La elección norteamericana fue un parto. Pero que se encamina a terminar muy bien, poniendo fin a una etapa de esas en las que se demuestra por qué conviene que en las democracias el gobierno sea limitado.
Y es que se puede elegir muy mal. Se puede votar a un psicópata consumado, a un fanático irresponsable. Y sacarse de encima a alguien así, que nunca debió ser electo, antes de que haya hecho demasiadas macanas, y sin una revolución o guerra civil, es muy difícil.
Y no sólo ni principalmente porque es difícil ganarles elecciones, si estos psicópatas encima han hecho algo bien, por ejemplo hacer crecer la economía, y si son talentosos comunicadores.
Lo fundamental es que crean un contexto en que a ellos les resulta fácil nutrirse del amor y del odio que generan, y a los demás muy difícil rechazar la cultura del agravio y la brutalidad sin parecer débiles o tibios. Que es lo que hace falta: recorrer un delgado desfiladero que les permita a los políticos democráticos frenar a los prepotentes sin entrar en su juego, y restablecer cierta normalidad, ciertos límites a lo que es tolerable decir y hacer en democracia.
Esa tarea recién está empezando en Estados Unidos, y de las dificultades que los demócratas, no solo los del Partido Demócrata, también los demócratas republicanos, enfrenten al llevarla a cabo va a ser mucho lo que se pueda aprender en otras naciones que sufrimos a este tipo de personajes y los procesos de exaltación y radicalización que ellos protagonizan.
Al respecto lo primero que es importante entender es la centralidad que tiene justamente, en los experimentos populistas radicalizados, la pasión y el entusiasmo.
Uno de los hechos más sorprendentes de la reciente elección en EEUU es que las encuestas fallaron una vez más, porque volvieron a subestimar el voto trumpista. ¿Por qué? Pues porque no pudieron prever que la tasa de participación iba a subir tanto, y no solo por obra del rechazo a Trump, sino también del entusiasmo con él: es decir, que iban a movilizarse también muchos trumpistas hasta aquí pasivos.
Los demócratas tuvieron una indirecta responsabilidad en esto, tal vez inevitable: al agitar a sus electores menos entusiastas, incitaron también a sus contrarios, así que millones de personas se involucraron en una disputa que a todos ellos debió parecerles decisiva para sus propias vidas, “apasionante”.
Y es bueno que la política sea significativa para la vida de la gente común. Pero eso viene acompañado del riesgo del entusiasmo apasionado. Precisamente, en un sistema político moldeado por convenciones y rituales, y que cada vez más pareció capaz de anular cualquier ilusión, Trump había sido el primero en hacerla renacer. Y lo hizo para cargarla de “misiones” muy diversas, volcándola contra todo tipo de adversarios. Radicalizando así todos los conflictos. Sobre todo los que vienen dividiendo a los propios norteamericanos. Razón por la cual su presidencia resultó mucho más dañina para sus propios ciudadanos que para los demás.
¿Va a desaparecer el trumpismo porque Trump haya sido derrotado? No va a ser tan fácil. La radicalización del Partido Republicano viene de largo: en la década pasada el Tea Party hizo su contribución en ese sentido; y antes que él el reaganismo aportó una buena dosis de supremacismo moral, interno y externo. Trump simplemente sumó todas las piezas, y les insufló el combustible de su carisma: el desprecio y la violencia racial, la xenofobia, el destinismo patriotero, el fanatismo religioso y la paranoia ideológica, todo junto en un combo que va a ser difícil desarmar. Y que habrá que ver si a los demás capitostes del partido les interesa realmente desarmar. Meter de nuevo en la botella a esos genios malignos es bastante difícil y en cambio puede ser seductor seguir jugando con ellos.
Igual que sus parientes latinos, más pobres y de izquierda, Trump promovió también una absurda autarquía económica. Fue enemigo acérrimo de Maduro y la claque chavista, pero practicó un similar rechazo a la integración económica y atribuyó igual que ellos las dificultades de su economía a extranjeros malvados, habituados a aprovecharse de los recursos nacionales. Ya antes de la pandemia del COVID19 esas tendencias antiglobalizadoras eran fuertes, y es razonable esperar que lo sean aún más una vez que escampe el saldo económico de la emergencia sanitaria. Así que tampoco por ese lado la situación va a facilitar la tarea de desactivar las pasiones trumpistas.
Pero lo que tal vez tenga más chances de perdurar es el odio puro y duro. Que no es, como se piensa en ocasiones, expresión ni resultado de un sentimiento de superioridad, sino de uno de victimización: millones de norteamericanos se consideran perjudicados por otros, los más ricos, los más pobres, los extranjeros, no importa mucho porque en general es una mezcla de todos ellos. Sienten que se les ha sacado algo que les pertenece y lo quieren de vuelta: dado que muchos jubilados ya no viven como los anteriores jubilados, muchos trabajadores ganan menos de lo que ganaban sus predecesores, y muchos jóvenes tienen peores perspectivas de las que tuvieron los ya mayores, se entiende que ese sentimiento esté muy difundido. Y que sea bastante tentador buscar antes que una solución, inevitablemente compleja y costosa, un culpable. También de eso nosotros conocemos bastante.
“Basta de hechos que me desaniman, quiero un relato que me entusiasme”. Esa parece haber sido la demanda fundamental que atendió Trump, un refinado artista de la manipulación, que se especializó en desconocer hechos incómodos, sustituyéndolos por patrañas y acusaciones insólitas. La política del odio no se había practicado tan intensamente en la democracia norteamericana probablemente desde tiempos del senador McCarthy. ¿Se desactivará con su derrota?
Parece que al menos algunos líderes republicanos se han visto en la necesidad de ponerle un límite: cuando el presidente ya saliente pretendió empujarlos a una batalla por judicializar los resultados de la elección se negaron a seguirlo, y algunos por primera vez lo criticaron abiertamente. Hubiera sido de desear que lo hicieran mucho tiempo antes. También de eso están hechos estos procesos de radicalización: de acompañamiento cómplice, silencioso, de una enorme cantidad de gente que en principio, en situaciones normales, no estaría dispuesta a hacer locuras, no le haría daño ni a una mosca, pero paso a paso va naturalizando la brutalidad, incorporándola.
Encima, además de lidiar con el ánimo exaltado de los norteamericanos, el sucesor de Trump va a tener que hacer otro tanto con los de un mundo que también su predecesor se ocupó de empiojar y deja mucho más convulsionado de cómo lo encontró. Dijimos más arriba que el daño que Trump hizo fue mayor fronteras adentro que afuera, pero eso no significa que para la política mundial no haya sido una pésima experiencia: por primera vez en décadas los autócratas pudieron sacar pecho y decirle a sus ciudadanos, y al resto del mundo “vean, finalmente no somos peores que el gobernante electo en una de sus mejores democracias, incluso podemos ser más serios y confiables, no tenemos por lo menos ninguno de sus vicios payasescos, así que ¿por qué no tolerarnos, no tratarnos como iguales, por qué no ser aliados?”
La cuestión es crítica en un momento en que los autoritarismos modélicos de nuestra era, China y Rusia, se están ofreciendo además como la solución para los problemas que el mundo no logra resolver, la pandemia, las trabas al desarrollo, la integración comercial, la seguridad global, el control de las comunicaciones. No es la Argentina el único país en que esos cantos de sirena están influyendo fuertemente en las decisiones de gobierno. Pero es uno de los que más entusiasmados parece en dejarse llevar por ellos. Ojalá Biden no haya llegado demasiado tarde, ni esté demasiado ocupado en otros asuntos para desatender esta cuestión.
Dicen que Biden conoce bien a unos cuantos argentinos, incluidos varios del actual oficialismo. Eso podría servirle para prestar atención al asunto. Y tal vez también para practicar un aprendizaje inverso al que arriba propusimos: nuestra experiencia indica que un populismo radicalizado que fracasa y pierde, aunque de momento parezca que escarmentó y no va a repetirse, puede darse maña para sobrevivir y regresar bajo ropajes apenas disimulados. No conviene dar por descontado que la gente lo va a reconocer, ni que se va a acordar.