Nada evidenció más la dimensión del papelón internacional protagonizado por AF esta semana que la reacción de Jair Bolsonaro: aprovechó la oportunidad para tildarlo de racista mientras, magnánimo, mandaba “un cariño al pueblo argentino”, se felicitaba de cuidar la selva amazónica y lanzaba otras bromas menos pesadas para sintonizar con el ánimo de sus conciudadanos. El prestigio de nuestro país pocas veces quedó más por el piso ante nuestros vecinos y el mundo.
Es que los pifies de nuestro presidente ya son antológicos, y unos van tapando los otros, en una escalada de canchereadas que quedan en ridículo, torpezas que arrastran por el lodo la autoridad presidencial y patéticas explicaciones que oscurecen más de lo que aclaran.
Encima el presidente no se da descanso. Horas después de ofender a brasileños y mexicanos y quedar en ridículo en el mundo entero, se peleó con los peruanos, al felicitar al candidato de su preferencia, Pedro Castillo, antes de que terminara el recuento de votos. Y no habían transcurrido 24 horas cuando metió de nuevo la pata, al arengar a los asistentes de un acto oficial: “¡¡vayan y contágiense!!”.
Todo indica que el Alberto no está pasando por su mejor momento.
Aunque, convengamos, ya en su mejor momento el hombre anticipaba lo que se venía. Solo que muchos preferían ver, y propalar con entusiasmo “albertista” o “antigrieta” según los casos, que era el más rubio y de ojos más celestes de todos los estadistas que habíamos podido elegir como presidente.
Recordemos su insólita referencia a los dibujos animados de Bugs Bunny como instrumento de difusión de los vicios del neoliberalismo, cuando estaba a punto de asumir el gobierno. Tenía entonces, es de suponer, todas las pilas cargadas para ponerse al servicio del país. Y eso, no más que eso, fue lo que se le ocurrió ofrecer como pista intelectual del rumbo que iba a seguir: That´s all folks!
¿Cómo asombrarse entonces de que, meses después, dijera que Evo Morales era genial porque había sido “el primer presidente boliviano que se parecía a los demás bolivianos”?, un comentario pretendidamente reivindicatorio pero que desnudó un paternalismo reaccionario y racista que se ve Alberto lleva bien metido en el alma, por debajo de la fraseología “progre” adoptada cuando se hizo kirchnerista.
¿O que hace unos días haya dicho, muy suelto de cuerpo que “el capitalismo no funciona”? Claro, el capitalismo ni se dio por enterado, pero si le avisaran seguramente se pondría del lado de Cristina: es Alberto el que muy bien que digamos no está funcionando.
Ahí están también, en el arcón de los recuerdos, las explicaciones absurdas que ofreció sobre lo que significaría, según él, un “sano federalismo”, en la muy complaciente entrevista que le realizó Beatriz Sarlo poco antes de la elección de 2019: “alguna vez la ciudad de Buenos Aires va a tener que devolverle a las provincias todo lo que ellas le aportaron para que sea lo que es”. Una burrada que la entrevistadora, miembro destacado de la progresía culposa porteña, dejó pasar en silencio, y que sirve para entender algunos de los conflictos que tiempo después terminarían en manos de la Corte Suprema.
Como sabemos, desde entonces hasta hoy, mientras generaba con sus decisiones, cada vez más frecuentemente, conflictos constitucionales de ese tenor, se dedicó también a dar clases públicas de derecho constitucional, intentando explicar que poner a su gobierno a trabajar las 24 hs del día para desarmar las investigaciones de la Justicia contra su vice era la vía para recuperar la república y acabar con las infaustas “intromisiones del poder político en los tribunales”. Porque la premisa indiscutible sobre la que su gobierno se construyó fue que “Cristina es inocente de todo, siempre, digan lo que digan”. Cualquiera que le preste un poco de atención a afirmaciones de ese tenor, que casi textualmente pronunció también frente a Beatriz Sarlo, ante su completo silencio, advertiría que no resisten el menor análisis. Y carecen, incluso, de toda lógica: ¿cómo un gobierno podría definirse por la fe inquebrantable en la inocencia de uno de sus integrantes, postulada como guía para orientar sus pasos en relación a los demás poderes, y considerarse a la vez democrático y republicano? Pese a lo absurdo de esa pretensión, muchos, al menos hasta hace poco, seguían celebrando la auto presentación de Alberto como el más moderado y razonable de los peronistas y, por sobre todas las cosas, como “un hombre del derecho”.
Sumemos a todo eso que las afirmaciones altisonantes, para disimular la impotencia, se han ido volviendo cada vez más altisonantes, frecuentes, y desubicadas: ¿en serio hacía falta, justo ahora que la argentina ha sido calificada entre las peores gestiones de la pandemia en el planeta, y su economía pinta que tendrá el peor desempeño entre todos los miembros del G-20, que nuestro presidente vuelva a dar cátedra sobre lo que funciona y no funciona del capitalismo? ¿No le convendría ser un poco más modesto?
Y, la verdad que no: hay que entender la lógica que hay detrás de actitudes que, a primera vista, parecen solo desubicadas y ridículas. Las anima la experiencia de que conviene siempre desconocer los errores, negar toda responsabilidad y tirar la pelota lo más lejos posible. Así viene haciendo el gobierno con las vacunas, cuya escasez sigue sin explicación, con los muertos, que nunca, jamás, se mencionan en los discursos ni informes oficiales, con el enredo por la deuda, y con todos los problemas que en vez de resolverse, se agravan: o no existen, o son problemas de otros. Si la economía argentina hace agua, culpa del capitalismo, que no funciona.
Santiago Cafiero también dio el ejemplo, de ese modo entre infantil y bestial que lo caracteriza, en estos últimos días: al exponer en el Congreso su “informe de gestión” advirtió a los opositores que iban a “tener que rendir cuentas”. Como si eso no lo tuviera que hacer el gobierno; más aún, como si no fuera lo que él debía hacer justo en ese momento, en vez de armar un combo de camelos, agresiones y chicanas que, una y otra vez, en todos los temas, le servía para tirar la pelota afuera.
Es difícil imaginar, en síntesis, cómo podría emprolijarse un gobierno que está lanzado a zafar como sea con este tipo de recursos. Y que a cada paso que da suma más y más imprevisibilidad, inconsistencia, y por tanto, genera más desconfianza.
Lo sucedido el viernes con las escuelas de la provincia de Buenos Aires ilustra el punto, en un área que se ha vuelto crítica para la gestión de gobierno, para la opinión pública, y por tanto también para la campaña electoral. Y que es difícil imaginar que se pudiera manejar peor de cómo lo ha hecho el oficialismo.
Axel Kicillof, en una decisión intempestiva y muy poco fundamentada, optó por olvidar los números de contagios, a los que se había comprometido unas semanas atrás a atender como lo único importante y que justificaría mantener las escuelas cerradas. En realidad hizo algo aún peor: decidió camelear, afirmó que los contagios en la provincia se habían derrumbado (lo que no se condice ni con las cifras oficiales ni con las no oficiales), para poder atender a otros números, que cada vez pesan más en su ánimo, y con toda lógica: los de las encuestas. Que están indicando, por primera vez en estos últimos días, que el oficialismo podría perder la votación bonaerense. Así que abrió las aulas. Por fin una buena decisión, uno podría decir. Aunque sea por malos motivos.
Nadie lo esperaba. Ni siquiera el gobierno nacional. Tan es así que ese mismo viernes el ministro Nicolás Trotta, con los datos de contagios reales de la provincia en la mano, no con los trucados que usaría horas después Kicillof, se paseó por los medios advirtiendo que no era hora de reaperturas. Pobre Trotta, siempre llega tarde a todos lados, y queda peleando batallas que todos sus amigos ya han abandonado. Sería bueno que, al menos alguna vez, le avisen antes de dar volantazos.
Los contagios diarios en la ciudad bajaron, entre el máximo de abril hasta ahora, alrededor de un 50%, de un poco más de 3000 a alrededor de 1700. Con las escuelas abiertas. Los de la provincia bajaron, en el mismo período, de alrededor de 12000 a 9500, es decir, poco más de 20%. Con las escuelas cerradas. Obviamente, el problema no eran las escuelas, y por tanto está muy bien que las abran. Pero como Kicillof y su banda no podían reconocer que nunca debieron cerrarlas, y que todo lo que dijeron sobre el “asesino de niños y docentes” de Larreta era una bestialidad y una tontería, optaron por silbar bajito, camelear, y tirar la pelota afuera, disimulando su responsabilidad en el caos educativo en que sumieron a millones de niños y jóvenes, y en el desastre general que siguen generando alrededor suyo. Mientras pretenden, como hizo Kicillof ese viernes a la tarde, con cifras truchas para justificarse, que están “derrotando al virus” y van de acierto en acierto.
En suma, el desorden que reina en las gestiones de gobierno del FdeT está causando un daño cada vez más profundo e indisimulable en la sociedad, en su salud, en su educación, y sobre todo, en su economía. Y no parece que la campaña electoral vaya a ser capaz de poner orden en semejante desmadre.
Justo en el momento en que nuestro presidente aleccionaba al mundo sobre los problemas que va a enfrentar si no se saca de encima al capitalismo, su gestión económica se metía más a fondo, con el plan “aguantemos hasta noviembre”, en un callejón sin salida. O mejor dicho: en un callejón que tiene como única salida posible un nuevo descalabro. Pues ya no habrá forma de evitar que el manejo irresponsable de los compromisos financieros, de las cuentas públicas y los demás asuntos económicos acumulado hasta entonces termine en un estallido.
La deuda finalmente se va a manejar, de aquí hasta entonces, a nivel nacional igual que como viene manejando la suya la provincia de Buenos Aires, sin acordar nada y al filo de una ruptura de las negociaciones. Y como todos los esfuerzos por contener la inflación fracasaron, el gobierno se prepara, en vez de a corregirlos, a llevarlos a su versión más trucha: un congelamiento preelectoral, que “levante el ánimo” de los votantes. Congelamiento que en el mejor de los casos solo va a durar hasta que se terminen de contar los votos, tras lo cual la aceleración inflacionaria será inevitable. Mientras tanto, la bomba de las leliqs supera ya los máximos a los que llegaron las dos gestiones anteriores, así que el presidente y su ministro se desentienden: saben muy bien que solo va a quedar como opción licuarlas con una mega devaluación poselectoral, o sumar un nuevo default.
Lo único que trae un poco de alivio es que nada de esto es una sorpresa. La gran ventaja que ofrecen Alberto y su gestión es que no vienen “con el cuchillo bajo el poncho”, pues simplemente no tienen poncho, están como Dios los trajo al mundo. Nadie tendrá derecho por tanto a sorprenderse ante lo que se viene.
Todo sucede, además, en cámara lenta: hace meses que se estira una situación insostenible, que no va para ningún lado, en la negociación externa, así que a muy pocos les va a asombrar cuando sean los actores externos los que decidan si Argentina queda o no del todo fuera del mapa. Como tampoco nadie se va a sorprender si se anuncian más y más congelamientos electorales: ya los comerciantes se han podido anticipar, con la silenciosa tolerancia de los funcionarios, elevando sus precios antes de entrar al “Súper cerca”, último invento marketinero de Paula Español; y deben haber empezado enseguida a hacer la cuenta regresiva de lo que falta para que la medida se deshilache. Es súper entendible que lo hagan, porque de otro modo irían a la quiebra. Y los consumidores lo entienden muy bien, por eso ellos también anticipan compras, o se refugian en el dólar, si pueden.
Dada esta capacidad de anticipación y los consecuentes comportamientos defensivos, ¿puede preverse que también como votantes se protegerán de lo que se viene, acotando el poder de daño que hoy ejerce con pocos límites el oficialismo? Habrá que ver. Depende fundamentalmente de lo que haga la oposición. Y no alcanza que ella diga lo que ya todos saben, expresando la desconfianza y los temores y las broncas que campean muy orondos en el ánimo colectivo. Lo que la sociedad espera, o necesita, es que alguien sea capaz de abrir una perspectiva distinta para este país, prometer un futuro no solo diferente, sino verosímil, en ruptura con este orden decadente. Si lo que los opositores se proponen es solo “expresar el ánimo colectivo” no van a dejar muy en claro por qué cabría creerles que pueden ser algo “nuevo”. Dado que ese ánimo está demasiado atrapado en el presente como para ser más que la válvula de escape de un malestar reproductivo. La oposición debe hacer más, sobre todo algo más que declaraciones. Por más que sean más razonables que las del presidente. Eso no tiene chiste, lo hace cualquiera.