Basta con ver las noticias para comprobarlo: la campaña electoral ya comenzó en la Argentina. Adiós a la mesura y la concordia que caracterizó a los políticos de distintos bandos durante los primeros meses de la pandemia. Lejos quedaron aquellas imágenes del presidente Alberto Fernández y el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, dando juntos los anuncios de políticas públicas a pesar de sus diferencias políticas. Ahora solo cuenta retener y captar votos.
Las elecciones de medio término —en las que se renovará la mitad de la Cámara de Diputados nacional y casi un tercio del Senado—, están previstas hasta el 24 de octubre, pero desde ahora ya están en marcha y nos recuerda una situación incómoda pero dolorosamente recurrente: no salimos nunca de las campañas.
Es una de las razones por las que la Argentina no puede superar sus problemas eternos: una crisis económica cíclica, la polarización (que llamamos “la grieta”) y los vacíos de planeación en los sistemas de salud, educación y justicia. La clase política está acostumbrada a poner “parches” a estos problemas para obtener votos, mientras se garantiza privilegios para sí, como volvió a dejar en evidencia la distribución de vacunas entre funcionarios del gobierno, sus familiares y allegados, el “vacunatorio VIP”. Hay vacunas para ellos mientras el resto debe esperar.
Pese al reiterado egoísmo miope de nuestros políticos, los argentinos seguimos cayendo en la tentación del cortoplacismo, que puede funcionar para ganar elecciones pero, como hemos visto en toda nuestra historia moderna, resulta terrible para nuestra economía y nuestra democracia. Llevamos décadas hablando de la necesidad de unos Pactos de la Moncloa criollos, una adaptación argentina de los acuerdos en España para modernizar el país y que prepararon el camino para uno de los periodos más prolongados de prosperidad ibérica.
Este año, cuando las circunstancias son potencialmente más graves que en el pasado para la Argentina, es momento de hacerlo en lugar de enfrascarnos en promesas cortoplacistas electorales.
Enfrentamos un escenario atroz: alta inflación, desempleo creciente, pobreza galopante, brecha educativa, inversiones en mínimos históricos, déficits fiscal y comercial, endeudamiento desbordante, corrupción enquistada, instituciones atávicas y pujas prebenderias. E incluso, en semejante contexto, tanto el gobierno como la oposición redoblan sus malas costumbres de ofrecer remiendos rápidos.
En un país con altas tasas de desempleo, de pobreza y de desigualdad, y tras un año pandémico en que miles y miles de alumnos se desconectaron del sistema educativo, algunas propuestas del gobierno y de la oposición resultan contradictorias (mantuvimos cerradas las escuelas, pero reabrimos los casinos y bingos).
Siguiendo la norma de nuestro irrevocable statu quo electoral, el gobierno de Alberto Fernández ya adoptó varias medidas que parecen efectivas en el corto plazo pero que significarán un dolor de cabeza para el ministro de Economía, Martín Guzmán, quien busca ordenar las cuentas públicas y sellar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Apenas horas después de que se anunciaran, la Casa Rosada retrotrajo un aumento de las prepagas médicas. También congeló las tarifas de servicios públicos durante meses para luego mantenerlas con rienda corta. Y pretende acotar la cantidad de contribuyentes de clase media que pagan el impuesto a las ganancias, mientras busca atar el aumento de los salarios y de las jubilaciones a la inflación para que esos ingresos empaten, como mínimo, la suba de precios.
Desde la oposición, también apelan al cortoplacismo. Siembran dudas sobre las vacunas contra la COVID-19, critican varias medidas que defenderían de estar en el poder y maximizan cada oportunidad que les ofrece este gobierno para desgastar al presidente y, más aún, para remarcar que su vice es quien manda en las sombras.
El problema es que esas medidas cortoplacistas no resuelven nuestros problemas de fondo y solo representa un alivio pasajero. Congelando durante unos meses las subas de combustibles o los seguros médicos no se solucionan los problemas económicos ni del sistema de salud. Lo mismo sucede con modificar la alícuota del impuesto a las ganancias cuando se estima que la inflación rondará el 50 por ciento anual. Y, cuando las inoculaciones pueden salvar vidas, es irresponsable alentar los miedos sobre las vacunas.
Si algo desnudan los anuncios de la Casa Rosada y las chicanas de la oposición es la virtual ausencia de propuestas de fondo, planeadas y factibles a los problemas que nos acechan históricamente. La Argentina debe reactivar en serio la economía, atrayendo inversiones suficientes para generar millones empleos y sacar a millones más de la pobreza. Más cuando las dosis de vacunas que el gobierno prometió para enero y febrero siguen sin llegar a la Argentina, y se acercan los días más frescos de otoño que pueden alimentar un rebrote de contagios. Acaso vuelva a ser necesario, aunque duela absorberlo, disponer cuarentenas, sean totales o sectoriales, tal y como ordenaron en el hemisferio norte.
La pregunta, por tanto, es si los argentinos reaccionaremos, buscaremos consensos —sin pretender ingenuidades— y los distintos bandos políticos, con la observación de los ciudadanos, afiancen un acuerdo.
Los Pactos de la Moncloa en España estuvieron lejos de ser un paseo en el parque. Conllevaron discusiones arduas, por momentos ríspidas y con portazos incluidos, entre sectores con ideas antagónicas. Pero en 1977 lograron acordar seguir un programa político y económico que estabilizó España, acechada por la pobreza y el posible regreso de una dictadura. Aquellos pactos, vale remarcar, fueron hijos de la necesidad, no de las conveniencias coyunturales.
Lo mismo tendría que pasar con el pacto argentino. Ahí, se debería acordar un régimen tributario más progresivo y sencillo, alejando de prebendas y subsidios a sectores como los empresarios, ni moratorias y blanqueos que premian a los evasores en desmedro de quienes cumplen. También tendría que definir los parámetros del fortalecimiento institucional del Poder Judicial y del Consejo de la Magistratura, para que sean independientes, de verdad, del poder político. Tendrían que acordar una educación para el siglo XXI, que remunere de manera justa a los docentes y prepare el camino a un plan realista de educación no presencial para futuras urgencias. Y, por supuesto, debería oficializar métodos específicos para evitar que los políticos obtengan beneficios de salud pública, como las vacunas.
Todos tendremos que ceder para salir adelante. ¿Los políticos estarán dispuestos a hacerlo? Y, más aún, ¿los ciudadanos seguiremos votando por promesas improvisadas o exigiremos finalmente un acuerdo que nos beneficie como país?