Los que viajan afuera son turros y egoístas, ya se sabe. Se la pasan hablando mal de la Argentina, y son en verdad los que más la perjudican, porque se llevan la plata. Se creen superiores pero después vuelven pues “allá no les va tan bien como esperaban”, etcétera, etcétera.
El resentimiento es lógicamente una cantera de potentes recursos políticos cuando todos nos sentimos frustrados, y no sabemos muy bien a quién echarle la culpa de la situación, para no echárnosla a nosotros mismos, ni tomarnos el trabajo de pensar con más cuidado los problemas que tenemos delante.
El gobierno lo sabe y ha encarado una lucha contra “los que viajan” que es la extensión de sus previas aventuras bélicas, que siguen también viento en popa, promoviendo el odio colectivo, contra los ricos, los porteños, los empresarios y las democracias pluralistas y desarrolladas, los que quieren las escuelas abiertas y en general todos los que molestan con sus críticas, o su mera existencia.
El mundo exterior, en este proceso de encierro mental y físico que viene impulsando, es una molestia cada vez mayor. En particular el mundo democrático y desarrollado. Que ya desde antes de la pandemia (ahora mucho más) era visto como fuente de amenazas y peligros de todo tipo: la exigencia de hacer cambios para ser competitivos, la negativa evaluación de nuestros gobiernos e instituciones, además de reclamos constantes de que cumplamos las reglas de juego, y devolvamos los préstamos.
Y como si todo eso no bastara, nos contagia con el virus, con la “inflación internacional de los alimentos” y se lleva a nuestros jóvenes más prometedores. Pareciera no darse descanso en su esfuerzo por jorobarnos.
Claro, esa versión de las cosas es entre forzada y ridícula, pues nos desresponsabiliza de todo lo que nos pasa. Bueno, justamente, de eso se trata: ningún esfuerzo está de más para lograr ese objetivo. Tanto batiendo el parche con que la “deuda es impagable” y “es el lastre que nos impide crecer y ser felices”, como cerrando Ezeiza, el gobierno transmite el mensaje de que la culpa no es nuestra.
Los récords de contagios y muertes no se deben a que hicimos las cosas mal y tenemos que dejar de hacerlo; la culpa es de otros, malvados que encima contagian, y de los que tenemos que aislarnos. Y el covid, convengamos, le ofrece una magnífica ocasión de desplegar la idea: viene de afuera, transportado por extranjeros y algunos “malos argentinos”, qué mejor que enfrentarlo con aislamiento nacional y popular. Nunca hubo ni habrá mejor ocasión de que la palabra “aislamiento” y el “interés nacional” vayan juntitos.
No importa, por tanto, que en Estados Unidos haya habido hasta aquí muy pocos casos de la variante Delta del Covid. Ni importa que todos los que viajan a esos pagos, de ida y de vuelta, lo hagan con sendos PCRs negativos, bien controlados, mucho mejor controlados que acá, y allá sean vacunados apenas bajan del avión, mientras acá aún espera su primera dosis buena parte de la gente en situación de riesgo, no hablemos de la segunda.
Ni tiene mayor sentido preguntar por qué obsesionarse con los aviones, si nuestras fronteras terrestres son un colador (Gómez Centurión dixit), en particular con Bolivia, Paraguay y Brasil, porque es obvia la respuesta: los viajeros en estos casos no se acomodan a la tipología del “enemigo nacional”, el “ricachón egoísta contagiador y odiador serial” que el oficialismo está promoviendo para alimentar, él sí muy concretamente, el odio colectivo.
Como también carece de sentido preguntar por qué Ezeiza es un caos desde que empezó la pandemia, hace un año y medio, y nadie del gobierno ha siquiera intentado mejorar sus controles. Ahora tampoco lo están haciendo: delegan a las provincias que se arreglen como puedan para hacer el seguimiento de sus respectivos viajeros. Por tanto es muy probable que les resulte tan difícil manejar a 600 personas por día como fue hacerlo con 2000. La ineficacia del aparato estatal y de los gobernantes no se detiene en esos detalles numéricos.
Cualquiera desde el sentido común podría pensar, incluso, que a Argentina le convendría hacer todo lo contrario de lo que está haciendo: estimular los viajes a Estados Unidos y a otros destinos similares, para lograr que toda la gente que pueda se vacune fuera del país, gratis y con antivirales bastante más efectivos que los que nosotros tenemos para la variante Delta (a quienes viajan por poco tiempo a EEUU les aplican en los aeropuertos la Johnson & Johnson, que con una dosis protege contra esa cepa tanto como las dos dosis de Pfizer).
Pero eso no es lo que le conviene al gobierno argentino. Él necesita demostrar que tener contacto con esos países es malo, que debemos pasar a la fase superior del “vivir con lo nuestro”, que consiste en “encerrarnos para sobrevivir”. Que es en verdad lo que las autoridades necesitan para seguir donde están. El modelo Corea del Norte, o más cerca en nuestra geografía política, Formosa.
Daniel Gollan, el ministro de Salud bonaerense, lo dijo muy claramente, sin darse cuenta de lo que decía, como siempre le sucede: “las decisiones de unos pocos no pueden afectar las libertades de millones”. Creía estar hablando de “los pocos” que viajan afuera, pero en verdad su afirmación le calza mucho mejor a “los pocos” que nos gobiernan y deciden cualquier cosa, atropellando la Constitución y las leyes, con la excusa de la pandemia, para volver “a millones” totalmente dependientes de ellos.
Y Carlos Bianco, el jefe de gabinete de Kicillof, completó la idea: explicó que las restricciones a los viajes al exterior en avión obedecen a la “irresponsabilidad de la gente”, constatada en una muy difusa estadística que ofreció, según la cual el 40% habría incumplido la obligación de aislarse al regresar al país. Si esos números reflejaran un control estricto y exhaustivo de las autoridades bonaerenses cabría preguntarle a Bianco qué hacían ellas a continuación, tras verificar el incumplimiento. Respuesta: nada. Lo cierto es que más que una estadística lo que expuso Bianco fue una sospecha: confesó que lo que vienen haciendo es “llamarlos por teléfono” y que “se dieron cuenta de que les mentían”, ¿cómo?, vaya uno a saber, ¿tomando luego alguna medida para cerciorarse o resolverlo?, no, ninguna, ni siquiera un seguimiento de casos sospechosos, o de una muestra de ellos, ni una de 10 ni una de 100 casos, nada. De nuevo, el número de gente a controlar es lo que menos importa.
La guerra continuó, y escaló, a través de la propia Cristina, en una intervención que es de lo más violento y brutal que se haya visto o escuchado en la política argentina en décadas.
La vice participó de un acto en Lomas de Zamora el miércoles, junto a Axel Kicillof, y tras hablar pestes de la oposición, porque “promueve el odio”, “nos endeudó para alimentar la especulación financiera”, etc, le advirtió que “va a tener que rendir cuentas” (cuando eso es lo que le toca hacer ahora más bien a su gobierno, pero bueno, es la idea detrás de esa obsesiva mención de la deuda, que se hable de otra cosa). Y ligó todo eso con los viajes al exterior:
“Creo que en el fondo no quieren a la Argentina. Siento que a los que odian es a los argentinos y no lo quieren decir. Se quieren ir y no se pueden ir algunos”.
Linda forma de promover un éxodo a la venezolana: el mensaje fue “son ellos los que se quieren ir, y si no pueden o no se deciden, démosles un empujoncito”. Los opositores vendrían a ser viajeros frustrados, a los que hay que dar ánimos para que realicen su “sueño”, se vayan y no vuelvan, definitivamente.
Como siempre, la capacidad de Cristina de vender gato por liebre con sus palabras, y de agredir de la forma más brutal, pero simulando que se dice algo muy razonable y “normal” es extraordinaria. No estaba exagerando demasiado el diputado Wolff cuando sostuvo que este fue uno de sus discursos más fascistas.
Para no quedarse fuera de la fiesta la Casa Rosada hizo también su aporte. Con el foco siempre preferido por Alberto Fernández y Santiago Cafiero: la culpa de que decenas de miles de argentinos estén varados, según ellos, sería de nuevo de Larreta, que no habría hecho los controles correspondientes; así que le reclamaron que “imitara a la provincia”. ¿Haciendo qué, llamadas por teléfono para ver qué onda?, ¡¡pero si el propio gobierno bonaerense acababa de reconoce que no había podido controlar a nadie!!, ¿qué es lo que habría que imitar? La campaña oficial viene con todo.
¿Qué es lo que revela todo este enredo? Además de una falta de temor al ridículo, y una deriva fascistoide alimentada probablemente en partes iguales por el miedo y por el gusto, que la ilusión de darle ribetes de “autoritarismo eficaz” a la estrategia sanitaria del FdeT, que la acompaña desde el comienzo, lo va a seguir haciendo hasta el final.
El oficialismo hizo una apuesta a comienzos de 2020: que su intervencionismo entre protector y punitivo, en ambos casos draconiano, se legitimara con la excusa del Covid. Demostrando que era el remedio necesario contra esa amenaza, contra la supuesta indisciplina causada por los “individualismos” imperantes en la sociedad, y contra las también supuestas ineficiencias de las democracias para combatir emergencias de esta naturaleza. Esa idea estuvo detrás de la cuarentena eterna, de las igualmente innecesarias restricciones a la educación presencial y a muchas otras actividades poco o nada riesgosas, y está detrás del alineamiento cada vez más entusiasta con Rusia y China y en contra de las democracias occidentales.
No es una estrategia que pueda decirse esté dando buen resultado: lo que padecimos hasta aquí fue un giro autocrático que produjo no solo daños graves a las libertades, a la economía y a la vida social en general, sino también una gestión confusa, desarticulada, increíblemente torpe e ineficiente. Pero el gobierno igual insiste. Espera que a la larga las resistencias se quiebren, y lo que quede en pie sea solo el Estado, escudo contra quienes quieren perjudicarnos. Y nos convenzamos entonces de que él “nos cuida” o, al menos, que no hay nadie en condiciones de cuidarnos de él, así que mejor acomodarse a su imperio. Esa es la apuesta. En septiembre y noviembre sabremos si les funcionó.