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LAS VUELTAS DE LA MORAL

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UN GRAN DILEMA HISTÓRICO
UN GRAN DILEMA HISTÓRICO

    La historia y la arqueología han recuperado del olvido testimonios de grandes civilizaciones antiguas referidos a una tradición moral de larga data, constituida por normas y principios tan elevados que aún hoy asombran por la vitalidad que poseen. Por cierto, éstos han sido contemporáneos de mitos y doctrinas religiosas en las que se mezclaban principios de gran elevación junto a narrativas sobre comportamientos crueles y horrorosos atribuidos a los dioses, sin que tal contradicción entre ambos modelos de comportamiento mereciera –por lo que se sabe- ningún reparo de los humanos. Esa coexistencia y cercanía entre lo bueno y lo malo, entre los principios y las acciones positivas y las negativas de las cosmogonías y las religiones, por lo demás presente en la misma Biblia, se extendía a normas jurídicas y a prácticas sociales concretas.  
     Más tarde, entre el milagro griego y su prolongación en Roma, es posible hallar desarrollos y proposiciones morales realmente sublimes cuyo conocimiento en el presente conmueve y asombra, como ocurre con los estoicos y con la lectura de las Máximas de Epicteto, los Pensamientos de Marco Aurelio y La consolación por la filosofía, de Boecio, entre tantos otros ejemplos posibles [i]. No obstante, las acciones humanas, sea en tiempos de paz o de guerra, sean públicas o privadas, distaban mucho de regirse por esas pautas morales. 
     Ese extraordinario afloramiento de la inteligencia y la sensibilidad en el mundo grecorromano fue clausurado por la aparición del catolicismo, es decir, la unión de la Iglesia y el Estado Romano. Desde entonces, y por largos siglos, la moral fue sustituida oficialmente por la Revelación y el complicado aparato sancionatorio y reglamentario elaborado por la Iglesia, es decir, utilizando una doble fuerza que se impuso sobre el pensamiento y especialmente sobre las conciencias, sofocándolas hasta anularlas.  
     Condenada la autonomía del pensamiento y el pensamiento no atado a una razón extrahistórica, ambos fueron echados a la Gehena. Desde entonces, la preceptiva católica, totalizadora y universal, autoproclamándose de origen e inspiración divina, gobernó cuerpos y almas allí donde el poder de la cruz y la espada se instalaron pesadamente, crudamente, de arriba abajo. Así sucedió hasta hace muy pocas décadas.[ii]    
    
Y sin embargo, no se trataba de que la moral surgida de la experiencia humana, sin ataduras metafísicas ni religiosas, fuera absolutamente incompatible y molesta en su totalidad respecto de los dogmas y normas religiosos, fueran los de la Iglesia católica o los de la Iglesia reformada anglosajona. De hecho, entre la moral y la religión existe desde muy antiguo una zona de desarrollo compartido que cabe someterla al famoso dilema de “¿qué fue primero: el huevo o la gallina?”  Es decir, a cuál de éstos le corresponde la precedencia histórica. 
     Cualquiera sea la respuesta que se elija, de ella derivarán conclusiones, o, mejor dicho, dudas,  dudas muy importantes respecto a la relación entre el hombre y el Universo. Por ejemplo, ¿la moral humana será el sedimento difundido en tiempo y espacio de principios originariamente provenientes de religiones particulares una vez perdida la memoria de sus orígenes? ¿O las religiones canonizaron principios derivados de la experiencia humana a lo largo de milenios sobre los cuales conocemos muy poco o directamente nada? 
     Las notables coincidencias entre principios inveterados que hoy llamaremos “morales”, pertenecientes a civilizaciones antiguas anteriores al cristianismo llevan a creer en las mayores chances de la segunda posibilidad.[iii] 
     Hasta hace muy poco tiempo en el llamado Occidente, y aún en otros lugares del planeta, el pensar y discernir críticamente, oteando más allá de los paradigmas consagrados en todas las dimensiones humanas por el núcleo del poder representado por las religiones y las iglesias (poder que se declaraba eterno y trascendente), unidas en este aspecto al poder político (considerado contingente e inmanente)[iv],  configuró secularmente un cartabón de conductas reprobadas y reprobables.  
     El caso es que a medida que históricamente se iba aglutinando poder por encima de las comunidades el pensamiento y la curiosidad debieron evitar constantemente sus íntimas pulsiones para que su albergue, el cuerpo humano, no fuera reprimido por la fuerza del poder político-religioso y por un sistema de ideas oficializado, externo a ellos.  
     El miedo, que todo lo puede, y que puede mucho más que la confianza, multiplicó el poder de la represión externa interiorizándola en las mentes de los feligreses de la Iglesia, que no de Dios ni de Jesucristo, convidados de piedra en todas las hecatombes eclesiásticas en las que no se sacrificaban animales sino hijos réprobos de Dios.   
    
Durante largos siglos las mentes de los creyentes legitimaron esa represión oficial con la aceptación fervorosa del pecado, de la culpa y de la mancha, punto de partida de la confesión delatora de sí mismo (no de la confesión indicada por Jesús), del arrepentimiento y la expiación que se volverían con odio contra el propio cuerpo y mente del pecador-apóstata. 
     No obstante, los cuerpos pasan y las ideas perduran y se transforman en el tiempo y en el espacio. A costa de grandes riesgos y frecuentemente de los más atroces castigos algunos hombres singulares se las ingeniaron para abordar la aventura del conocer, que es un ir más allá [v]. De modo que siempre existió algún grado de realización de lo prohibido, de lo marginal, de lo no convencional, por lo general en magnitudes inversamente proporcionales a los grados de coacción existentes en cada sociedad.[vi] 
      Ni metafísica ni religión fue una apetencia colectiva[vii], más intuida que racionalizada, fruto de la cruel realidad de una experiencia de largos siglos en las que unos hijos privilegiados de Dios se sintieron con derecho a aniquilar a sus hermanos humildes, postergados y vituperados, con las modalidades más sofisticadas de la crueldad y la perversión. Hasta que por fin llegaron los tiempos en que esa apetencia logró abrirse camino en los hechos.  Fuera de aquellas zonas sombrías, pletóricas de misterios y tinieblas, estaba el espacio de la razón indeterminada, más precisamente de la razón humana, para denotarla con rasgos humanos, históricos, es decir, como facultad psicosocial histórica; no como vara mágica ni piedra filosofal, sino, en un principio, como una casamata desde donde espiar el universo sin ser vigilado.  
       Esa moral racional rescataba tradiciones del mundo antiguo y del pensamiento filosófico griego, incluso salvado en buena medida y lanzado al futuro por el escolasticismo. Pero éste último no libró a la Iglesia de construir y afirmar otras nuevas irracionalidades de su exclusiva inspiración.  
     De modo que ya antes de la Modernidad la luz recluida en los confines celestiales comenzó a bajar a la tierra, a fuerza de tironeo, mezclando confusamente ingredientes cristianos con apetencias y planteos sociales plenamente humanos, como sucedió en el hermoso movimiento de los cátaros, una de las etapas más gloriosas del cristianismo auténtico que fuera perseguido y eliminado con odio feroz por la Iglesia oficial en nombre de Dios Padre y  de su Hijo. 
     El pensamiento moral se fue abriendo paso en las comunidades y en la vida cotidiana como resultado de la necesidad de libertad en múltiples campos de la vida real, y no como pretensión idealista de sabios ni de santos. Sólo más tarde pasó a ser objeto de reflexión de algunos filósofos modernos que contribuyeron a refinar los procedimientos del pensar y en consecuencia, también los contenidos conceptuales derivados de su creciente y renovado ejercicio. 
     Ya en los últimos siglos la moral proclamó su pretensión de independencia definitiva y se celebró a sí misma con argumentos de verdad y universalidad (para todos los tiempos y todos los lugares), por encima de las particularidades culturales.
    
Sin embargo, si no se pierde su necesaria dimensión contextual podrá hurgarse en niveles profundos la persistencia de relaciones con los sistemas de creencias precedentes. Del mismo modo, esas pretensiones de verdad absoluta no están al margen de la historia, y de hecho son constantemente impugnadas y revisadas.
     Esta moral laica, como es designada actualmente, que presupone la existencia de la libertad, como ambiente y como alimento para realizarse sin degradarse, terminó siendo coronada imperialmente a sangre y fuego por la civilización industrial contemporánea. Desde entonces se desdobló en forma y en esencia. La libertad como esencia de la moral laica fue aherrojada en nombre de la libertad formal, igual que lo había sido anteriormente en nombre de Dios y la Iglesia, con la aclaración de que ahora la Iglesia alegaba su condición de presunta víctima de aquella. 
    Paradójicamente, la moral laica no destruyó la religión ni la arrinconó, sino que la utilizó para sus propios fines de resistematización del pensamiento y la conducta social en todos los lugares donde ancló la cultura eurocentrista.  
     En consecuencia, con el nuevo diseño mundial capitalista la religión quedó en la esfera privada nuevamente, y la moral se volvió cívica en la esfera pública, es decir, en aquella en la que se relaciona visiblemente con el ejercicio del poder.  
     Desgraciadamente, en estos últimos breves siglos de cultura laica como cobertura ideológica dominante, la moral legitimó la resurrección de viejos mitos y la creación de otros, junto con la creación de originales formatos de irracionalidad que no tenían nada que envidiarle a épocas emblemáticas del pasado.  
     Vale decir que, desde aparentes posiciones confrontativas, la cultura laica también “sacralizó” instrumentalmente temas profanos, aunque sin pretensiones de trascendencia.   
    
Con todo, este proceso no cursó constantemente en dirección lineal ascendente.  Recurrentemente la libertad formal y sustantiva, en sus diversas modalidades y campos de manifestación, y en especial en materia de pensamiento, fue sucedida  por oscurantismos tenebrosos. En consecuencia, tal experiencia mueve a pensar que la relativamente amplia consagración de los principios liberales en buena parte del mundo no debería tomarse como un estado que no admite retrocesos en una pretendida marcha hacia crecientes cuotas de libertad, más aun teniendo en cuenta las peripecias actuales de esta  clase de libertad. Esto último, a fuer de parecer que se trata de otra y no de la misma. 
     Por lo tanto, entre divinizarla o rechazarla, como ha sucedido y probablemente sucederá con alternancias, es preferible aceptarla a pesar de su fragilidad y sus limitaciones, aceptándonos en ella tal como ella nos muestra a nosotros mismos: endebles, vulnerables y fugaces como toda vida.  
     Nuestro mundo de creencias es producido oficialmente por el poder de la cultura en la que nos socializamos continuamente, y en ella todo lo que aparece como nuevo es un nuevo desarrollo, matizado, de lo existente anteriormente.  
     Lo que aparece está y se convierte en lo verdadero, una “verdad” convencional más que verdadera, que la cultura sintetiza históricamente, mantiene vigente y proyecta concientemente al futuro, pero que se realiza en éste imperceptiblemente debido a la forma silenciosa en que él futuro adviene generalmente hacia nosotros.  


II 

    
El núcleo de la cultura en la que se ha socializado la humanidad en todos los tiempos y lugares está representado  principalmente por el conjunto de creencias y discursos históricos sobre la vida y el Universo. En él se destacan los plexos normativo-teleológicos de la humanidad, nacidos en un pasado impreciso y llegados al presente luego de miles de años de transformaciones que previsiblemente continuarán en el futuro.  
     Ese fondo está constituido fundamentalmente por los valores, aquellos comportamientos que son deseables por sí mismos: la verdad, la libertad, la justicia, la bondad y la belleza, entre los principales, siendo todos parte esencial del bien, opuesto al mal y a  todos los disvalores que de éste se desprenden.  
     Omito aquí la utilización de las clásicas mayúsculas al escribir los términos precedentes para no connotarles caracteres metafísicos o religiosos que quizá posean, o quizá no, dilema cuya resolución escapa a mis posibilidades en este momento y en todos los demás.    
    
No creo que ello comporte un acto de soberbia de mi parte, sino todo lo contrario. Me parece que soberbia, e incluso frivolidad, es la actitud de fácil y rápida disposición colectiva a la adhesión, la ratificación y la convalidación de un cúmulo inmenso de cuestiones que, a pesar de que generalmente son masivamente desconocidas en su esencia, son instaladas con una falsa legitimación  mediante el peso del número, aun cuando no nos demos cuenta de esto y creamos que esos actos cotidianos nuestros por ser nuestros son auténticos y por lo mismo sus contenidos son valiosos y verdaderos. En suma, el poder de la cultura se ejerce a través de las certezas que llenan las representaciones sociales, tanto para las afirmaciones como para las negaciones, para lo referido a lo bueno como a lo malo, a lo positivo como a lo negativo.[viii]  
    Como todas las cosas, los valores han existido antes de su designación, si bien lo han hecho como actos buscados, deseados, a pesar de carecer de contornos y de nombre, pero poseyendo igualmente significados recónditos. Lo mismo creo respecto de los sentimientos humanos, tal como hoy los conocemos. De modo que el valor de reglas morales y sentimientos se halla atado a su desarrollo histórico, y éste al hecho de valer prácticamente. 
     De ahí que cuando adquieran contornos y sean pensados como tales y nombrados, posiblemente no más de una decena de milenios atrás, se hallarán precedidos por una experiencia que se hunde en la noche de los tiempos y que se relaciona con un universo mítico.  
     Entre los valores existe una jerarquía que sitúa a los más importantes en la cima de la excelsitud[ix], es decir, a aquellos sin los cuales los de más abajo no podrán realizarse. Obsérvese que la costumbre de poner arriba lo principal, en este caso el valor que se considera más alto, es un resabio de las cosmovisiones religiosas del pasado que situaban la trascendencia en lo alto, asociadas al mundo celestial, a un sitio extrahistórico que por su condición de fundante era percibido como superior a la humanidad.  
     Por esa razón, al graficar una jerarquía de valores morales independientes y fruto de la razón humana se debería invertir la jerarquía anteriormente mencionada, colocando los valores fundamentales en la base de la misma, para connotar su condición de base, es decir, de fundamentos y soporte de otros que los presuponen.  
     Mientras que los valores considerados supremos por las religiones valen por el hecho de una supuesta revelación divina a los hombres, o bien por su descubrimiento por parte de éstos y su consiguiente traslado desde las alturas a la morada planetaria (con lo cual su valor se relaciona con su altura, naciendo de ésta su verticalidad, su pretensión absolutista), el valor de las reglas morales, en cambio, se halla atado a la evolución de la humanidad, o sea que valen con relación al tiempo histórico en el que se inscriben y son actuadas.  
     En consecuencia, en ciertas épocas ambos paradigmas normativos, los de la religión y los de la moral humana independiente, podrán tener mayores coincidencias o bien mayores diferencias. Uno de ellos, el que ha sido revelado, es en sí mismo y por su condición de revelación divina, absoluto, universal, e invariable. En tanto que el otro es relativo, particular, y variable. 
     El primero está para ser acatado sin discusión previa ni beneficio de inventario: se toma o se deja pues participa de la naturaleza divina, es decir, infinitamente superior, por lo tanto, siendo Dios anterior al hombre que él mismo ha creado sus normas ocupan el lugar más elevado en la cultura humana.  
     El segundo paradigma proviene de un mundo caracterizado por el particularismo cultural de unos hombres y unas sociedades que por más que conozcan de las gratificaciones del poder y de la dominación de unos sobre otros, y consiguientemente de sus perjuicios y dolores, son relativamente semejantes aun con sus notas singulares; amén de que humanamente nada es inmutable ni para siempre. En tal sentido, la dominación de un pueblo sobre otro, por ejemplo, no es expresión del reino de la fatalidad sino del de la libertad, de lo contingente. Todo lo contrario del discurso religioso. 
     Las normas religiosas no pueden ser impugnadas por los hombres –prescriben las religiones- porque ellas tienen imperium sobre éstos. Y éstos deben respetarlas y cumplirlas. 
     Las normas morales pueden ser cambiadas por los hombres, más lenta o más rápidamente y con mayor o menor ruido, pues éstos son sus creadores. De hecho, el drama de la humanidad consiste, podría decirse, en las modalidades que los hombres han utilizado y utilizan para cambiar sus plexos morales y otros que descansan sobre ellos, como los jurídicos y los sociales. 
     De hecho, la aceptación de las reglas de juego social obedece en gran medida al disciplinamiento histórico de las sociedades producido por la coacción ejercida por el poder explícita e implícitamente. Las normas morales imperan sobre los hombres, igual que las normas jurídicas, en primer lugar porque ellos las han creado, recreado y cambiado a lo largo de los tiempos y porque desde muy temprano descubrieron que su vigencia depende de la coacción que exista sobre sí mismos.  
     O sea que, transitivamente, el bien derivado de los frutos de las normas, en este caso de las morales, se halla atado -a pesar de la naturaleza libre con que inicialmente se revisten- a la amenaza del castigo a su incumplimiento. Ello equivale a   decir que el bien puede ser cumplido por el peso del castigo, que es en sí un comportamiento y una magnitud del mal.  
     La amenaza del castigo al potencial incumplimiento de la norma por los hombres origina el miedo, sensación nada novedosa para cuando los hombres ya acatan normas colectivas puesto que ella debe haber sido probablemente la primera emoción humana desde la hominización. En consecuencia, el miedo forzó el cumplimiento de la conducta debida. 
     Por lo tanto, las normas morales son sólo aparentemente libres o autónomas en su totalidad. La causa de ello, resumidamente, consiste en que tanto su creación como su cumplimiento no son absolutamente indeterminadas, o mejor dicho, no son totalmente determinadas por la razón independiente. De última, ¿existe la razón absolutamente libre entre los hombres?  


III 

    
Suele darse por entendido que la libertad existe a partir de su consagración histórica integrando los discursos del poder, tal como sucede hoy con la moral laica.  
     Ello ha generado la idea, convertida en principio básico de la ciencia histórica, de que allí donde y cuando la libertad no ha sido reconocida como esencia y derecho de los hombres, concretamente en el largo pasado histórico, no se debe juzgar el mundo moral con categorías morales surgidas posteriormente en el tiempo. Creo que eso constituye en alguna medida una contradicción, puesto que si ello es así la historia es imposible, dado que hoy por hoy se sostiene que ella se construye permanentemente desde el presente, de lo contrario sería un pozo sin fondo que con el tiempo se transformaría en el basurero del tiempo.[x]  
     Por otra parte, el hecho de que en el pasado hayan existido larguísimos períodos de ausencia de categorías morales positivas, o sea, de valores, reconocidos y aceptadas fácilmente por el común de las gentes, no significa que el valor no haya existido, ni tampoco que la no designación del valor anule la existencia histórica de su contracara, el disvalor. 
     Seguramente lo bueno y lo malo han sido practicados desde el primer día de vida de la humanidad, pero es probable que el proceso de configuración de ideas y conceptos abstractos haya comenzado por el rechazo de las acciones y situaciones que hoy llamaríamos “malas”. 
     Es probable que lo común, lo cotidiano, haya sido un conjunto de dificultades, obstáculos, amenazas y peligros para la vida humana que sin duda se inscribirían dentro de lo que podríamos llamar el mal, de modo que bien podría haberse pensado desde los albores de la humanidad, aun sin designarlo, que el mal existe y el bien solamente se presume, cosa que algunos creen posible aplicar también y fundamentalmente en el presente y en el futuro.  
     No lo digo como posibilidad metafísica ni religiosa, sino como espejismo sociológico, como fenómeno histórico cuyo lógico rechazo ha llevado a la creación del bien como idea y como apetencia, es decir, como valor.  
     Por otra parte, retomando aquella creencia o tendencia a concederle a las normas morales “valor” sólo después de convertirse en oficiales, la presiento incorrecta y peligrosa a la vez, en tanto implica considerar al hombre como fruto de las normas (sin desconocer por cierto el peso de su poder coactivo y disciplinante como dije más arriba) y no a éstas como construcciones azarosas de los hombres. Asimismo, refuerza un cariz adaptativo y de sumisión del hombre al poder normativo, o lo que es lo mismo, la sumisión del hombre a una concepción de historia concebida como un lecho de Procusto, siendo que lo humano es contradicción e imprevisibilidad que las normas no pueden impedir por siempre ni en todas partes 
     Y en sí misma es una contradicción insalvable pues si la libertad, ya sea teórica o empíricamente considerada, debe ser cumplida porque existe un poder dominante que la ha instalado y que castiga su incumplimiento, ya no es una opción sino un deber.  
    La libertad de creencias, de opinión, de expresión, de prensa, la libertad de cátedra, y otras afines, “hijas” de la razón laica, se convalidan como positivas en su realización fáctica en tanto sean actos de libertad determinados por decisiones subjetivas conscientes. Es decir, como opciones humanas.  
     Si no existe previamente una subjetividad en ejercicio, como probablemente sucedió en tiempos prehistóricos, no se puede hablar de libertad de pensamiento. De todos modos, aun en los momentos iniciales de su conformación histórica la subjetividad siempre conllevaría la existencia de un poder externo de vigilancia, control y castigo real y simbólico. 
     Pero, como dije anteriormente, la libertad en esas etapas de ausencia de la idea y del término, es igualmente un valor en potencia, esperando adquirir sus correspondientes contornos. Nos lo demuestra la trayectoria de los principios morales desde los tiempos más antiguos de los que se tiene noticia: el valor termina imponiéndose a pesar de todo pues consciente o inconscientemente es invocado sin palabras por el hombre. 
     El bien como categoría moral aparece históricamente, más tarde o más temprano según los lugares, pero aparece, lo mismo que sus ingredientes los diversos valores. Por cierto lo hace con notas particulares, que las respectivas formaciones culturales habrán de canonizar. Sin embargo, su realización empírica no obedece a un fatalismo ni consiste en el mero cumplimiento de un ritual mecánico. Los valores son legitimados realmente y en última instancia, como opción subjetiva.  
     Por cierto, una opción muy onerosa cuando se realiza como tal.  
    Pero entonces, existen dos clases de deberes: los que nos dicta la razón subjetiva, en un acto de encarnación y apropiación de los mejores elementos de la cultura. Ese deber que hacemos nuestro conscientemente, reflexivamente. 
     El otro es el deber debido, fruto del temor, el cálculo, la conveniencia, coacción, coerción, constricción, por costumbre, por falta de imaginación, de creatividad, o por egoísmo (del peor). 
     La diferencia entre ambas clases de deber consiste en que en el primer caso hablamos de un acto individual, reflexivo, consciente, una encarnación del problema a resolver en un acto único y personal, mientras en el segundo se trata de la respuesta mecánica, pasiva, reactiva, inercial y refleja no del individuo ni de la persona sino de cada uno de los ejemplares humanos considerados como parte de la totalidad. Es decir, los hombres no como esencia o cualidad sino como magnitud. 
     Por las mismas razones -reitero la idea-, la moral laica no vale como desarrollo intelectual si no concluye encarnándose en acto libre de conducta moral, por ende a cargo de un individuo-persona, lo cual la constituye en autónoma.  
     Otros plexos normativos, como el derecho y la religión, al ser heterónomos, tienen otros procedimientos de validación que a menudo pasan bastante lejos de la conciencia (aunque sería bueno que sí lo hicieran plenamente), como son el acatamiento y respeto a sus normas y a sus fuentes (el Estado y la divinidad de que se trate).  


IV 

     Ciertamente, el hombre no nace con un bagaje intelectual heredado sino que lo obtiene en un proceso continuo de socialización de la cultura a cargo de múltiples agentes sujetos a condiciones cambiantes, razón por la cual la cultura ha de ser necesariamente provisional en sus contenidos y proposiciones.  
     Es decir, no es la cultura la que transforma a los hombres sino la que los forma, pero como aquella no existe sin éstos, son los hombres quienes, a su vez, la transforman para re-formarse. La cultura se realiza en los hombres y a través de ellos, y en el caso de la cultura moral mucho más todavía, pues ella está destinada desde su origen a ejecutarse para hacer de cada hombre un ser moral por decisión personal, por elección, aun cuando la posibilidad de elegir sea en los hechos un espejismo.  
     Nunca más necesaria, entonces, la validación de un saber teórico en su aplicación a la práctica que en el caso de la experiencia moral.  
     Pero en el mundo actual, en la parte que ha consagrado su carácter laico, y donde por principio no existe o por lo menos se halla muy reducido el carácter coactivo de las religiones y los mitos tradicionales, este espacio de poder ha sido llenado en ocasiones y a veces muy sólidamente por la ideología, la cual también ha canonizado muchas proposiciones laicas convirtiéndolas en dogmas cívicos.  
     Así, la humanidad ha asistido a la sacralización de supuestas “verdades” de doctrinas políticas oficiales de aprendizaje catequístico colectivo. No nos importa acá el signo ideológico concreto en cada caso que la historia ha relevado, pues lo que nos interesa es exhibir la manipulación histórica de la razón por el poder para ponerla al servicio de causas aparentemente colectivas. Digo “aparentemente” ya que en estos casos siempre existe un gran engaño: detrás de estas experiencias históricas su fuente de origen es un poder monárquico, es decir, vertical y absoluto.  
      Cuando las proposiciones que se presumen laicas no se pueden discutir  por temor o inconveniencia, o por la existencia de alguna clase de pensamiento “políticamente correcto” difundido y aceptado tácitamente por las mayorías, nos hallamos ante una falsa libertad y ante una distorsión de un sistema cuya otra cara, la cara oculta, puede comenzar a ser observada críticamente.  
     En consecuencia, no será educación moral –por ejemplo-, o no será adecuada, la que consista únicamente en leer sobre moral, o en discutir profundamente sobre ella, o en adherir o suscribir individual, grupal o sectorialmente a determinados posicionamientos intelectuales, políticos o ideológicos dominantes o “políticamente correctos”, ni a los dictados de la opinión pública allí donde y cuando ella ejerza importantes grados de presión sobre las masas, así como tampoco a posicionamientos o propuestas alternativas o contestatarias, si no se plasma en acto moral personal.  
     Durante milenios la cosa ha funcionado de esa manera, legitimando y relegitimando la cultura oficial de una sociedad por medio de acumulaciones de aceptaciones consideradas naturalmente correctas, pero a menudo irreflexivas y acríticas. Por eso la cultura moral oficial está llena de antiguas “verdades” construidas sobre arenas movedizas que así y todo atraviesan los tiempos históricos engañando a la humanidad actual que tiende a creer que se han convertido en clásicas luego de un secular proceso de pruebas. Menciono a título de ejemplo tan sólo, los mitos de la patria y del patriotismo. 
     Esas legitimaciones, tan fáciles que no requirieron discusiones ni debates colectivos sino tan sólo aquiescencia a los criterios del poder, no pueden considerarse procesos de pensamiento individual, autónomos, sino más bien donaciones de fe laica que han contribuido a crear nuevos artículos de fe. 
     No proceden, por tanto, de la subjetividad consciente de los individuos sino de sus condiciones gregarias, colectivas, inducidas por la campañilla de la yegua o la vaca madrina de cada sociedad. Entonces, son actos reflejos de esas inducciones externas. Éste es el proceso corriente de socialización y culturización: un circuito externo-interno-externo, absolutamente heterónomo, que canoniza, que regla conductas y significados cuya reiteración y aceptación las tiñe de aparente legitimidad social. 
     Pero esta legitimidad a menudo está alejada de la verdad. Cuando la legitimidad marcha a la cola de la legalidad los actos individuales de pensamiento crítico suelen hallarse ausentes, lo mismo que la personalización de los diversos plexos normativos existentes, y lo que parece una respuesta particular es un simple reflejo, un eco, una repetición que se torna adocenada, y que multiplicada por una cierta cantidad de hombres en un tiempo y un espacio concretos termina consolidando los supuestos ideológicos de una tal sociedad. 
     A medida que las ideologías se afirman en marcos tempoespaciales se alejan de la verdad no ya por considerar las fisuras prácticas de su pretendida universalidad, sino como relativas a una época y lugar, es decir, a una modalidad particular de cultura. En consecuencia, los actos de pensamiento acerca de la moral, en este caso, dejan de ser críticos y se convierten en socialmente innecesarios pues aquellas supuestas verdades se han convertido en axiomas o en dogmas que desplazan al pensamiento autónomo y por ende crítico. 
     De aquí la proclividad histórica a la predominancia de las tendencias conservadoras, es decir, a su mayor duración en relación a las tendencias de ruptura y cambio, que siempre son vistas como momentos excepcionales, a menudo como apariciones, siendo que como todo fenómeno social han de tener causas múltiples que han estado cursando sin que muchos se percataran de ello. 
     Las etapas conservadoras se basan en esos estados de alienación de la conciencia antes descriptos, en tanto que las de ruptura representan intentos de personalización y subjetivación, de debate y creación de ideas, doctrinas, instituciones y formas organizativas. Son, entonces, posibilidades de ser en la experiencia concreta y autónoma de los hombres. Por supuesto, sin que esté asegurado a priori el éxito de esos estallidos ni su real conveniencia, utilidad, bondad, justicia o belleza en un futuro análisis retrospectivo.  
     Lo anterior complica nuestro análisis, o más bien sus proyecciones, por cuanto nos pone frente a la posibilidad de que esas variables de valores puedan tornarse relativas a las circunstancias o a los puntos de vista o enfoques desde los cuales o con los cuales se las considere, con lo cual, prácticamente, nos alejaría de la posibilidad de la absolutez de la verdad, una necesidad muy propia de los hombres.  
     Habitualmente suele decirse que en ese caso existirían tantas verdades como variables intervinientes, cayendo en la tontería de conceder a cada hombre del planeta la posesión de un punto de vista propio y distinto a los demás.   
    
Esto último es imposible. Las distintas posiciones particulares en torno a cualquier asunto pueden subsumirse en unas cuantas según se consideren principalmente sus semejanzas o sus diferencias. Y como la verdad de una proposición no depende de la representatividad numérica de las adhesiones que tiene, aun cuando ésta fuera total, cuando ella le es atribuida en función de tal criterio opera una falsa legitimidad y una legalidad asentada en un supuesto ideológico que la respalda en apariencia.  
     La cuestión entonces es si existe la verdad absoluta en algún único asunto, o en varios, o en muchos. La respuesta no puede depender de la costumbre o de la opinión predominante en cada época, como siempre sucede por ser el hombre un ser social e histórico. 
     La primera opción suele ser identificada o connotada con posiciones conservadoras, uniformizadoras, legalistas, oficialistas, y la segunda con la libertad, la diversidad, la legitimidad, el particularismo, la ruptura. 
     Es casi imposible decir en cuál de los dos perfiles de hombre y sociedad –implícitos en ambas posiciones- se halla la verdad o lo verdadero. 
     Hay proposiciones, cosas o procedimientos que no pueden ser juzgadas respecto a su verdad o falsedad, sino a su conveniencia, o su utilidad, tal como el sufragio universal. ¿Por qué? Porque pueden disociarse de lo bueno, lo justo y lo bello. 
     El hombre, los hombres, tienen necesidad de lo absoluto pero también de la libertad, de lo provisorio, de lo mudable. En él y en ellos nada es definitivo aunque según el punto de vista pueda parecerlo. Por tanto, no es, no son, un dato completo nunca. En él, en ellos, todo está dispuesto en proporciones desparejas, vale decir que no son un dechado de equilibrio ni de armonía, sino de contradicciones constantes. 
     El hombre, los hombres, son entes libres, pero no lo son fatalmente, sino por medio de la cultura y en ella, es decir, como construcción contingente, no lineal, en última instancia como expectativa. Por más que algunos filósofos le hayan negado al hombre esta posibilidad, la diversidad cultural –real y potencial- en la historia es la evidencia más contundente de la libertad, por lo menos en las formas ya que sustantivamente puede ser reducida a sus elementos estructurales o esenciales.  
     La historia misma es en sí una prueba de la libertad del hombre. Los pesimistas y los escépticos lo han reducido en sus posibilidades de desarrollo a las posibilidades del animal, en tanto los optimistas lo han elevado a la condición divina. Pero bueno es recordar siempre que aquel no es ni bestia, ni superhombre, ni Dios. 
     ¿Qué es entonces? No hay una respuesta definitiva ni uniforme. Sólo podemos decir, y con mucha dificultad, lo que el hombre ha sido, pues en todo momento está siendo. La condición humana, aun en las formaciones sociales que se suponía relativamente estables, o que casi no tenían cambio social, va ligada al cambio en todo sentido, al movimiento, a la contradicción, la inconstancia, la provisoriedad. Bajo esos ropajes observables en perspectiva se presentará lo bueno, lo justo, lo bello, tanto como lo malo, lo injusto y lo feo. En este sentido, cambiar equivale a crear en la escala humana.      
    
Se podría decir que el hombre es un ser imperfecto pero perfectible. Algunos lo admitirán, otros dirán que la proposición implica una contradicción potencial -a futuro- que al producirse invalidaría retrospectivamente esa afirmación. 
     De la provisoriedad que inviste todo lo humano en la historia se desprende que algo tan humano como los valores sociales e individuales, prácticamente presentes en todas las sociedades aunque a menudo con formas y matices diversos (muchas veces antagónicos), y entre los cuales se hallan la verdad, el bien, la justicia, la belleza, la utilidad, etc, también poseen aquella condición.  
     Por tanto, los criterios para determinar el significado de cada uno de esos valores son cambiantes en el tiempo, como la historia lo demuestra. Una prueba entonces del relativismo a lo largo del tiempo, que puede sumarse al relativismo correspondiente a la diversidad social en un mismo tiempo astronómico. 
     Entonces, la verdad no existe aparentemente; me refiero a la verdad total y completa que implique todas las verdades parciales o sectoriales. ¿Qué ha de ser entonces? ¿Una pretensión constante de los hombres en la historia. ¿Una ilusión, un espejismo, un oasis, un paraíso, o un infierno? ¡Chi lo sa! 

    
Siendo así, ¿estamos obligados a buscarla igual que a la libertad? 
     Siento que son tan sólo ilusiones inalcanzables. Mientras vivimos nos creemos más o menos libres siendo que en realidad estamos siendo, a la inversa, menos o más esclavos. Lo mismo que la paz, que tan sólo es un momento entre dos estados de intranquilidad, de lucha, de guerra o de caos. La verdad, como la libertad, la justicia, la igualdad, el bien, son puras ilusiones, a la vez que ilusiones puras.  Por eso creo que el único deber que tenemos como humanos es el de tener ilusiones para hacer más bella y atractiva la existencia, ya que sí creo que la belleza es posible, y por ende su opuesto.       
    
Tan poco y tanto a la vez.

 

Carlos Schulmaister


[i] Los estoicos. Comp. Madrid, Ediciones Ibéricas, 1963.

[ii] Actualmente, su no visibilidad suele hacer creer ingenuamente que ya ha desaparecido. Sin embargo, no es así puesto que ese poder se ejercita actualmente en condiciones y con características distintas a las toscas que le hemos conocido en otros tiempos históricos. 

[iii] Sin embargo, la complejidad de ésta concepción antropológica que niega la trascendencia no es incompatible con la existencia de una religiosidad personal encarnada individualmente, por más contradictoria y endeble que ella pudiera ser.    

[iv] Tras la conformación del catolicismo se fue configurando un desglose desde los tiempos de la mediana edad media, representado por la alianza de la cruz, el monarca y la fuerza, cuya divinidad se manifestaba transitivamente desde lo alto. Así llegó hasta la actualidad, vía la dominación española, a América latina y especialmente a Argentina. Tras la Revolución Francesa, el poder político se laicizó y su tradicional fuerza se dividió en el poder del Estado y el de los ejércitos hasta llegar por obra de la evolución del arte militar y los avances tecnológicos a configurar lo que se llama hoy fuerzas armadas.

[v] De ahí la diferencia esencial entre aprender y conocer.

[vi] Este largo proceso ha llegado actualmente a la mercantilización de lo otro desconocido, al punto de constituir una condición para la industrialización del pensamiento por medio de las industrias culturales, las cuales de ser sólo un medio han pasado a ser fines en si mismas.

[vii] Por más que la investigación histórica registre de cuando en cuando la existencia de algún pionero en solitario, es de suponer  que contemporáneamente existía una amorfa y difusa apetencia colectiva de cambios, consistente más que nada en el rechazo de lo conocido aun no teniendo alternativa concreta de sustitución, es decir, una alternativa referida a algo por conocer. 

[viii] En consecuencia, la duda y la incredulidad son obstáculos para el ejercicio de la dominación mientras  sean caminos para el conocimiento crítico, es decir, para el develamiento y la impugnación de la mentira y de sus trampas.  

[ix] En cuanto a los grados de bien y de grandeza que posean.

[x] El mero registro del hecho, como inventario, como puro conocimiento, no tiene mucho sentido para la historia si no ayuda a los hombres a vivir y ser mejores.

 

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