Una parte de la Corte intentó hacerse a un lado. Porque prefería tomar el traslado de los jueces de la discordia como un asunto “político”, sobre el que no le correspondía decidir. Cosa que al oficialismo le venía como anillo al dedo, pues implícitamente le daba licencia para avanzar: si la Corte demoraba su intervención y opinaba eventualmente sobre hechos consumados, las dos partes saldrían ganando, ella se ahorraba dar la cara abiertamente por el gobierno, y él seguía con su agenda de “deconstrucción”, esa linda expresión que ahora usa Alberto Fernández, de las causas de corrupción.
Luego los supremos, habiéndose tomado todo el tiempo que quisieran, podrían dirimir la cuestión de fondo: si los traslados de jueces deben considerarse o no nuevas designaciones de jueces, y por tanto, deben pasar por el Senado y no alcanza una resolución del Consejo de la Magistratura. Una cuestión fundamental para controlar los efectos de lo que hoy intenta hacer el oficialismo, porque son decenas de magistrados los que podrían quedar “en suspenso”, y sus juzgados e investigaciones, congeladas.
A esa altura, los tres jueces de la discordia, y las causas en que han venido trabajando, ya serían historia. El Senado y la mayoría del Consejo, puede que de nuevo con la servicial ayuda de Cristina Camaño, que recordemos resultó fundamental para iniciar este proceso de “deconstrucción”, se habrían ocupado de borrar del mapa lo hecho en la causa Cuadernos y otros procesos sobre corrupción entre 2015 y 2019, invalidando testimonios y pruebas, revisando resoluciones y descartando acusaciones.
Se entiende por esto el enojo del presidente con su par de la Corte: fue Carlos Rosenkrantz quien obligó al resto de los supremos a intervenir, y hacerlo en forma inmediata, definiendo la cuestión como un asunto “jurídico, no político”, que justificaba el per saltum a que habían apelado los jueces afectados: pues hay derechos afectados, y un posible conflicto de poderes que considerar. Rosenkrantz no le dejó las cosas fáciles ni a sus colegas ni al Ejecutivo al justificar la acordada de urgencia:
“Resulta indudable que la intervención inmediata de esta Corte es el único remedio eficaz para evitar tanto el daño individual sobre los derechos de los actores como, principalmente, el daño a las instituciones de la República… la decisión del caso excede notoriamente el interés de las partes y se proyecta no solamente sobre el interés de todo el universo de jueces que han sido trasladados hasta la fecha, sino sobre el interés general en preservar el sistema republicano de gobierno”.
No logró convencer del todo a sus pares, por eso los otros cuatro miembros firmaron una resolución aparte. Pero en lo esencial, los obligó a hacer lo que no querían: forzados a dar su veredicto, no podían avalar tan fácilmente la anulación de los traslados, porque esta misma Corte, con la misma composición, los había ya considerado legítimos en 2018, es decir, la cuestión de fondo ya la había resuelto; y tampoco podían ignorar ya que el caso era una papa caliente en sus manos, dada la repercusión pública y la tensión generada en los tribunales, donde muchos consideran que el oficialismo está poniéndolos a tiro.
¿Rosenkrantz se volverá el único referente de la independencia de los tribunales? ¿Los jueces lo tendrán sólo a él para defender su estabilidad y autonomía? Es una decisión difícil para los otros miembros de la Corte. Y una nueva lección para el gobierno: ya les sucedió con Rodríguez Larreta que convierten a sus enemigos en extraordinariamente populares.
Los traslados de jueces terminaron de volverse, así, el foco de un decisivo conflicto institucional, que va a tener gran repercusión pública, y en el que se debate el pasado, el presente y el futuro de nuestro sistema de Justicia, y por extensión de nuestra república.
El pasado porque lo que está en discusión es ni más ni menos si hubo o no lawfare entre 2016 y 2019. Si todo lo que hicieron los jueces a cargo de los procesos por corrupción fue acorde a derecho y en cumplimiento de su obligación de investigar posibles delitos cometidos por funcionarios (y empresarios) muy poderosos del anterior ciclo kirchnerista, o fue un intento de echar tierra sobre nobles y probos ciudadanos por razones políticas, para lo cual se buscaron jueces venales que sirvieran al oficialismo de entonces.
En particular, la cuestión afecta a tres jueces, trasladados durante el gobierno de Macri. Pero nadie ignora que detrás, lo que se juega es el futuro de las causas que ellos tuvieron a cargo, y que según el kirchnerismo, ellos habrían “manipulado”, o directamente “inventado”. Más todavía: como ellos habrían sido puestos en esos juzgados para que lo hicieran, de ser removidos de sus cargos quedaría la puerta abierta para que se consideraran espurios e infundados todos los avances que se hayan hecho en esas investigaciones, y también en otras parecidas.
Es por tanto también el futuro del combate de la corrupción y de la autoridad de los jueces para investigar responsabilidades criminales de los poderosos lo que está en discusión. Si los jueces son removidos, no sólo estaremos más cerca de “deconstruir” lo que todo el mundo sabe sobre nuestro pasado reciente, también estaremos más cerca de construir una “historia oficial” que desde el Estado se promoverá como “verdad colectiva y certificada”. No por nada esa fue la meta que obsesivamente Cristina se fijó como norte, poco antes de asumir la vicepresidencia.
También se volverá mucho más difícil que en el futuro algún juez o fiscal se atreva a ofrecerle a la sociedad una vía no dependiente del poder gubernamental para establecer lo que es verdadero y lo que es falso, lo legal y lo ilegal.
Y se afectará decisivamente, por último, nuestro presente inmediato. Una vez rendida la Corte ante las necesidades judiciales y políticas del gobierno, si esa termina siendo la salida que su mayoría le encuentra al brete en que la puso Rosenkrantz, los ciudadanos de este país vamos a echar en falta un recurso que fue esencial en nuestra previa experiencia en esto de lidiar con la radicalización populista. La que vivimos a partir de 2012.
Sin jueces dispuestos a hacer valer los derechos de las minorías, la letra de la Constitución y su propia autonomía, el gobierno de Alberto no tendría ningún motivo para recuperar su olvidada promesa de moderación y cooperación.
La radicalización igualmente va a naufragar, porque no tiene recursos ni ideas mínimamente viables. Pero en ausencia de frenos preventivos, tal vez tengamos que ir hasta el final en el ejercicio del despropósito para que esa inviabilidad se constate.
En este sentido, es curiosa la situación en que el conflicto ha puesto a los integrantes de la Corte que deben su cargo a sus simpatías por el peronismo. En lo inmediato, dejar hacer al gobierno puede que lo considere no solo un gesto solidario de compañeros, sino uno acorde al principio de cuidar la gobernabilidad, algo muy caro al espíritu peronista; pero solo en lo inmediato, porque a la larga, dejarlo avanzar con dislates como éste de querer “deconstruir” y “reconstruir” la historia, borrar del mapa hasta la más mínima sospecha de corrupción y demás locuras solo puede llevarlo a una mayor ruina. Ojalá el debate que se viene los ayude a tomar la suficiente distancia y la perspectiva adecuada sobre lo que significa hoy “ayudar al gobierno de Alberto”.