Ustedes mírenlo, o incluso mirenló: es un señor bajito con una barba casi roja, la nariz prominente, ojitos vivos y una camiseta que ayer era amarilla pero puede ser negra o blaugrana o rosita, siempre un número diez. Ustedes mírenlo con el candor, el desprejuicio de aquel chico del cuento de Andersen: miren lo que hace. Miren cuántos pases –no toques para atrás– suyos llegan a sus compañeros; miren cuántas de sus gambetas no rebotan; miren cuántos de sus tiros al arco van al arco. Mírenlo con cuidado, sin prejuicios: la mitad de sus pases no llega a su destino; más de la mitad de sus gambetas muere en los pies de un adversario; sus tiros al arco no llegan al arco. Mírenlo: ese señor bajito trata de hacer las cosas que antes hacía Messi y no le salen. No es que no queramos decirlo; tratamos de no verlo. Pero mírenlo, mirenló: el rey está desnudo.
Es cierto que juega en un equipo mediocre. El Barcelona es un equipo mediocre y lleva un tiempo siéndolo: la gran diferencia entre aquella mediocridad y esta es, por supuesto, Leo Messi.
(El Barcelona empezó a ser un equipo mediocre cuando entregó su orgullo. ¿Ustedes recuerdan que en ese Barcelona que supo ser –yo lo creo– el mejor equipo de la historia no había ni un Rakitic ni un Pianic ni un Vidal? Ese equipo no soportaba esa lacra que llaman un “volante de marca” o “mediocampista de lucha” o como quiera que se intitule ese barullero que los técnicos ponen ahí para calmar sus miedos. El Barcelona no lo tuvo; en ese mediocampo extraordinario lo más parecido a eso era un señor Sergio Busquets, la elegancia larguirucha hecha persona. Después, parece, se asustaron.)
Messi, entonces, juega en un equipo mediocre pero esa es la constante de hace años: no obstaba para que siguiera siendo, de lejos, el mejor. Yo lo creo: Messi es el mejor jugador que ví en mi vida –mejor incluso, me duele, que Juan Román Riquelme. Y siempre hizo lo que hizo porque creía que podía hacer lo que nadie podía. Es curioso ver a esa gente que se cree mejor que los demás. Es irritante y deslumbrante y es la condición –necesaria pero no suficiente– para ser radicalmente mejor que los demás. Nadie puede ser un artista –en el campo que sea– si no se cree un artista.
Millones se lo creen, muy pocos lo son; Messi se lo creía y lo era. Creérselo era su mejor arma, porque podía y lo hacía. Ahora, que no puede, es su peor debilidad: lo que le hace perder tantas pelotas, la paciencia. Ahora es –tan triste– un señor bajito que se cree Leo Messi y trata de hacer cosas que solo Messi podría, y él ya no.
Verlo jugar era el goce más puro; ahora duele. Duele verlo, más bien, tratando de jugar. Duele, casi siempre, enfrentarse con las impotencias; duele más cuando las sufre alguien que nunca las sufrió. Messi ahora las sufre y se está dando cuenta. Yo creo –cada vez más creo– que él lo sabe: que lo va notando, que va entendiendo poco a poco que no es que tenga una mala tarde o una mala semana: que ya no es el que era. Yo creo que lo sabe: se lo ve enfurruñado, se cae al menor roce, protesta al juez, protesta a dios, protesta a todo el mundo, se protesta. No goza de jugar: le duele.
Y verlo, digo, duele, y no solo por él: duele por todos. Messi sabía suspender el tiempo; ahora, en cambio, es la evidencia de que el tiempo pasa. Es la vejez explotándote en la cara: algo que estaba ya no está. Esa ausencia provee una definición posible: la vejez llega cuando intentás hacer eso que hiciste siempre y no te sale. Cuando te falta la concentración o la fuerza o la velocidad o la claridad, y no te sale. Lo peor de la vejez sería, entonces, la necedad de seguir haciendo lo mismo cuando ya no se puede. Digo Messi, digo usted, yo, cualquiera.
(El rey, en realidad, está viejo. Y desnudo por viejo, que también.)
Tras la rabia, la tristeza de la aceptación: la adaptación a uno mismo cuando uno se vuelve tan distinto de uno. Aprender a ser ése, reconocerse en él, resignarse a ser él; no es fácil, pero por suerte no tiene remedio. Hablemos de Messi, que es más simple: para él, imagino, la solución sería que entendiera, que dejara de hacer las cosas que ya no puede y empezara a hacer otras. Que dedicara su enorme talento futbolístico a ser este viejo que ahora empieza a ser: que se parara más atrás y repartiera juego, que se parara más adelante y pescara rebotes, que repensara sus lugares –pero que no se empecinara en ser quien ya no es, seguir siendo el que fue. Eso, digo, para Messi, que siempre fue un privilegiado. Para usté y para mí, mi querido, es más difícil.