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El opio de los pueblos

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Acerca del golpe de Estado en Birmania
Acerca del golpe de Estado en Birmania

El otro día –a quién le importa– hubo un golpe de estado en Birmania o, si acaso, en Myanmar. Los militares que la habían gobernado durante décadas –hasta 2016– volvieron a cargarse a la señora que los peleó desde siempre y gobernó desde entonces, Aung San Suu Kyi, que tenía todo el prestigio de ser una víctima y perdió buena parte hace unos años, cuando victimizó a su vez a cientos de miles de rohinyás.

 

Todo lo cual –decíamos– no le importa a nadie. Y sin embargo la noticia me dio cierta nostalgia y ganas de revisar mi visita a aquel país que, hace un cuarto de siglo, cuando fui, era todavía más misterioso, más cerrado.

Este es el cuento, y algunas de las fotos.

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Martín Caparrós

La chica debe tener 22 años, o quizás 16, los labios muy de rojo carmesí y un extraño polvo de oro sobre las mejillas. La chica habla un inglés aproximado y se ríe tímida ahora, mientras me cuenta que ayer, en esta misma calle, 2000 estudiantes salieron en manifestación por primera vez en mucho tiempo.

–¿Cuánto tiempo ?

–No sé, yo no había visto nunca otros.

–¿Y qué hacían?

–Daban vueltas y vueltas, gritaban unos cantos. Estuvieron hasta las 3 de la mañana.

Los paseantes nos miran, tratan de ver qué hacemos o decimos.

–¿Y te parece bien o mal ?

–A mí no me parece. Estaban.

Dice, con sus brillos de oro en las mejillas y los ojos bajos, y yo quiero pedirle disculpas aunque no sepa cómo. Se está arriesgando demasiado. Aquí, en Birmania, cualquier charla puede costar muy cara. Los militares cobran. Es complicado hacer de periodista en un país donde cualquiera que te cuente algo se está jugando todo. La cuestión es interesante: ¿hasta dónde preguntar, cómo hacer para saber si el deseo de saber pone en peligro al que te cuenta? Y mi situación tampoco es clara. Birmania no da visas para periodistas: todavía en Bangkok, varios colegas me avisaron que, si me llegan a descubrir hurgando, la puedo pasar mal, y que la mitad de la gente que me cruce van a ser informantes de la policía. Aquí, en Birmania, la vida es sobre todo lo que no se dice, el silencio que se oye en todas partes..

Birmania tiene 670.000 kilómetros cuadrados, 47 millones de habitantes y limita con Tailandia, Laos, China, India y Bangla Desh. Hasta 1947, fue una colonia británica, la “arrocera del Imperio”. Ese año, los birmanos aprovecharon el descalabro inglés para independizarse. Los conducía Bogyoke Aung San, que no llegó a ver su triunfo: lo mataron, meses antes, sus aliados políticos en una reunión. Desde entonces se sucedieron distintos gobiernos, mayormente militares, y todo tipo de guerras entre las diversas etnias que conforman el país. En 1962, el general Ne Win, proclamó la “vía birmana al socialismo”. Durante 25 años, Birmania fue uno de los países más cerrados y desconocidos del mundo. Ne Win gobernó el país con mano de hierro y variedad de cábalas: gran creyente en las virtudes del número 9, hizo imprimir billetes de 45 y de 90, que todavía circulan.

En 1988, una sucesión de manifestaciones estudiantiles que pedían más libertad irritó al general: el 8 de agosto, sus hombres reprimieron una marcha en las calles de la capital y mataron alrededor de 3000 jóvenes. Poco después, viejo y cansado, Ne Win renunció y nombró a un reemplazante, el general Saw Maung, para que llamara a elecciones. Seis meses antes había entrado en escena la hija de papá.

Aung San Suu Kyi es la hija del padre de la patria, Aung San. Las hijas de los padres fundadores gobernando –democráticamente– el país de papá es el mayor invento asiático de estas décadas, junto con los autos baratos y los condones con escamas. Indira Gandhi en la India, Benazir Bhutto en Pakistán, Begum Khaleda Zia en Bangla Desh, Chandrika Bandaranaike en Sri Lanka y Megawati Sukarno como líder de la oposición en Indonesia son algunos ejemplos. Alguien debe haber elaborado sesudas teorías sobre estas herederas de repúblicas. La señora Suu Kyi es, seguramente, la más desafortunada de todas las princesas.

En 1988, la Señora tenía 32 años y, hasta entonces, había llevado una vida tranquila y pasablemente aburrida. Graduada en filosofía y economía en Oxford, funcionaria internacional, casada con un universario inglés, madre de 2 hijos, feliz dentro de un orden, todo cambió cuando su madre moribunda la llamó para que la acompañara en sus últimos momentos. De vuelta en la patria de papá, Suu Kyi se dejó tentar por su destino y aceptó encabezar la oposición democrática. En septiembre de ese año, tras la matanza estudiantil, los militares formaron una nueva junta de gobierno, el SLORC –State Law and Order Restauration Council– y lo celebraron matando a otros 1000 manifestantes. Una semana después, la Señora y los suyos formaron la National League for Democracy.

La pelea fue desigual.  En junio de 1989, el Slorc decretó el arresto domiciliario de Suu Kyi, pero anunció elecciones para mayo del año siguiente: la NLD las ganó con el 82 por ciento de los votos, y la junta decidió desconocerlas. La Señora seguía presa, igual que miles de opositores. En 1991, Aung San Suu Kyi recibió el premio Nobel de la Paz y se transformó en una figura internacional. Birmania ya tenía su heroína. Mientas tanto, en su país, su partido estaba casi inmovilizado, y así siguió hasta 1995, cuando consiguieron la libertad de la Señora, que sólo duró unos meses. En diciembre del año pasado, cuando empezaron las primeras manifestaciones en 8 años, los militares volvieron a encerrarla.

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Desde 1991, los generales del Slorc decidieron liberalizar la economía y aceptar inversiones extranjeras. Retomaron el modelo chino: implantar una economía de mercado sin abandonar el control social de los regímenes stalinistas. El resultado suele ser explosivo. Birmania sigue siendo uno de los países más pobres del mundo, con un PBI de 700 dólares por persona, un médico cada 12.000 habitantes y una ingesta calórica muy baja, pero ahora empezaron a llegar las tentaciones extranjeras. Vienen porque, en realidad, en Birmania hay mucha plata, pero es ilegal y la controlan unos pocos: Birmania es la primera productora mundial de heroína.

–Tenés que tener cuidado porque Birmania es un país socialista.

Me dijo, en cuanto llegué, el chofer del taxi ilegal que me trajo del aeropuerto y que, mientras tanto, trataba de comprarme dólares, venderme piedras o presentarme a su tía abuela.

–¿Qué quiere decir, un país socialista?

–Que nos tienen agarrados del cuello y no nos dejan hacer negocios. Si hacemos negocios, puede venir la policía y mandarnos a picar piedras.

No es tan cierto. El mercado negro está más que tolerado, y en las calles de la capital pululan fulanos que te ofrecen 160 kyats por dólar: el precio oficial es 6 kyats por cada uno, y los precios resultan sorprendentes. Me siento en la calle a comer con palitos de plástico usado unos fideos fríos con salsa de algún mar antiguo, que la cocinera manosea un rato para mezclar, antes de servirme. Parece que eso es importante para el gusto. Alguien decía que comer en un restorán lo que sale de cocinas secretas preparado por seres desconocidos es el mayor acto de confianza en el género humano. Comer en estos chiringuitos menjunjes sin siquiera nombre ni origen conocido no es confianza, es entrega: arrésteme sargento y lléveseme el hígado.

La calle hierve. En un zaguán, una madre de 30 peina a su hija de 15 interminablemente, como si no se decidiera a soltarla; 3 chicos hacen jueguito con una pelota de mimbre; una mujer con una gran sartén fríe buñuelos con olores y ruidos; dos perros se pelean por la cabeza de un pescado; dos hombres dicuten con las manos el precio de una bolsa de arroz; otros tres avanzan, casi doblados bajo el peso de las bolsas de arroz que cargan en el lomo; siete u ocho parecen hacer nada; un chico vende charutos de a uno; una vieja dormita sentada en el suelo, con las piernas en suave flor de loto. La sobrevuelan ejércitos de moscas. Y todo el tiempo pasan vendedores, chicos, perros, una mujer llevando todo su puesto de bananas en equilibrio sobre su cabeza, una nena con dos latas llenas de agua colgando de un palo que parece a punto de quebrarse. Los escupitajos rojos se hacen lluvia: todos mascan betel, la coca asiática, y escupen su saliva. No hay cálculos precisos, pero me parece a que veces un sólo esputo carga cuarto litro de agüita carmesí. Después de un rato termino mis fideos:

–¿Cuánto es?

–27 kyats.

–¿Cómo?

La mujer me vió la cara de sorpresa y empezó a hacer gestos de disculpas y terminó por decirme bueno, 22. Yo traté de pagar lo más rápido posible, no fuera a ser que me bajara más. 27 kyats –13 centavos de dólar– me parecieron poco, pero ella creyó que me dí cuenta de que me estaba cobrando demasiado caro. Por supuesto, en Birmania no hay precios fijos para nada.

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En realidad, en Birmania no hay –o casi– muchas cosas: pantalones. autopistas, hipódromos, ascensores –salvo en los grandes hoteles– pizza, apuro, comida para todos, prensa independiente, aceitunas, tetas –ni las mujeres ni los hombres usan–, pelados, cochecitos de bebé, música en inglés, zapatos, vino, telefónos públicos, orquesta sinfónica, ambulancias, 65 canales de tv, impermeables, computadoras personales, cuchillos –para comer–, corbatas, minifaldas, bifes, trabajo para todos, debate cultural, embotelladoras de cocacola, cocaína, álbumes de figuritas, medicina prepaga, soda, parlamento elegido, constitución votada, telos, curitas, embotellamientos, límites para la corrupción, vidrieras, estufas, medias –ni las mujeres ni los hombres usan–, y tantas otras cosas.

En cambio, hay muchos nombres para todo. Ahora, la capital se llama Yangon en vez de Rangún, y el país Myanmar, en vez de Birmania: empeñada en la renovación total, la junta cambió todos los nombres de lugares hace 9 años, pero los opositores no los aceptan.

Rangún/Yangon es una ciudad extensa, chata, con unos pocos edificios altos que aparecieron en los últimos años. Se supone que tiene 4 millones de habitantes: no es seguro, porque hace 20 años que nadie los cuenta. Las avenidas están llenas de pocos coches y muchos colectivos semienterrados bajo montañas de cuerpos pasajeros y todos tocan todo el tiempo las bocinas para simular que son más, porque al lado de cualquier capital asiática, Rangún es algo así como la nursery del hospital del Vaticano.

Las casas tienen una gran pieza abierta sobre la calle: allí, sus habitantes comen, trabajan, comercian, charlan o incluso duermen. Las casas birmanas son el sueño de cualquier voyeur. En muchas se ven televisores: suelen ser chinos, nuevos, grandes, de 181 canales y clavados en el único posible. La tele transmite cuatro horas por día: cantidad de cantantes birmanas muy vestidas, sin un centímetro de piel, rodeadas de coches lujosos, hoteles brillosos y hombres con pantalones, y un largo noticiero donde un locutor lee sin despegar los ojos de la hoja, con gesto de esfuerzo, como quien se puso los anteojos de su prima; de tanto en tanto aparecen imágenes de generales sentados detrás de una mesa larga. Birmania es el lugar perfecto para no enterarse de absolutamente nada: una de las pocas burbujas que en el mundo quedan. A una cuadra de mi hotel, en una de las avenidas principales, un viejo vende revistas viejas y, si uno pone cara de inciado, saca de bajo la pila de popular mechanics un diario de Bangkok viejo de una semana. Es maná, fresh news, y me quiere cobrar una fortuna: algo así como 34 centavos de dólar. En un lugar así, la diferencia oriental-occidental empieza a tener sentido y va quedando claro que la diferencia entre un francés y un argentino son, a primera vista, secundarias..

Aquí nadie se apura mucho. Todavía no compraron el espíritu capitalista que hace trabajar como sapos a todos sus vecinos; en Birmania, los negocios cierran 4 horas antes que en cualquier otro país de Asia, el ritmo de los trabajos es tranquilo y las calles están llenas de bares con unas mesitas de 20 centímetros de alto con banquitos de 10, donde todos toman interminablemente té con leche. Cualquiera diría que la principal actividad del birmano medio es ingerir su té con leche. Muchos de ellos son empleados públicos. De hecho, un par de veces entré en oficinas y estaban vacías. Les pagan entre 10 y 20 dólares por mes, así que se pasan el día en los barcitos, acechando negocios y cometas.

Hacia el fin de la tarde se les suman los otros: casi todo el mundo toma su té en la calle o en la puerta de su casa o choza, tras un baño en el patio, la vereda o el río más cercanos. El aire refresca, se oyen cantos antiguos y tachín de las radios. Los birmanos se jactan de tener un cierto arte de vivir pero, en estos días, un fantasma recorre la ciudad. En voz baja, con miradas furtivas, circulan los rumores:

–Ayer se juntaron los estudiantes cerca de Sule Pagoda.

–No, fue en la puerta de la universidad. Y llegó la policía y hubo un muerto.

–No, estuvieron en Shwe Dagón Pagoda, porque ahí no puede entrar la policía.

Nadie consigue, nunca, verlos, pero siempre hay quien dice que los vió.

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–Hay graves problemas en la tierra de Birmania.

Me dijo, con la voz más grave que pudo, un jovencito que se me acercó en el mercado. El chico tenía una mirada despierta y buena cara. Consiguió que me parara, hizo su pausa dramática, y se lanzó:

–En esta tierra, el 96 por ciento de sus pobres criaturas no son creyentes. Sólo el 4 por ciento hemos alcanzado la gracia del Señor. Pero yo sé que podemos repararlo. Yo he tenido una visión, donde el Señor me dijo que…

Supongo que no le habría hecho caso, de no ser porque estaba yendo a la Casa de los Pobres de las carmelitas descalzas, a ver a Ignacia y a Josefa:

–Si nos fuéramos de aquí, qué haríamos. Ahora dicen que en España también hay pobres, pero yo creo que los pobres más pobres de allí son ricos como los ricos de aquí. Si todos tienen casa, televisión, comida…

Las hermanas Ignacia y Josefa son españolas, franciscanas, y hace casi 50 años que llegaron a Birmania. Durante 20, atendieron un leprosario en Mandalay, pero el gobierno lo expropió en 1966 y las hermanas se vinieron a Rangún, a este convento. La hermana Ignacia es chiquitita y arrugada, ojitos astutos: una especie de Madre Teresa que no se hizo famosa, y dice que ahora todo es más difícil porque el gobierno está muy aliado con los monjes budistas y que usa mucho la religión para su propaganda.

–¿No vió usted on the TV ces jours, van et van con el diente de Buda? La grande pagoda la han construir, golden, para su diente.

La hermana Ignacia está en una silla de ruedas: mezcla inglés, francés y castellano, con buen acento vasco, y me cuenta que está indignada porque se han gastado millones en esa pagoda y que hicieron un agujero en el suelo, lo llenaron de joyas donadas y lo cerraron a cal y canto. Es cierto que la llegada del diente desde China es el gran evento de estos días:

–Everything for esa mauvaise diente peregrina.

Dice, y se ríe, y me pregunta cómo puede ser que el pobre Buda tuviera un diente de ese tamaño –grande como un dedo, me muestra, con el dedo:

–A ver si nosotras vamos a creernos esas cosas.

Dice la hermana Josefa, y las dos se ríen con sonrisas muy claras. Josefa es un poco más joven, tiene cejas potentes, las manos como piedras y una mirada entre la ingenuidad y el éxtasis. Las hermanas me han invitado con algo fresco y hablan, se cuentan entre ellas historias que vivieron juntas y que ya se han contado tantas veces. Y después me cuentan que escuchan cada noche a las 8 la BBC en birmano, que es la única forma de saber qué pasa, y que tienen muchos problemas para ir al leprosario de Rangún, a 30 kilómetros, en una zona donde están construyendo la carretera nueva a Mandalay, prohibida para los extranjeros:

–No sé si van a finir con esa highway algún jour. Avec esos mozos, pobrecitos.

–Pobrecitos. Criaturas del Señor. Con esas cadenas en los tobillos, que se ve que les hacen tanto daño, y trabajando allí tantas horas, al pleno rayo.

–Cuando nous allons, nosotras toujours stop y les damos cigarrettes y cookies, pobre almas.

Dice la hermana Ignacia, con un suspiro y las manos juntas sobre el regazo inerte: sabe que está hablando de lo que no debiera, y le brillan los ojitos mientras pone su mejor cara de resignación cristiana. Organizaciones de derechos humanos aseguran que en Birmania las obras públicas se hacen con trabajo forzado de los presos, pero hay muy pocos que los hayan visto, porque siempre suceden en las zonas prohibidas. Cuando los organismos internacionales le reprochan esas conductas, el Slorc suele contestar con un argumento regional. Fue Mahatir, el primer ministro de Malasia, el que dijo que la idea de “derechos humanos” es occidental y que en Asia la cuestión era distinta.

Miguel Rovira, periodista español en Bangkok, me contaba que una vez le preguntó a Norodom Sihanuk, rey de Camboya, qué pensaba sobre esa respuesta y el viejo rey le pellizcó un brazo:

–¿Le dolió?

–Sí, claro.

–A los asiáticos nos duele igual que a ustedes.

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1 comentario Dejá tu comentario

  1. Si no despertamos, este relato periodístico, es el futuro de lo que fue Argentina; ya estamos de bozal, para el resto, falta poco. Lo único BUENO, es que allí, el Coronavirus no existe.

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