“Esto de Pfizer nunca se termina y nunca se termina”, dijo hastiado el exministro argentino de Salud, Ginés González García, con su voluminosa humanidad repantigada en el sillón, para arrancar una entrevista con Nicolás Wiñazki en su programa Ver y Rever, en TN.
“Necesitamos pedirles que bajen la obsesión que tienen con Pfizer”, suplicó su heredera en el cargo, la ministra Carla Vizzotti, con gestos de desesperación que se notaban aún detrás del barbijo.
Al día siguiente, el jefe de gabinete, Santiago Cafiero, además de tildar a la oposición de parecerse a “visitadores médicos”, calificó el fenómeno de “obsesión” por “ese laboratorio”.
Y en cierto modo, estos responsables del dramático desmanejo de la pandemia en la Argentina tienen algo de razón: en la Argentina hay una obsesión con la vacuna de Pfizer.
Esos inoculantes debían haber llegado antes que ninguna otra vacuna y de a millones, y podrían haber evitado muchas de las 38.000 mil muertes que se sumaron desde el arranque del año al saldo trágico de la pandemia, con un total de más de 80.000 argentinos fallecidos por el COVID.
Se calcula que, en promedio, cada 15 a 20 vacunas se evita una hospitalización, con los enormes costos y lucros cesantes que eso significa. La más básica lógica estaría diciendo a gritos: ”¡manden más y más vacunas!”.
Solamente en mayo, la auditora de medios Global News registra 18.712 menciones de Pfizer en los medios periodísticos argentinos. Pfizer hasta en la sopa.
Ginés, Vizzotti y el jefe de Gabinete tienen razón: en la Argentina hay una obsesión por esa vacuna desarrollada por el laboratorio alemán Biontech y producida por el gigante norteamericano Pfizer y que es considerada por la ciencia a nivel mundial la más efectiva en el combate al COVID. Pero lo más curioso es que la obsesión la generó el propio gobierno.
Algún día no muy lejano será estudiado académicamente por expertos en comunicación toda la (desastrosa) gestión de las expectativas en todo el manejo de la pandemia por parte del gobierno argentino: desde la cuarentena eterna de 2020 que nos iba a salvar de la pandemia y nos debía convertir en la envidia del mundo, hasta las increíbles promesas de millones y millones de vacunados que no tuvieron vacunas a tiempo y no pudieron evitar que la segunda ola, previsible desde fin de año, golpeara en el país como en ningún otro: hoy la Argentina ostenta el triste récord de estar entre los primeros países del mundo en contagios y muertes en proporción a su población, además de tener su sistema sanitario al borde del colapso.
Para entender la “obsesión” por la vacuna Pfizer que obsesiona tanto al gobierno, conviene echarle un vistazo al innovador marketing de Red Bull, analizado por los académicos de la comunicación como uno de los casos más innovadores de la historia del marketing. Una de las claves del marketing de esa bebida energizante que convirtió en un gigante a un pequeño emprendimiento austríaco fue “lograr” que algunos países prohibieran durante un breve lapso esa gaseosa.
Así, generaron la leyenda: “está prohibida en Francia”, por ejemplo. Era cierto, aunque la prohibición duró casi nada, hasta que confirmaron que una latita de esa gaseosa no era mucho más estimulante que un café con leche. Pero alcanzó para instalar el mito de que “está prohibida en Francia” y así generar más y más demanda: una verdadera obsesión.
El gobierno (ala Alberto) generó expectativas de que en la Argentina, como aquí se hizo la mayor parte de la fase experimental fase III, obtendríamos rápidamente grandes cantidades a un precio justo. Esto fue rigurosamente cierto, es a lo que se comprometió el laboratorio.
Después, entraron en escena las otras “alas” del gobierno. El entonces ministro González García, según una denuncia de Patricia Bullrich, empezó a poner palos en la rueda, como recomendar un “socio local” (a un laboratorio que ya está instalado desde hace décadas en el país) o pedir el “traspaso de la tecnología” o ceder a un local algún tramo de la logística. El exministro lo relativiza. La denuncia marcha hacia tribunales y así se verá si la líder del PRO consigue los testimonios que podrían ser devastadores para el gobierno o todo queda en la nada.
Después, vinieron la misteriosa cláusula de “negligencia” que introdujo la diputada kirchnerista Cecilia Moreau para espantar a los norteamericanos de Pfizer y las versiones chifladas de algunos voceros oficialistas de que el laboratorio pedía los glaciares o las Cataratas del Iguazú a cambio de sus vacunas.
Estos disparates no fueron casuales y respondían a un cambio de enfoque geopolítico impuesto por el Instituto Patria. Meses más tarde, quedó claro que el ala más K del gobierno acataba la línea Kremlin: para el mandamás ruso Vladimir Putin, su vacuna Sputnik no es una herramienta para salvar a la humanidad de la pandemia, sino para alinear a países pobres.
Quedó claro cuando se destapó la campaña de fake news sobre la vacuna Pfizer financiada por el Kremlin. Putin también está obsesionado con la vacuna Pfizer.
Mientras tanto, en la Argentina, pasaban los meses y no venía ninguna vacuna: la Sputnik empezó a llegar pero a cuentagotas. La de AstraZeneca, que debía empezar a llegar en enero, tardó cinco meses y recién empieza ahora a despachar en buenas cantidades. La china Sinopharm, considerada menos efectiva, dejó de llegar porque el líder chino Xi Jinping decidió vacunar primero a sus ciudadanos antes de festejar, en octubre, el centenario del Partido Comunista Chino.
Para colmo, con las pocas vacunas que realmente llegaban, los primeros en vacunarse fueron los propios funcionarios, sus familiares, militantes políticos y amantes. Esos funcionarios que se inoculaban en algún “vacunatorio VIP”, elegían después no comprar ninguna de las tres vacunas fabricadas por Estados Unidos: Pfizer, Johnson & Johnson y Moderna. Una elección ideológica y geopolítica tomada por quienes ya habían sido vacunados junto a sus familiares y amigos y estaban más tranquilos.
Y mientras todos nuestros vecinos de la región (excepto Venezuela, Cuba, Nicaragua y la Argentina) vacunaban a su población con la de Pfizer, los argentinos veíamos cómo Rusia decidía que para sus satélites del Tercer Mundo, sólo exportaría el primer componente de su vacuna, porque el segundo, más difícil de producir, debía quedarse “en casa”.
Así se rebautizó la Sputnik para el Tercer Mundo “Sputnik light”. Ya hay 7 millones de argentinos vacunados con la “light” que muy probablemente se queden sin refuerzo y solo tengan una inmunización “light”.
Ante estas perspectivas poco alentadoras, los argentinos pudientes sin vacunatorio VIP empezaron a llenar los pocos vuelos que salen de Ezeiza para ir a vacunarse a Estados Unidos. Los funcionarios y militantes tuvieron su vacunatorio VIP, y los argentinos de alto poder adquisitivo, iban en busca de las vacunas estadounidenses. El resto: la ñata contra el vidrio.
Pfizer y las vacunas estadounidenses se terminaron convirtiendo así en el “aspiracional” de los argentinos. Como en el caso de estudio de marketing de Red Bull, el gobierno argentino logró generar una verdadera obsesión por la vacuna de Pfizer. Lo que suena increíble es que desde el gobierno todavía se sorprendan y se obsesionen.
La Argentina por momentos tiene 45 millones de directores técnicos de fútbol. Por momentos, 45 millones de ministros de Economía. Hoy, la Argentina tiene 45 millones de infectólogos. Ellos ven cómo la Pfizer es considerada la vacuna más efectiva del mundo, recuerdan que el propio gobierno nos prometió millones de vacunados antes de fin de año y muchas dosis de Pfizer, y ve cómo en lo que va de la segunda ola de la pandemia, en el país ya murió tanta gente como todo el año de la primera ola por no contar con suficientes vacunas.
No se trata de una gaseosa energizante: se trata de la vida o la muerte. Es increíble que el gobierno se sorprenda con la “obsesión” que generó.
Como lección de marketing político, le queda al gobierno tratar de corregir los innumerables errores que está cometiendo en la gestión de la pandemia y demostrar que está en condiciones de aprender algo de sus propias “macanas” (Ginés dixit). Porque ahora que, mejor tarde que nunca, están empezando a llegar más vacunas, podría estar en condiciones de vacunar a un ritmo suficiente para aplanar la segunda ola.
Los infectólogos (reales) calculan que, movilizando al sector privado y las obras sociales, la Argentina podría vacunar a un ritmo de hasta un millón de personas por día. Pero como el gobierno se empecina en que se vacune de manera “épica” (solo en lugares “militantes”, unidades básicas, estadios o sedes sindicales) y no en los vacunatorios, clínicas y farmacias en los que toda la vida se vacunaron los argentinos, corre el riesgo de que -de tanta épica- aun con todas las vacunas que están desembarcando, no pueda llegar a tiempo para aplanar la curva de esta devastadora segunda ola.
La factura de tantas “obsesiones” puede llegar en septiembre y noviembre, en las próximas elecciones legislativas. Pfizer, esa obsesión autogenerada por el gobierno, va a jugar un rol importante a la hora de contar los votos.
La secta kirchnerista se obsesionó con Macri, se obsesionó con el setentismo anacrónico y fracasado, se obsesionó con que no hubiera clases presenciales, se obsesionó con aliarse con los peores dictadores y autócratas, se obsesionó con viajecitos a Cuba para vaya a saber qué negociados, se obsesionó con las prórrogas de cuarentenas, se obsesionó con un antiimperialismo que ya era viejo treinta años atrás, y resondiendo a los deseos de la jefa, se obsesiona con lograr la impunidad de ella. Pero como el kirchnerismo jamás de los jamases reconocerá sus errores y sus culpas, los obsesivos son los demás.