El malestar que provocó en la Iglesia la decisión del presidente Alberto Fernández de impulsar la legalización del aborto, en particular el empeño que puso en lograrlo en medio de la pandemia y de que sea aprobado en torno a la Navidad, empieza a reflejarse en declaraciones y gestos críticos hacia el Gobierno -por situaciones más que justificadas- que prometen ir en aumento.
Es cierto que también gravitó el criterio de darle un crédito en el primer año a todo mandatario que siempre en estas tierras recibe una herencia complicada. Como que también se abatió la emergencia sanitaria. Pero es evidente que los obispos ahora están mucho más dispuestos a expresar sus cuestionamientos cuando creen estar ante a flagrantes hechos de inmoralidad o atropellos.
En diciembre ya los obispos habían decidido no realizar la habitual visita al presidente de la Nación para transmitirle los saludos navideños, con lo cual quebraron una tradición de décadas. En cambio, optaron por enviarle una carta cuyo contenido se mantiene hasta hoy en reserva. No fue una actitud irrelevante porque los gestos cuentan mucho en una institución como la Iglesia.
Menos llamativa, pero también relevante fue la decisión del Episcopado de no enviar a ningún miembro de su conducción a la reunión informativa sobre el Consejo Económico Social que creó el Gobierno. Mientras entidades como la DAIA, la AMIA, la Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas y el Centro Islámicos enviaron a sus presidentes, por la Iglesia católica fue su jefe de prensa.
Aunque con casi nula repercusión nacional acaso porque no se generó en la ciudad de Buenos Aires, sino en el interior, fue la dura declaración que días atrás difundieron los 14 obispos del noroeste tras su encuentro anual, esta vez en Salta. En ella afirmaban: “La democracia se ve amenazada por la falta de respeto a la división de los tres podres, por la falta de independencia de la justicia”.
También advertían que la democracia “se viene debilitando progresivamente por la falta de escucha, diálogo y encuentro” y lamentaban que “muchos funcionarios de los tres poderes y dirigentes (políticos, sociales, sindicales, económicos, sindicales, e incluso religiosos) antepongan el bien personal, partidario o sectorial por encima del bien común, privilegiando a grupos y excluyendo a muchísimos ciudadanos”.
La más reciente constatación del endurecimiento de la Iglesia y de no dejar pasar por alto situaciones moralmente criticables se produjo cuando aún no se habían cumplido 24 horas de que se destapara el escándalo por las vacunaciones VIP. En efecto, sorprendió no solo la dureza, sino la velocidad con la que el presidente del Episcopado salió a criticarlo porque su institución suele tomarse su tiempo.
El obispo Oscar Ojea – de él se trata – afirmó sin vueltas: “Vivimos perplejos la politización de la vacuna”. Tras señalar que la inmunización “no se puede politizar” porque “es un bien de todos” y “tenemos que tener una gran delicadeza porque se trata de la vida y la muerte”, destacó: “Primero merecen recibirla aquellos que tienen la responsabilidad de los cuidados esenciales”.
En un año electoral clave para el oficialismo, el Gobierno seguramente ya tomó nota de que se le abrió un frente complicado con la Iglesia. Pero los obispos deben ser conscientes de que no hace falta la legalización del aborto para criticarle al poder político lo que debe ser criticado porque hace a su misión profética.
Eso no solo le hace bien a la dirigencia, en la medida en que se sienta interpelada - y en definitiva ello beneficia a toda la sociedad-, sino a la propia Iglesia de cara a la historia.