponerse en las elecciones y en junio se decidió reabrir el juicio, en el que los militares lograron volver a salirse con las suyas, aunque más tibiamente, mientras se perdonaba, por otro lado, a Esterhazy. Así el gobierno tuvo que indultar a Dreyfus hasta que, finalmente, fue absuelto años más tarde y reincorporado a las filas del ejército.
Zolá desató una ola de reacciones. Los diarios se lanzaron a publicar noticias sin parar y como muchas veces carecían de datos ciertos los inventaban. Así, por ejemplo, apareció una presunta red de espías alemanes e italianos con la que involucraban a Dreyfus sus enemigos. En algunos casos jugando intereses políticos, de un lado y de otro y no faltaron los que, sencillamente, lo hicieron por sensacionalismo, con lo cual la prensa amarilla puso la frutilla que coronó la operación de Henry y Drumont.
El caso quedó finalmente resuelto y la larga pesadilla concluyó para su víctima, pero no para sus victimarios. En 1945, cuando Charles Maurrás, jefe de la colaboracionista “Acción Francesa” fue condenado a cadena perpetua dijo: “Esta es una revancha por el Affaire Dreyfus”. Y, por si fuera poco, cuando el gobierno en 1985 erigió una estatua en homenaje a Alfred Dreyfus, el ejército se opuso a que se la instalara en el lugar donde el ex capitán fuera degradado; hubo que colocarla en el jardín de la Tullerías.