Ya perdido, ya perseguido, ya derrotado por sus compañeros, ya exiliado, Lev Davidovitch Bronstein proclamó que una verdadera revolución, para serlo, debía ser permanente: no dejar nunca de revolucionarse. Lev Davidovitch, también llamado Trotski, terminó bajo la pica de un ex comunista español –como contó con maestría inigualada otro, Jorge Semprún– en México unos años más tarde. Quizás había exigido demasiado; los hombres, incluso a su alrededor, necesitaban alguna certeza. Nunca pudo imaginar que su venganza llegaría ochenta años después: que su revolución permanente sería reemplazada, por todo y para todos, por esta provisoriedad permanente que vivimos desde que el bichito. No es fácil vivir en un oxímoron.
Hace unos meses, cuando empezó el temblor, todos le imaginamos, según el modelo acostumbrado, plazos previsibles. Era duro y era casi simple: bueno, es terrible pero hay que aguantar dos o tres meses, nos encerramos qué se le va a hacer, cuando llegue el verano el virus ya se pierde, los calores lo matan. No, no entendés, esto hasta septiembre no mejora. ¿Septiembre? No, qué horror. Bueno, septiembre o quizás incluso octubre; yo creo que hasta octubre no vamos a retomar nuestras vidas normales. El 2020 ya pasó, y aquí estamos. Pero ya no esperamos una fecha precisa: aprendimos, al menos, que no sabíamos nada. Aprendimos –estamos aprendiendo– que vivimos en la inopia; aprendimos la palabra inopia. No aprendimos –creo, todavía– cómo vivir en esta inopia.
(En un mundo tan fragmentado que se llama a sí mismo global, la primera experiencia realmente globalizada sirvió para mostrarnos que vivíamos engañados. Ahora todo es corona –o covid o el virus o la peste o la pandemia. Ahora todo es esa cosa que no sabemos siquiera cómo nombrar. ¿No es desolador que lo único importante que le pasó a nuestra generación sea el producto de la combinación azarosa de un microorganismo y un murciélago? ¿No es humillante, un tantito humillante? ¿No nos creíamos un poco más que eso? ¿No nos creíamos capaces de cambiar o, por lo menos, de destruir el mundo?)
No sabemos. Vivíamos con proyectos que podíamos suponer casi sólidos: nos engañamos bien. Necesitamos seguridades, garantías: estamos acostumbrados a tenerlas. Necesitamos suponer que el año próximo –“si Dios quiere”, decían las abuelas para introducir el azar en sus propósitos– podríamos hacer ese famoso viaje, entrar en tal escuela, salir de cual empleo, comprar un gato negro. Necesitamos suponer que la semana próxima, si Dios quiere, iremos al cumpleaños de Estelita. Ahora, nada de eso: ya no hay próximo, todo puede cambiar –y lo peor es que lo hace. Ahora, la provisoriedad es permanente.
Y es un aprendizaje, un desafío. Cómo vivir sin planes o, peor: haciendo planes por si acaso, planes para jugar, planes que no van a cumplirse. La zozobra prospera y, sobre todo: tras pasarnos toda la vida disimulando que todo era provisorio, que cualquier plan se podía ir al carajo en cualquier momento, ahora lo vemos todo el tiempo –y no nos queda más remedio que aceptarlo. Tras una vida –millones de vidas– aprendiendo a hacernos los idiotas, la iluminación ineludible nos llegó so forma de bichito.
Y entonces pasan cosas. Hace unos meses, en lo peor del confinamiento, en mi sierra nevó. Yo traté de escribirlo. Pensaba, todavía, que la provisoriedad sería provisoria.
Nevó.
Esta mañana al levantarme veo
las copas blancas de los árboles: en mi sierra
ayer noche nevó, y es primavera. Esta mañana
al levantarme las copas blancas de los árboles
me regalaron ese placer idiota
que la nieve te trae: volverte
nene, disfrutar
de algo que te da igual. Nadie,
(digo nadie porque quiero decir nadie)
podía prever que nevaría pero anoche
nevó. Ahora ya nadie
puede prever.
Es primavera.
.
Prever es lo que hacemos. Prever
nos hace humanos. Prever
es lo que nos deshace.
.
Ahora no sabemos. De verdad
no sabemos. Siempre
decimos que sabemos que no sabemos pero creeemos
que sabemos. Ahora
no sabemos. Es
vertiginoso no saber. El vértigo
es mirar y prever y cerrar fuerte los ojos
ante eso que prevés: cerrar
los ojos.
.
Pero ahora ni siquiera:
no sabemos.
Está la nieve y está,
faltaba más, el miedo.
.
Los ojos
bien cerrados, bien
cerrados.
.
Ahora no sabemos. El futuro
se fue. Quedan el miedo, la nieve, la certeza
de que ya no sabemos. En la vida
aquella que teníamos teníamos
la osadía de prever.
.
La nieve
imprevisible
es como un bálsamo
que cambia los colores. Nada
más cambia los colores: cambiarlos
es la prerrogativa de la nieve.
Cambiarlos: demostrar
que no son siempre lo que son,
que ya eran otros.
.
Hay nieve:
es decir que nevó. Ahora
no prevemos. El presente
por fin
nos atrapó.
Nos atrapó el presente, y atrapar
es un verbo que suena.
.
Prever en cambio es un deporte: puro
esfuerzo que solo sirve para gritar los goles que solo sirven
para gritar los goles. Prever
es un deporte suspendido. Hay nieve
o sea que
ahora sabemos
(dolorosamente lo sabemos, Sócrates es un huevón, con la filosofía
poco se goza)
que no sabemos nada.
.
Que todo pasa cuando quiere como
quiere, que todo
pasa, que no sabemos
nada. Lo hemos dicho veces, tantas
veces y recién ahora sabemos
que no sabemos nada. Que todo puede
no ser lo que había sido, lo que era.
Prever
es un deporte de interiores.
.
Afuera, allá lejos, afuera
las copas blancas de los árboles. Nada,
casi nada.
Nieva
allá lejos, nieva
como todo:
afuera.
.
Fue hace meses, cuando pensaba que esa sensación era realmente extraña y que quería escribirla y que, a pesar de todo, tendría un fin imaginable. Ya sabemos que no: que la provisoriedad, por un tiempo provisoriamente imprevisible, es permanente. Una forma tan rara de la vida.
Nadie nos dijo que tendríamos que vivir así.
.
No sabíamos: es violento saber que no sabíamos.
Martín Caparrós es esa pregunta que le hacemos a la vida ¿por qué un comunista montonero tiene prensa para que siga infectando mentes jóvenes con sus ideas fracasadas?