Sostener la
idea del agotamiento de los actos de habla en este momento histórico -como vengo
haciendo- y el agravamiento de la incomunicación real a pesar de la
multiplicación de los contactos entre individuos; así como también suscribir la
idea del agotamiento y vaciamiento de significados y la ausencia y pérdida de
sentidos de las cosas y los hechos no es otra cosa que hablar acerca de esto que
es, supuestamente, la realidad.
Sin embargo, nada de eso es original, ni en el contenido ni
en la forma. Por el contrario, es un comportamiento previsible de los seres
humanos consistente en expresar la tendencia reactiva de la mayoría a cambiar lo
existente cuando ya no les sirve o directamente opera en su contra.
Sería muy extraño que existiera un consenso mayoritario
acerca de supuestas bondades o excelencias de estos tiempos, como para que lo
“natural” consistiera en buscar su mantenimiento o conservación. Un análisis
grueso pero objetivo mostraría un tremendo crecimiento de las fuerzas materiales
a costa de un empobrecimiento hasta el patetismo de la variable humana en sus
fases individual y colectiva.
Mas el
observar la cara visible de la realidad conlleva necesariamente imaginar la cara
opuesta, es decir, pensar un mundo donde no exista lo que no nos gusta de la
primera, lo que consideramos malo o feo, o directamente inútil, mera hojarasca o
caparazón sin contenido. Ese sueño puede dejar de serlo si sumamos grandes
cantidades de claridad y energía para transformar esa realidad injusta e
insatisfactoria en algo mejor que es intuido aunque des o mal conocido
todavía.
De modo que
las sensaciones se anticipan a las certezas conceptuales y predisponen
favorablemente a los espíritus en dirección a los cambios. Pero los cambios en
estas condiciones inerciales constituyen un dejar de ser de algún modo
antes que empezar a ser tal o cual otra cosa distinta. Ciertamente, ello es una
estación de toda crisis, en la cual prima la respuesta individual a las
des-certezas colectivas recientes.
Y aun
cuando ése sea un primer paso necesario, los cambios deseados o preferibles son
de otra naturaleza, ya que resultan de procesos racionales en los que se enlazan
el desarrollo de la teoría que reconoce lo existente y lo impugna, con
la conciencia que mueve la voluntad, y ambas promueven la acción
colectiva sobre la realidad concreta.
Desde ya,
menciono acción no en código panfletario o ista, considerando que el
panfleto (todo panfleto) es funcional al discurso oficial desde 1945 a la
fecha. Es decir, funcional al discurso global del poder que inficiona todos sus
discursos-partes o despliegues parciales de la totalidad, lo cual lo torna
tremendamente sospechoso. Por tanto, decir acción en esta nota tiene otra
intención y otras representaciones muy distintas a las del culto de la acción.
Resumiendo, la acción que moviliza un proceso de cambio
aun sin llegar a éste, puede ser producida por la suma de muchas
individualidades pero sin afinación ni concierto ni rumbo, o bien un andamiento
preconcebido, elaborado, ensayado y echado a rodar, movilizado por un grupo, un
sector o una vanguardia.
La primera clase de acción es la más frecuente, aunque en
general es más difícil de reconocer morfológica y filogenéticamente,
precisamente porque no ha desarrollado debidamente su fase teórica. En tanto que
la segunda es titular de diarios y núcleo informativo singularizado que adquiere
identidad histórica destacada. Ésta modalidad se torna evidente; en cambio, la
primera hay que componerla …si se sabe hacerlo, pero si esto se logra puede
permitir un conocimiento tanto o más profundo de un proceso de cambios que otro
basado en el análisis de hechos de acción planificada.
De todos
modos, cuando la acción aparece y estalla en cualquiera de sus modalidades
sus consecuencias deberían ser miradas desde otras perspectivas situadas, para
no caer en el riesgo de reciclar los viejos códigos de significación imposible,
antes cuestionados, cuyo determinismo precisamente rechazamos.
Rechazar el presente, por tanto, no significa ser profeta ni
utopista. Es una respuesta predecible de la condición humana pero no en sentido
abstracto sino tal como ella ha sido construida en los últimos siglos.
Ahora bien, si esto es así realmente, el mundo se pondrá cada
vez peor, pero no por no descubrir nuevos caminos (aun sin saber a donde
conducen pero por lo menos sabiendo de dónde parten), sino por no saber
renunciar rápidamente a lo viejo, por ejemplo a los viejos conceptos.
Esto obliga a preguntarse en cuál de aquellos tres momentos
clásicos del proceso de cambios se encuentra Argentina y por qué. La
respuesta es, para nuestra mirada, en la crisis de la teoría, signada por su
inutilidad en gran medida para calibrar la realidad y su misma funcionalidad en
ella, su desnaturalización, esa pérdida de sentido vital que la atrapa y la
mantiene como un cadáver con valores de cambio pero sin otro valor de uso que el
de suministrar escapes y distracciones al aburrimiento y la desorientación de
los sectores letrados.
No decimos “en la crisis de la conciencia” (segura respuesta
mecánica de otras épocas) pues habría implicado dar por sentado la permanencia y
validez de una teoría determinada o de un estado colectivo de conciencia
doctrinaria como nos sucedió en los setentas cuando estábamos envueltos en una
nube de pensamientos míticos que en lugar de proyectarnos colectivamente al
futuro nos retraían al pasado. De haberlo hecho ahora representaría una posición
conservadora encubierta bajo formas aparentemente revolucionarias o
transformadoras.
En
consecuencia, todo está en crisis y casi no quedan certezas en este mundo de
doble standard jurídico y moral. Todo lo cual pone en tela de juicio, una vez
más, la función real de los intelectuales como componedores, intérpretes y
traductores de la realidad.
Incapacidad analítica o complicidad con el sistema que los
contiene y alimenta su estómago y su ego, son los términos aparentemente
antagónicos en que se enmarca la acusación.
Acusación
tampoco nada original y recurrente a lo largo del siglo XX y del presente.
Carlos Schulmaister