Con la conformación final de las listas de candidatos, los comicios comienzan a tomar forma. Sin embargo, mientras los dirigentes concentran sus esfuerzos en la contienda electoral, buena parte de la ciudadanía se mantiene apática y desencantada de la política. Una reacción comprensible tras diez años de estancamiento y tres de crisis profunda. Las frustraciones acumuladas (principalmente en materia económica) provocan que en la Argentina de hoy prevalezca el escepticismo respecto a las respuestas que puede brindar el sistema político, independientemente de cuál sea la oferta electoral. En este marco, hay poco lugar para la proyección: la inmediatez predomina en la sociedad, que por los vaivenes propios de la realidad argentina y el pesimismo respecto al futuro no puede planificar sus vidas más allá del muy corto plazo, y en la clase política, que hace tiempo carece de una hoja de ruta clara para marcar el rumbo del país.
Los presidentes argentinos no solo no proyectan la Argentina del futuro, ni siquiera parecen esbozar el sendero de su propia presidencia; y si lo hacen, es con un exceso de voluntarismo y entusiasmo que los lleva al fracaso. En este sentido, Mauricio Macri y Alberto Fernández se parecen bastante. En los primeros dos años de su presidencia ambas administraciones mantuvieron niveles altos de gasto público y desbalances macroeconómicos que evitaron o no lograron corregir. Esto obligó al gobierno de Cambiemos a tener que implementar un fuerte ajuste a partir de la crisis de 2018 (cuando los mercados financieros se cerraron para la Argentina) y lo mismo podría suceder con el Frente de Todos, luego del acuerdo con el FMI.
La dinámica tradicional de la política argentina marcaba que los años pares eran de mayor ajuste u ordenamiento (relativo) de las cuentas fiscales y los impares (años electorales) de expansión del gasto público y mayor derroche. De hecho, el kirchnerismo conoce muy bien esta dinámica porque se profundizó durante los años de Cristina Kirchner en la Casa Rosada. Está lógica se rompió durante el gobierno de Macri. La desidia, los errores de diagnóstico y las alabanzas al “gradualismo” se combinaron para que la administración de Cambiemos se privara de impulsar una agenda de transformaciones profundas entre 2016 y 2017.
En vez de eso, se valió de un fuerte endeudamiento y cierta continuidad con la política económica previa para postergar la transición hacia una macroeconomía más sustentable. La crisis le estalló a Macri en 2018, seis meses después de las elecciones de medio término por carecer de un programa consistente que, a la vez que generara confianza en los mercados financieros, hiciera al país menos dependiente de estos. A partir de ese momento, la apremiante coyuntura le quitó al gobierno todo margen de maniobra y se vio obligado a imponer un ajuste duro y caótico en los últimos dos años del mandato de Macri. Finalmente, el mercado hizo, la corrección que el presidente se negó a hacer.
Así, el atraso cambiario, el congelamiento de las tarifas públicas y los subsidios crecientes en otros rubros como el transporte, generan una acumulación de inconsistencias que, a medida que pasa el tiempo, serán cada vez más difíciles de corregir.
Hoy el déficit no solo se financia con emisión sino también con una gran masa de leliq que emite el Banco Central sobre los cuales algunos economistas comienzan a advertir. La corrección será inevitable en el corto plazo, más aún si, como se espera, el gobierno prevé alcanzar un acuerdo con el FMI después de las elecciones, ya que el organismo internacional requerirá un sendero fiscal y monetario claro.
En este escenario, al igual que le sucedió a Mauricio Macri, el presidente Fernández podría estar obligado a impulsar un ajuste de las cuentas públicas después de los comicios que, por el tamaño de la tarea, se extendería hasta 2023, cuando el oficialismo busqué conservar la presidencia. Sorpresivamente para algunos, quien mejor percibe esto es la vicepresidenta Cristina Kirchner.
Por eso, en el acto de presentación de las candidaturas del oficialismo responsabilizó, pero también convocó a la oposición para avanzar con la negociación de la deuda. La vicepresidenta percibe que cualquiera sea el resultado de la elección, Argentina se dirige a una corrección que implicaría un menor margen de maniobra para implementar políticas expansivas y que la etapa más populista del gobierno podría estar agotándose por el eventual acuerdo con el FMI y por los límites que impone la realidad.
La autopercepción de debilidad inicial provoca que los presidentes tengan temor de encarar una agenda más ambiciosa que permita encarar los problemas estructurales de la economía argentina como el déficit fiscal, la inflación y la falta de competitividad. Sus mandatos transcurren, la ventana de oportunidad se cierra, el margen de maniobra se reduce y los costos potenciales crecen. En definitiva, se torna una profecía auto cumplida: la apreciación que los mandatarios tienen de ellos mismos y sus gobiernos al sentirse incapaces es lo que limita su política económica y atenta contra ellos mismos.