Constantemente el gobierno pierde oportunidades de capitalizar situaciones que potencialmente podrían haberse transformado en elementos positivos o logros de su gestión, pero terminan como un bumeran: modificando su dirección y retornando contra el oficialismo con una fuerte capacidad de daño.
Durante todo 2020, el gobierno del Frente de Todos quedó expuesto ante el fracaso recurrente de sus iniciativas y decisiones. Lo particular es que en muchos casos se trataron de yerros mayúsculos bajo circunstancias que a priori brindaban la posibilidad de mostrar capacidad de ejecución, eficiencia en la gestión y sensatez. Ante el error constante, en la ciudadanía aumenta la desconfianza y la impresión de que el gobierno nacional carece totalmente de estas cualidades.
Con la gestión del Covid-19, este efecto bumeran quedó en evidencia. Al comienzo de la pandemia, buena parte de la ciudadanía consideraba que el presidente Alberto Fernández había tomado a tiempo las medidas necesarias para contener el avance del virus y apreciaba positivamente el clima de cooperación entre oficialismo y oposición. En ese marco, la popularidad del presidente aumentó de forma precipitada: según datos de D´Alessio IROL - Berensztein la imagen positiva de Alberto Fernández pasó de ser el 51% en febrero al 61% en marzo (un salto de 10 puntos porcentuales). Con el correr de los meses, la cuarentena inflexible y mal planificada generó un descomunal daño económico y social, y se fueron imponiendo (o permitiendo que los gobernadores impusieran) restricciones a la movilidad desmedidas e incluso peligrosas.
En términos sanitarios, los resultados tampoco fueron positivos y la Argentina se transformó en uno de los países con mayor cantidad de muertos por millón de habitante (se ubica en la quinta posición, solo por debajo de Bélgica, Perú, España e Italia), demostrando lo desafortunadas que resultaron las comparaciones aleccionadoras con el resto de la región y el mundo que el presidente realizaba en cada una de sus alocuciones, muchas veces con gráficos mal confeccionados o mensajes tergiversados que provocaron controversias con las otras naciones).
Todo esto sucedió en el medio de un mensaje contradictorio que emanaba desde el propio Alberto Fernández y las autoridades nacionales, que no utilizaban correctamente el barbijo, organizaban almuerzos grupales sin distanciamiento e incumplían las recomendaciones o norman que ellos mismos emitían. Como consecuencia, la palabra del mandatario y del gobierno nacional en general se devaluó progresivamente y los nuevos anuncios (especialmente aquellos referidos a la pandemia, pero es un daño que se hace extensivo a otras áreas) ya no son tomados con la misma seriedad que antes.
Con la renegociación de la deuda ocurrió algo similar. Hacia el final de la negociación, el gobierno terminó cediendo ante la presión de los acreedores y llegó a un acuerdo, lo cual sin duda configuró una buena noticia. Sin embargo, el arreglo de la deuda era un requisito necesario, pero no suficiente para estabilizar la situación económica y cambiaria. Hacían falta otras señales para terminar de regenerar la confianza de los mercados, señales que el gobierno prefirió no dar, dejando pasar una valiosa oportunidad. El arreglo de la deuda por sí solo no sirvió para disipar la desconfianza y con el tiempo, la crisis cambiaria se agravó. Una nueva oportunidad podría abrirse con el eventual acuerdo con el FMI, si el gobierno la aprovecha acompañando el entendimiento junto a un plan económico consistente que brinde mayor previsibilidad podría relanzar su gestión económica.
Con el fallido funeral de Diego Maradona, nuevamente el gobierno mostró su nula planificación y su pobre capacidad de gestión. Un velatorio bien organizado podría haber generado un efecto emocional y simbólico a favor del Frente de Todos (con el cual Maradona simpatizaba), pero todo terminó siendo un verdadero escándalo. Al comenzar los hechos de violencia, el gobierno intentó culpar a Horacio Rodríguez Larreta y a la policía de la ciudad, luego señalaron a la familia de Maradona como los responsables por querer restringir demasiado el horario y por último Alberto Fernández sostuvo que se debió haber previsto la presencia de barras (algo evidente, aunque la violencia no se debió únicamente a los barras). Las excusas son absurdas siendo que se trató de un velorio organizado por el gobierno nacional en el interior de la Casa Rosada, es decir en el corazón mismo de la administración central. Lo cierto es que el episodio desnudó una vez más las incapacidades del Frente de Todos para proyectar y ejecutar en base a un plan definido.
El gobierno está sumando experiencias frustrantes que desdibujan por completo su capacidad de gestión. Además, por lo general, termina siendo el presidente Fernández en primera persona quien termina dando justificaciones por cada uno de estos errores. Sorpresivamente, se expone él mismo, y no los ministros u otras segundas líneas, que de hecho en ocasiones son los verdaderos responsables de la (no) gestión.
La impresión que deja la administración del Frente de Todos es que carece de planificación y gestiona con total improvisación. En el camino, deja pasar oportunidades valiosas y las distintas situaciones a las que se enfrenta provocan un efecto bumeran que lo terminan perjudicando, en especial, al propio presidente que se expone poniéndose al frente de cada desacierto. Esto no implica de ninguna manera un colapso en el gobierno, pero la exposición recurrente frente a la ciudadanía de sus debilidades manifiestas y la sumatoria de frustraciones podrían quitarle competitividad de cara a las próximas elecciones.