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Son todos mercenarios

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DE GUERRILLEROS Y UTOPÍAS
DE GUERRILLEROS Y UTOPÍAS

    "Son todos mercenarios". Así respondió Ernesto Guevara, en 1960 en La Habana, a Osvaldo Bayer, quien le hiciera ver que las fuerzas regulares de Argentina, superiores a las de Batista, tornaban dudoso su entusiasta pronóstico de  inexorable derrota.

 

    La frase inhabilita moralmente al Otro, al Enemigo, lo deshumaniza y bestializa como condición para su aniquilación “justificada”. Nadie mejor que Franz Fanon para este análisis. En consecuencia, a la violencia del enemigo debía oponerse una violencia mucho mayor. Al enemigo ni justicia, dirá Perón.

    Era un axioma: militares, gendarmes, policías, sin distinción de grados, eran mercenarios del estado burgués u oligárquico, malas personas, esbirros, sicarios; en cambio los revolucionarios, y los guerrilleros más aun, eran moralmente superiores a aquellos. Aquellos los indignos, éstos los dignos.

    El mito del guerrillero suponía el dominio de la teoría revolucionaria y un acendrado idealismo capaz de llevarlo al martirio en pro de la causa, mientras que el soldado de un ejército regular se concebía como un frío matador sin cerebro y sin límites morales.  

    En consecuencia, los métodos del revolucionario al alinearse con fines previamente considerados superiores (los de la liberación nacional y social) se consideraban superiores. Estamos hablando de violencia, de muerte, como metodología. La mística revolucionaria sentía a la violencia como digna y purificadora en función de la supuesta elevación de sus fines. Por tanto, la metralleta del guerrillero era un icono sublime de la mitificada épica revolucionaria anticapitalista y antiimperialista, pero en manos del soldado pagado por el Estado burgués era símbolo de muerte, más aun bajo una dictadura.

    El arma del revolucionario simbolizaba la vida superior: paradójicamente había que matar para vivir en una dimensión superior situada bien en la tierra liberada cuando se tomara el poder o bien en la gloria celestial o de la memoria de los supervivientes cuando las balas enemigas segaran la vida del combatiente.

    Ésta era la muerte más gloriosa posible para la ética y la estética romántica revolucionaria, que seducía tremendamente a los revolucionarios de filiación nacionalista, tanto que hasta era buscada inconscientemente como redención personal, lavado de culpas y utopía edénica post mortem.

    Hace falta creer en una causa trascendente del universo y de la vida para querer morir, para dejar la vida física tras una sugestión de vida espiritual supuestamente gloriosa e inmortal.

    Habitualmente el revolucionario marxista no procesa esa clase de obsesiones místicas, por lo cual siempre cuidará su vida para continuar en la lucha. Sin embargo, todos los dictadores comunistas han manipulado a su antojo y necesidad los sentimientos patrióticos y heroicos igual o mejor que los fascistas. Pero los jerarcas, cualquiera sea su ideología, no son místicos ni mesiánicos: fatalmente devienen realistas, pragmáticos… y oportunistas  -si no lo fueron siempre-. Una evidencia fácil: la mutua admiración y las fructíferas relaciones entre el almirante Masera y el “comandante” Firmenich…

    El revolucionario místico pondera los supuestos efectos del valor de su muerte como emblema para la lucha que continuará sin él. El valor del icono, de la imagen, de la estética y la poética revolucionaria al estilo latinoamericano demostró su tremendo peso en la captación del imaginario colectivo juvenil y en su poder de instalación para producir los compromisos sacrificiales que la epopeya reclamaba.

    Según Guevara, las cabezas del enemigo estaban vacías. Sin embargo, la mística revolucionaria, en realidad de fuerte raíz fascista, no fue exclusiva de los revolucionarios cristianos sino también de militares y paramilitares, no ya con caracteres ni fines revolucionarios ni humanistas sino como defensa de la tradición católica en versión derechista,  peligrosamente “amenazada por la subversión mundial”.

    Militares sin patriciado -la mayoría-, los unos de clase baja alta y media baja, posicionados en la oficialidad por su origen inmigratorio europeo, y los otros en la suboficialidad por descender de gauchos, indios y mestizos, sublimaban su angustiosa carencia de prosapia con una reeducación nacionalista que les proporcionaba una adscripción psicológica y espiritual compensatoria, a un nivel de trascendencia más digno y elevado supuestamente que la moral corriente de una sociedad caracterizada por ellos como fenicia.

    En este andarivel se podía ascender social y espiritualmente luchando por Dios, la Patria y la Familia, y trascender por medio de la muerte a la condición de héroe, según esta irracionalidad seudo religiosa.

    Tras estudiar la teoría contrarrevolucionaria -en proporción al grado- capellanes castrenses los confesaban y absolvían de antemano, les bendecían los santos rosarios al cuello y los arengaban  a bienmorir por Dios, por la Patria y por el mítico Ser Nacional, pregonado por peronistas de derecha e izquierda con ligeros matices diferenciales. Y luego, en orden cerrado, a cantar ardientemente tres veces “¡O juremos con gloria morir!”, haciendo la “V” de la victoria y cerrando el puño derecho, mientras en las manifestaciones callejeras los revolucionarios hacían lo mismo cambiando de puño.

    De modo que militares, gendarmes, policías y soldados también sentían llamados y apelaciones al corazón y la mente surgidos de un fondo mítico y mistificado moral y espiritualmente, que reclamaba el sacrificio de vidas propias y ajenas en redención de la Patria mancillada y de sus propias almas.

    ¡Lo mismo los de la derecha católica y los de la izquierda cristiana! El ejemplo de Jesucristo unificaba a los violentos en el símbolo de la entrega definitiva y total, como medio, como sublimación de la muerte, y como fin, como pasaje a la supuesta gloria inmortal.

    Admitamos entonces que Guevara se equivocó. En la guerra la muerte necesita siempre una justificación, cualquiera sea el bando. No tenerlo en cuenta ha hecho que unos violentos subestimen a otros violentos enemigos.

    La cultura de la muerte patriótica, alojada en el tuétano de  América latina y del resto del mundo, continúa la cultura religiosa del martirio, hija del cristianismo y el catolicismo. ¿Por qué no pensar humanamente que los bienes supremos, para quiénes crean en ellos, ameritan vivir y crear vida en lugar de quitar la vida propia y ajena?

    En 1982, con aquella tesis la dictadura nos llevó a secundar nuevamente la hipótesis sacrificial de la juventud para redimir unas islas que no supimos  reivindicar pacíficamente.

    En definitiva, la muerte sirve para unir a unos contra otros, ora internamente, ora contra otro país. Pero esa muerte, la única que existe, se disfraza de bien, de amor, de solidaridad, de redención, de purificación, de trascendencia, sea ésta de carácter divino o una mistificación comunitarista. Todo para que la guerra sea posible, puesto que con la mente fría y razonando la guerra se aleja de las manos, de los corazones y los cerebros.

    A eso se le llama patriotismo y soberanía. En el siglo XIX la Patria eran la tierra y las vacas; en 1982 el territorio. Parece que aun nos falta mucho para que sea amor al prójimo, es decir, al próximo, y a la vez a la humanidad.

    Si en orden al bien, la paz, el amor y el perdón son antagónicos y superiores intrínsecamente a la guerra, el odio y la venganza, el destino superior del hombre se halla sin duda en la realización de aquellos valores. Entonces, ¿por qué no abstenernos desde ahora de realizar aquello que sabemos que nos "inferioriza" y que habremos de lamentar? 

 

Carlos Schulmaister

 

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