Esta semana se dio a conocer el Índice Global de Democracia correspondiente al 2020. Este estudio es elaborado anualmente por la unidad de investigación de The Economist, considerando 60 indicadores que se agrupan en cinco categorías distintas: proceso electoral y pluralismo, libertades civiles, funcionamiento del gobierno, participación política y cultura política. Cada país recibe un puntaje entre el 0 y el 10, y en base a éste se lo clasifica como uno de los cuatro tipos de régimen: democracia plena, democracia defectuosa, régimen híbrido o régimen autoritario. Se analiza un total de 167 países.
Estos tipos de índices, al margen del prestigio internacional que pueden tener quienes los confeccionan, no están exentos de controversias y existen razones válidas para cuestionar su metodología. Por lo general, estos análisis tienden a exaltar en demasía las fortalezas de las democracias que, de forma consuetudinaria, se consideran ya consolidadas, incluso cuando los acontecimientos dan cuenta de una realidad más compleja. A pesar de esto, esta clase de estudios puede servir como un punto de partida para el análisis, tomando los datos cuantitativos y las clasificaciones con cautela.
La particularidad de esta edición es que muestra resultados muy desalentadores, ratificando un proceso sobre el cual advertimos en una columna anterior: el retroceso de la democracia en el mundo. El puntaje global del 2020 fue 5,37, se trata del peor promedio mundial desde que The Economist creó este índice en 2006.
Según el estudio, América Latina es la tercera región más democrática (después de América del Norte y Europa Occidental) con un índice promedio de 6,09 (0,04 unidades menos que en 2019). En la clasificación de democracias plenas aparecen solo tres países latinoamericanos: Uruguay (puesto 15º del ranking), Chile (17º) y Costa Rica (18º). La mayoría son democracias defectuosas, en este grupo aparecen las tres naciones más grandes de la región: Argentina (48º), Brasil (49º) y México (72º).
El informe sostiene que las cuarentenas impuestas por los gobiernos en la mayoría de los países y otras medidas de restricción aplicadas para hacer frente a la pandemia por coronavirus condujeron a un enorme retroceso de las libertades civiles. Gran parte de la ciudadanía consideró que evitar una pérdida catastrófica de vidas justificaba la pérdida temporal de derechos. El estudio penalizó a los países que suspendieron las libertades civiles, no permitieron un control adecuado del accionar del gobierno o limitaron la libertad de expresión, independientemente de que hubiera apoyo público a las medidas adoptadas. Esto se vio reflejado en una disminución generalizada del índice de democracia.
Aunque la pandemia sin dudas aceleró la tendencia, el proceso de erosión democrática es previo y con raíces muchos más profundas. En este marco, surgen algunos interrogantes a tener en consideración para pensar qué le puede deparar a la democracia de cara al futuro. El primero de ellos surge a partir de la derrota de Trump y la llegada de Biden a la Casa Blanca. Estados Unidos desempeña en el escenario internacional, más aún en el mundo occidental, un rol protagónico y muchas veces decisivo, por lo que un cambio en su agenda de política exterior tiene el potencial de generar transformaciones profundas.
Algunos guiños ya enviados por la administración Biden (como la decisión de volver a integrarse al tejido de organismos internacional eso de confrontar con regímenes autocráticos como el de Nicolás Maduro) podrían ser positivos, aunque por sí solos insuficiente para propiciar un cambio de tendencia. Sin embargo, el nuevo entorno será menos proteico para regímenes autoritarios o democracias de baja intensidad.
El segundo interrogante hace referencia a la fortaleza real y eventual debilitamiento de este tipo de gobiernos. En un contexto en el cual la ciudadanía alrededor del mundo acumula demandas insatisfechas, como consecuencia del Covid-19, pero no únicamente, lo esperable sería que todos los gobiernos a la larga se vean debilitados y deslegitimados. Esto podría afectar a todos los gobiernos en general, pero en un contexto en el cual, según el Índice Global de Democracia, abundan los regímenes autoritarios, podría ser el puntapié inicial para reclamar por más y mejor democracia.
Hasta ahora, los cambios que genera la globalización (en general positivos) provocaron el fortalecimiento de países como Rusia, China y Turquía y de sus respectivos gobiernos, en los que prima la concentración de poder en un partido, o en unas pocas personas (en extremo una sola). En este marco, el protagonismo adquirido por el líder opositor ruso Alexei Navalny, pone de manifiesto los cuestionamientos que comienza a surgir desde dentro de las sociedades hacia los líderes autoritarios y el temor que estos tienen frente a la posibilidad de que surjan desafíos a su hegemonía. Cómo navegaran los líderes autocráticos entornos domésticos tan complejos, con potenciales amenazas políticas y en contextos los que la recuperación económica de la pospandemia posiblemente demore más de lo previsto, es el último de los interrogantes clave que podrían definir el curso de la democracia en el mundo.