Cuando Cristina lo tocó con su varita y lo volvió presidenciable, Alberto le hizo dos promesas al país: unir a los peronistas (dijo “a los argentinos” pero no les estaba hablando a todos) y administrarnos una versión destilada, vegana, del kirchnerismo, limando sus rasgos más agresivos.
A poco de cumplir un año en el cargo, está claro que ambas promesas eran incompatibles entre sí. Y mientras la primera le es imprescindible cumplirla para conservar una mínima gobernabilidad y que la crisis no se lo lleve puesto, la otra es más bien prescindible. Y al respecto habrá que conformarse con que nos cuente cada tanto que “no se habla con Cristina” o que no sabe cómo lidiar con ella y frenarla, y cuando se acerquen de nuevo las elecciones vuelva a hablar de reconciliación, de cerrar la grieta y de su admiración por Alfonsín, cosas por el estilo.
Las dos promesas de Alberto eran incompatibles ya desde el principio porque para mantener unido a su partido tenía que polarizar contra sus enemigos y resolverle los dramas judiciales a la señora, y ambas cosas se llevaban de patadas con su pretendida moderación. Y encima estalló la pandemia, las respuestas sanitarias y económicas que pudo ofrecer su gobierno arrojaron los resultados que todos conocemos, así que no tiene ningún éxito de gestión que mostrar, los problemas urgentes a atender crecieron enormemente y los recursos se le evaporaron. Es hasta lógico que haya decidido refugiarse en su última trinchera, la que puede mantenerlo a salvo aunque todo lo demás se derrumbe, la unidad de los propios.
Esta es la razón por la cual el presidente está cerrando su primer año con una ofensiva legislativa que tiene notables rasgos bélicos: pretende anotarse cuanto antes dos o tres triunfos claros contra sus adversarios más duros de pelar, los que pueden complicarle la vida el año que viene, y a los que todos los peronistas, con distinto grado de entusiasmo según los casos, detestan: los fiscales que no se alinean y el gobierno autónomo de la ciudad.
Si logra anotarse estos dos goles de última hora, cerrará un año muy malo, con algo más de aire; algo para mostrar, sino al país, al menos a sus partidarios. Y hacer olvidar las últimas muestras de impotencia e ineficacia. Claro, difícil que le alcance para que se olviden los más de 40000 muertos que habrá cuando llegue el 10 de diciembre, el 12% de caída de la actividad económica, la inflación en alza y el dólar apenas contenido en medio de una fenomenal crisis de confianza en el rumbo general del gobierno; pero no estamos hablando de éxitos sino de premios consuelo.
El menú donde los busca es, claro, el cristinista. El suyo, como él mismo reconoció, no existe, nunca existió. Pero lo sorprendente no es eso, sino que tampoco dejan mucho espacio para que él siga diciendo que “resiste a Cristina”, que la modera en lo que puede y la hace más tolerable. En verdad, lo que hace es hacérnosla tragar y aportar en algunos rubros inventivas que van más allá incluso de lo que ella y su “vamos por todo” incubaron en su anterior paso por el poder, o lo que ahora ella pretende e “impone”. Por caso, manotearle la coparticipación a la ciudad, ¿no es acaso una inventiva presidencial?
Lo fue desde un principio, cuando recurrió a ese subterfugio no sólo para descargar los costos fiscales de atender los reclamos de la policía bonaerense, sino para disimular los costos políticos que le acarreó su revuelta: Alberto salió debilitado de ese despelote, y quiso mostrar que aún podía jorobar a alguien tanto como lo habían jorobado a él, al mismo tiempo que abroquelaba a sus partidarios contra un enemigo común. Y fue Alberto, no Cristina, el que volvió a recurrir al mismo subterfugio a raíz del papelón en que derivó el politizado velorio de Maradona, desatando una crisis en el área de seguridad que además de los barras seguramente todos los delincuentes festejan.
La apropiación de los recursos de la Ciudad liquida el federalismo fiscal. Cualquier provincia podrá ser atropellada por una mayoría circunstancial del Congreso a partir de ahora, si esta anda necesitada de plata. Nada semejante se le ocurrió a Cristina hacer con Macri, cuando los despachos de ambos convivían en veredas opuestas de la Plaza de Mayo. Aquellos tiempos, vistos desde hoy, pueden recordarse con nostalgia republicana.
No es igual al caso de la reforma de la Procuración, que avanza en la misma línea que la de 2006 del Consejo de la Magistratura, y va mucho más allá de todo lo que pergeñó Gils Carbó con Justicia Legítima y sus fiscales militantes. Ésta sí es una creación cristinista, que Alberto asimiló, convengamos, bastante rápido, y ahora “milita”: la incluyó en extraordinarias y corrió a un costado la discusión sobre Daniel Rafecas y sus pruritos para aceptar el cargo.
También este proyecto politiza al extremo reglas de juego que la Constitución hasta aquí protege, manteniéndolas a resguardo de mayorías partidistas circunstanciales: pretende anular el requisito de una mayoría especial para elegir al procurador general, de modo de evitar tener que negociar un nombre de consenso con la oposición; y a la vez somete a los fiscales a un control desde el Ejecutivo similar al que se ejerce desde 2006 en el Consejo de la Magistratura, reduciendo en la Comisión de Disciplina que vigila su comportamiento la presencia de representantes de los propios fiscales y los colegios de abogados, y aumentando los del oficialismo del momento.
Algo sustancial tiene que lograr Cristina en el frente judicial, después del triunfo a medias que arrojó la operación para desplazar a jueces que impulsaron investigaciones que la afectan, y la mala noticia de que los testimonios de los arrepentidos no van a borrarse del mapa. Tal vez este sea el regalo que Alberto quiere darle en el cumpleaños que se avecina.