La consigna quedó clara: “Nunca nos rendiremos. Nunca cederemos. Eso no pasará. No se concede cuando se trata de un robo. Nuestro país ya ha tenido suficiente. No lo soportaremos más, y de eso se trata esto”. De eso se trata, según Donald Trump, el caos dentro del caos con el cual culmina el primer capítulo de su carrera política. Frente a la resistencia de los republicanos a declarar su incapacidad por enfermedad física o mental, como prevé la Enmienda 25 de la Constitución, la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, apuró el único recurso disponible para salvar los muebles de la democracia: el impeachment.
El segundo contra Trump en cuatro años después de haber zafado en 2020, gracias a los suyos en el Senado, de las imputaciones por haber presionado a su par de Ucrania, Volodymyr Zelensky, para que le aportara pruebas de los negocios en ese país de Hunter Biden, hijo de Joe Biden, ahora presidente electo. La mayoría demócrata de los representantes aprobó aquel juicio político, el tercero en historia después de los de Andrew Johnson en 1868 por remover miembros de su gabinete sin la venia legislativa y de Bill Clinton en 1998 por el escándalo con Monica Lewinsky. El cuatro, otra vez contra Trump, se debe a su incitación a la violencia.
El trámite exprés entre los representantes puede hallar un obstáculo entre los senadores, cuya próxima sesión será el 19 de enero. En la víspera de la asunción de Biden. ¿Puede ese cuerpo tramitar el impeachment en 24 horas? La aprobación requiere el voto de los dos tercios del Senado. Los senadores disponen de los primeros 100 días del nuevo gobierno para destituirlo, aunque ya no ejerza el cargo, con un solo fin: impedir que vuelva a ser candidato. Un plan no del todo descabellado, inclusive para su propio partido, el republicano, de modo de despegarse del “espasmo que coronó 1.448 días de tormentas”, como resume The New York Times.
La enumeración de los pecados de Trump, bendecido en las urnas a pesar de todo como el segundo candidato más votado de la historia después de Biden, no responde al diagnóstico “de un narcisismo maligno incurable que lo incapacita para cumplir con sus deberes presidenciales y representa un peligro para la nación», expuesto en octubre de 2017, nueve meses después de la toma de posesión, por el colectivo de psiquiatras Duty to Warn (literalmente, deber de advertir). Le pedían entonces al vicepresidente Mike Pence lo mismo que, tres años y monedas después, los demócratas: que aplicara la Enmienda 25.
Se trata de un proceso complejo, creado tras el crimen de John Kennedy en 1963 para nombrar en su lugar a Lyndon Johnson. Consiste en una declaración de Pence y de la mayoría del gabinete, dirigida a los presidentes de ambas cámaras del Congreso, en la cual expresen que el presidente está “imposibilitado de ejercer los derechos y deberes de su cargo”. La mera presentación despojaría del poder a Trump, pero Pence y compañía parecen no estar por la labor en tanto su jefe no empeore las cosas. La sublevación dentro del Congreso puede tener su correlato el día de la asunción de Biden con otro temblor en Washington: la Marcha del Millón de Milicias.
El 6 de enero hubo cinco muertos, un suicidio posterior y varios destrozos, incluida la imagen alicaída de Estados Unidos. La revista alemana Der Spiegel publicó una ilustración de Trump en el Salón Oval con un fósforo encendido en la mano. La tituló Der Feuerteufel (el diablo del fuego). El núcleo duro de Trump, al cual instó a “luchar como en el infierno” para impedir la certificación de la victoria de Biden, organiza protestas simultáneas en los 50 congresos estatales, desde el 16 hasta el 20 de enero, si prospera la Enmienda 25 o el impeachment, según el FBI. De continuar al caos, un atajo evaluado por militares de alto rango sería aplicar la Ley de Insurrección de 1807, que faculta al nuevo presidente para enviar fuerzas a los Estados para sofocar disturbios públicos.
La polarización, traducida en desprecio al otro, llevó a muchos a votar el 3 de noviembre más en contra que a favor. El discurso de Trump nunca fue conciliador. Un patrón repetido ha sido el respaldo a supremacistas blancos y neonazis como los Proud Boys, colectivo masculino fundado en 2016 por el canadiense Gavin McInnes, nacido en Inglaterra, que cuenta con el respaldo de Latinos por Trump, fuerte en el Estado de Florida. Trump tardó menos de siete meses de gobierno en mostrar su adhesión a ese bando, con el guiño implícito al racista que embistió con su coche a una multitud que pedía retirar la estatua del general esclavista Robert Lee en Charlottesville, Virginia.
En la Casa Blanca aún campeaba el jefe de estrategia, Steve Bannon, cerebro de Alt-Right. Un manipulador, eyectado poco después, que siguió prestando servicios en Europa y en Brasil. Una joyita de la ultraderecha nacionalista, vamos. Esa que, en casa, mostró los colmillos y las armas el 15 de abril de 2020. Las milicias de American Patriot Rally rodearon el Congreso de Michigan en rechazo al confinamiento por la pandemia ordenado por la gobernadora Gretchen Whitmer, demócrata, amenazada de secuestro. Bravuconadas de esa estofa, así como la negligencia frente a las protestas por el crimen de George Floyd, comenzaron a la naturalizarse.
La desconfianza en los políticos, resumida en la fatiga democrática, tiene un antecedente en Estados Unidos: el Populist Party, creado en 1892 y disuelto en 1908. Estaba emparentado con el Narodnichestvo de la Rusia zarista. El desapego de una ciudad que los norteamericanos siempre han visto de lejos, Washington, lleva a muchos a sentirse marginados, desencantados y no representados, excepto por un outsider que, providencialmente, vino a desterrar al establishment bipartidista. Trump pudo haber sido candidato republicano o demócrata. Lo mismo daba en tanto pudiera apropiarse del partido en beneficio propio.
La premisa de hacer que Estados Unidos sea grandioso otra vez (make America great again), cual tarea de reconstrucción, avivó la llama de aquellos que se vieron perjudicados por decisiones de las cuales se vieron excluidos. La compasión con los inmigrantes, como ocurre en Europa y otros confines, refleja un problema serio, el de la integración social, si se resume en una lectura lineal: pago impuestos para favorecer a extranjeros que me quitan puestos de trabajo, envían a sus hijos a colegios públicos y utilizan nuestros hospitales. Falso, pero tan extendido como el discurso de odio de Trump, más allá de haber sido silenciado por Twitter y Facebook.