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LA CULPA NO LA TIENEN LOS CLÁSICOS, SINO LOS MANCOS

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   El título de esta crónica  lo podría haber ironizado Miguel de Cervantes, padre de la novela, autor referencial, ninguneado por la estupidez de algunas reinas y reyezuelos del mercado.
  
Tres fantasmas recorren hace unas décadas las letras latinoamericanas. Dos ya murieron y uno sigue vivo y coleando. Los tres son sudamericanos, pero el vivo, es costeño, tiene salida y vista a dos mares.

    Uno es novelista, otro poeta y el tercero, poeta y cuentista, luminoso ficcionador de lo propio y ajeno. Dos premios nobeles y un tercero que se quedó en el sombrero de los conejos reprobados políticamente por la Academia Sueca.

  
Siguen marcando pautas en ambos géneros, poesía y cuento, desde el punto de vista que saben hacerlo los clásicos, al tiempo que son amados y odiados intensamente, como corresponde a escritores trascendentes en su tiempo, por acción u omisión.
    Son íconos en sus respectivos países. Sería ciego no verlos, torpe no reconocerlos y absolutamente egoístas, discutir su vigencia más allá del tiempo en que les tocó ser primeros actores, aunque uno de ellos sigue vivo, presente en cuerpo y alma.
    Pertenecen al equipo de choque de la literatura latinoamericana, con Cortázar a la cabeza, Carpentier, Arguedas, Rulfo, Roa Bastos, Asturias, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Bolaño, Donoso, Jorge Amado, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Alvaro Mutis, Ernesto Cardenal, René Depestre, Roque Dalton, Nicolás Guillén, Lezama Lima, Eliseo Diego,  Parra, Gonzalo Rojas, Lihn, Teillier, Armando Uribe Arce etc.
    No participaron de la fiesta del mercado, aunque uno de ellos fue estrella del boom de los narradores latinoamericanos, el ejercicio mayor de su tiempo por reflotar las ventas editoriales y descubrir una nueva literatura en nuestra región cada día menos transparente, maravillosa, mágicamente extraviada en el laberinto borgiano y sin una residencia real en la tierra.
    Me refiero, como es sabido, a Jorge Luis Borges, Pablo Neruda y Gabriel García Márquez, tres cuerdas distintas de una misma guitarra literaria, nacidos en el hondo Sur.
    El tema  sale a flote debido a la misión literaria que han emprendido cuatro narradores colombianos con sus respectivos trabajos en búsqueda del lector perdido en la Argentina, cuna de grandes narradores y país de lectores exigentes. Una empresa desconocida para mí, en el marco del marketing, que tiene tantos o más recovecos que un zapato chino. Lo destacable es que viajaron a Buenos Aires con el apoyo de su embajada, en la capital del Obelisco.
    Detrás de ellos, está el sello español Seix Barral, fiel creyente de la nueva narrativa colombiana. Para la poesía nunca ha alcanzado ni la pérdida de tiempo en las lecturas de los mediosdías por parte de las editoriales.
    Los cuatro mosqueteros de la nueva narrativa colombiana, Santiago Gamboa, Efraín Medina Reyes, Eduardo Serrano y Mariano Mendoza, llegaron a Argentina para “contar como escribir después de García Márquez” (sic).
    El solo enunciado nos pone en guardia. ¿Cómo se escribiría antes, cómo se hace ahora?
    García Márquez editó Cien años de Soledad en Buenos Aires, en medio de la ruina económica y del anonimato prácticamente. Una de sus frases más impactantes a lo largo de su dilatada y exitosa trayectoria, fue cuando dijo, que escribía para ganarle a Cervantes. Quienes no sufrimos de envidia, entre otras cosas, sabemos que García Márquez es un autor importante de su siglo. Sus vinculaciones con la política contingente, en especial Fidel Castro, no le ha permitido a unos enconados enemigos, compatriotas, escritores, periodistas, separar al hombre y su obra. Mezquindades de la aldea global.
    El autor del Coronel no tiene quien le escriba y La Mala Hora, es el colombiano de su siglo, un referente a seguir y tumbarle la cabeza, para continuar la historia de la literatura, comenzarla por una nueva punta, continuarla desde la otra orilla, transformarla bajo el irreverente vicio de la palabra y de las nuevas realidades.
    Tiene razón a medias Silvia Openhaym, la crítica argentina, cuando  sostiene que los narradores tienen que lidiar con una generación que sigue viva, García Márquez y Alvaro Mutis. Y no le pasa  a los escritores argentinos, porque Borges está muerto.
    No comparto  estas apreciaciones, que no favorecen la narrativa colombiana, porque García Márquez dejó de tener un protagonismo hace mucho tiempo y nada impide el desarrollo de una literatura estrictamente colombiana más allá del hijo ilustre de Aracataca. Es muy distinta la situación en Argentina, con un Borges muerto no hace mucho, porque la narrativa  trasandina es poderosa, con tradición, variedad, y en cantidad, como pocas o ninguna en el subcontinente. Con Borges convivieron muy bien Cortázar,  Adolfo Bioy  Casares, Sabato, Silvia Ocampo, Osvaldo Soriano, Juan Gelman, y antes Arlt, y ahora Piglia, y unos cuantos más.
    No es un buen pretexto sentir la fiebre en las sábanas, más bien es una suerte contar con una rica tradición, y no quedarse en el Paraguay desolado de  Roa Bastos.
    El autor de Isabel viendo llover en Macondo y de Los Cuentos de la Mama Grande, ha contribuido más bien a que los ojos del mundo se pongan en Colombia más allá de la larvaria y descomunal violencia que azota a ese país desde antes de nacer  a la vida republicana. Es un buen pretexto presentarse con un pretexto de que estamos haciendo después de Gabo. Lo importante es cambiar nuestra propia historia, ya la de García Márquez está hecha. La literatura reclama siempre nuevos caminos, los clásicos ya terminaron su faena, diría Hemingway.
    Borges es un mal ejemplo en todos los sentidos de la palabra para este escenario. Fue un gran e inteligente lector. Recreó otras literaturas con originalidad. Su presente siempre fue la tradición. Salvo su argentinidad, dejó todo el escenario para los narradores y poetas de casa. Nos unió al islam, Europa. A otros mundos, al de la ficción. Fue el pasado arrojado al presente por un capricho del futuro. Ahí están las bibliotecas  nos diría el hombre libro, el autor de Ficciones, El Aleph, El Hacedor, La cifra.
    Con Neruda, el mito chileno, la animita, ocurren cosas parecidas, con la diferencia que el vate de Isla Negra siendo uno de los poetas más grandes de su siglo, nació en un país de poetas. Medio siglo de poesía nerudiana viva, no sepultó la tradición ni el futuro de la poética chilena. Nadie puede pasarle esa cuenta al autor de Residencia en la Tierra, Canto General y de Las Odas elementales. Pero hay quienes que lo crucifican por estalinista, poeta facilón, comunista, repetitivo, plagiador, a pesar del impacto de su obra, popularidad, permanencia en el tiempo, y que sigue siendo un referencial obligado para moros y cristianos, amigos y enemigos. Antes de Neruda Whitman, Darío, los franceses desde luego para no ir más atrás, con Neruda, la Mistral Huidobro, De Rokha, posteriormente Parra, Gonzalo Rojas y una docena más. Y aquí no ha pasado nada. Neruda existe y los demás también. Lo importante es la obra. Todo lo demás es literatura. Marketing. Mala leche.
    Chile ha sido el más afortunado, es decir su poética, al tener tantos y tan buenos poetas en el siglo XX. ¿Qué sería de la narrativa Colombiana sin García Márquez? ¿Y la narrativa de Argentina, estaría  completa sin Borges, aunque existen tan excelentes narradores en ese país? ¿Y la poesía chilena sin Neruda?
    Nunca he visto a los pintores italianos contemporáneos lamentarse por la “carga histórica” de Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel Buonarotti, Rafael y de otros cincuenta grandes artistas de la pintura universal nacidos en ese país europeo. Debiéramos borrar el Renacimiento.
    El fútbol argentino  y brasileño están orgullosos de su tradición.
    El tema no radica en la existencia de nuestros clásicos, vivos o muertos, sino en que está sucediendo en el mundo virtual, global, mediático, superficial, construido a imagen y semejanza del mercado, con una dosis absoluta de desdén por los clásicos y un amor infinito por la pornografía, las banalidades y el secreto encanto por las frivolidades.
    Las Editoriales, Los Medios de Comunicación Social, los críticos especializados, los propios escritores, Internet, los gobiernos, las universidades, tienen mucho que aportar frente a este caos mediático, ante esta enfermedad infantil de la literatura decorativa, de salón de té.

    Colombia es también un ejemplo de fortaleza de  caimán que no se deja domesticar en los torrentosos ríos de la miseria humana y la violencia.

   La recopilación y edición de 550 crónicas del poeta y periodista colombiano Héctor Rojas Herazo por su colega Jorge García Usta, tras 15 laboriosos años, es un intento por dejar en evidencia “el ninguneo en Colombia del hampa infraliteraria que se ha adueñado de apoco de la literatura del país.”
    Esto, que ocurre en todos nuestros países, es más preocupante, que dispararle a los clásicos, vivos o muertos, con la pólvora mojada de la envidia, mezquindad y mediocridad.
    No comparto  los calificativos de Argentina pseudo europea, publicados en el diario colombiano El Tiempo, en crónica fechada en Buenos Aires por su corresponsal José Vales. No necesito decir por qué, basta con leer sus diarios, saber un poco lo que han hecho y suelen hacer los argentinos, más allá de su actual crisis, que de ninguna manera es diferente a la del resto de América latina.
    Es indispensable hacer un gran cambio en las estructuras educacionales y económicas de nuestros países, para que la literatura y las artes, tengan un espacio, y paralelamente crear condiciones al trabajo. De lo contrario, los escritores tendrán que hacer  verdaderos safaris en búsqueda de lectores, porque las televisoras, los ministerios de educación, el Estado, la propia empresa privada, no se hacen responsables de la vida en  sociedad.
    Ya no hay debates sobre la cultura, la literatura, el cine. Las televisoras, principal instrumento de comunicación, se dedican a la chabacanería, al show, al morbo, a la cosa divertida, jocosa, al disparate, a la pornografía, el escándalo, a recrear la corrupción, a divulgar la tragedia, las estadísticas a media, a falsificar la realidad.

 

Rolando Gabrielli  

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