El tipo pasaba por la vereda del Congreso
cuando vio aquel cartel construido de acuerdo a las más avanzadas normas
tecnológicas y comunicacionales: “Estamos trabajando para usted”.
Más allá de lo conmovedor del aviso el caso se prestaba a
equívocos debido a la ubicación del cartel. ¿Lo había colocado la Municipalidad
porteña porque estaban arreglando la calle… o era un mensaje de los honorables
miembros del Poder Legislativo de la Nación? Mientras se rascaba la cabeza sus
ojos se llenaban de admiración. Cada vez que venía a la Capital pasaba por allí
pues la magnificencia arquitectónica del Congreso, y especialmente la de su
soberbia cúpula, le hacían experimentar en lo más recóndito de sus entrañas una
desbordante sensación de plenitud física, intelectual y espiritual, cual reflejo
de aquel entusiasmo y optimismo que sintieron sus primeros ocupantes. Y eso no
porque el tipo conociera historia argentina sino porque todo mundo habla muy
bien de esa época.
De pronto, un prepotente pilón neumático lo sacó de sus
cavilaciones perforándole los tímpanos mientras su cerebro se encomendaba
desesperadamente a la sacrosanta imagen de “la enfermera nacional”, ésa que pide
silencio con un dedo sobre su boquita de labios fruncidos. “¡Ése es el cartel
que está faltando –pensó-, máxime tratándose de este recinto lleno de
pensadores!”
Rumiando esos pensamientos entró enseguida en un ciber de la
cuadra siguiente y sin saber porqué escribió en el buscador “Cámara de
diputados”. Al instante aparecieron sitios correspondientes a la Cámara Baja del
Congreso Nacional, a las legislaturas provinciales y a las de otros países.
Clicó varios links hasta que en uno lo asaltó un mensaje intermitente que lo
invitaba a ver escenas reales de los diputados debatiendo en el recinto. Clicó,
siguió las indicaciones… era una legislatura provincial… pero algo no
funcionaba: las imágenes permanecían estáticas.
Veamos, se dijo, armándose de paciencia. Sólo se veían
tres escenas. La primera tomada a las trece horas: todos los diputados sonreían
entre sí o mirando al presidente de la cámara. Era el momento en que sus
miembros manifestaban regocijo (¡qué demodé!), beneplácito
(lo mismo), complacencia, o satisfacción por el ensanche de la
calle tal; o porque el niño Fulano ganó el concurso internacional de ikebana;
porque se anunció la realización del Primer Concurso Provincial de Balero
Electrónico de la Provincia de Mgrrtflp (sic); felicitando a los
ganadores del concurso de poesía del taller literario de Mrgñljzt de la
ciudad de Zlftjrj; por cumplirse los diez años de la salida al aire de la
FM Zglfyjin; y cosas así, profundamente enraizadas en las vivencias
profundas de la conciencia nacional y el socavón mineral… (¡perdón, eso no… eso
era de los setentas!).
Luego venían los plácemes, las enhorabuenas y
los felices augurios con motivo de cumplirse un nuevo aniversario del
tránsito a la inmortalidad del vate Zutano, nacido en el barrio Brsjkmt;
o el cumpleaños Nº 37 de la ciudad de Zlsdjl (no confundir con otra
parecida).
Al ver todos esos rostros distendidos, exultantes de
confianza y esperanza en el futuro “que entre todos estamos construyendo”
le pareció que afuera debía hacer un lindo día de sol así que se apuró para ver
las dos escenas restantes. Esta vez tuvo miedo: los mismos rostros estaban
serios, algunos con cara de perro, con los dientes apretados, con los ojos
inyectados en sangre y con los puños crispados, mirando con odio hacia el
presidente, el cual ni fu ni fa al igual que los miembros de su bloque.
¡Qué estaría pasando, por Dioooooos…! Lo comprendió
inmediatamente: y no era para preocuparse ya que es cosa de todos los días en la
noble labor de los legisladores: es el momento de expresar pesar,
preocupación, rechazo o inquietud por esto o aquello,
por lo de acá, de allá, de más allá y más acá, y lo
de acullá por supuesto, además de un nutrido etcétera, todo lo
cual da un contundente mentís a los injustos estereotipos (engendrados por
quienes se especializan en poner piedras a la vida de las instituciones) acerca
de que los legisladores no hacen nada.
Apurándose para salir a tomar aire pasó a la última escena:
los mismos de antes, en los mismos lugares pero al anochecer. Ellos con las
corbatas flojas, sin sacos, con barba incipiente algunos, con los puños de las
camisas arremangados, tirados sobre los sillones más bien que sentados. Ellas
revolviéndose en sus bancas, comiendo un bocadito de aquí y otro de allá; otras
leyendo un mensajito de texto en el celular, seguramente muy estimulante, de
algún colega de otro bloque; en eso vio a dos “pensadores” durmiendo sobre sus
bancas (sic) pero levantando a intervalos regulares el párpado superior del ojo
que daba a la cámara (a la cámara de televisión)…
¡No si… no cualquiera...! ¡Son años de entrenamiento! Más
allá, otro hacía exactamente lo mismo, pero valiéndose de unos libros apilados
lograba mantener enhiesta la izquierda sufragante mientras sostenía la pensadora
con la derecha (¡qué extraordinaria metáfora!, ¡tan real!). Y más allá todavía
había alguien dedicado a percutirse el tímpano con frenéticos movimientos del
meñique mientras su cara delataba creciente satisfacción.
Claro, era el momento del ocaso… estaban agotados. Para colmo
el Presidente insistía en votar una tracalada de asuntos. Ya llevaban como 8
horas extras que no les pagarían nunca por esos prejuicios infundados acerca de
los legisladores.
El tipo dejó el ciber pensando en la importancia de la
tecnología. Él era maestro en una escuela hogar de un paraje rural, donde los
alumnos y sus padres eran muy pobres. Gracias a la Internet y las computadoras
había podido tener una impresión en vivo y en directo de lo que constituía (sin
que él lo supiera) el 80 % de los proyectos presentados por nuestros
representantes políticos.
Dicen que le van a dar una computadora gratis a cada
alumno, pensó, pero también deberían darnos una a cada maestro…
Por desgracia, en el paraje donde estaba su escuela no
llegaba la señal de Internet.
Ya vendrá…, se consoló.
De pronto recordó el molino del patio para producir energía
eólica, corriente eléctrica digamos. ¡Hacía veinte años que estaba descompuesto
y nunca el gobierno lo reparó! Claro, también tenían electricidad por cableado,
pero últimamente se estaban robando kilómetros de cables, por lo que en
cualquier momento la escuela podría quedar a oscuras.
Ya llegará alguien…, se dijo, queriendo parecer
optimista mientras miraba a su alrededor.
Salió del ciber. De lejos vio las escaleras del Congreso y se
fue acercando de nuevo. El cartel volvió a dispararle “Estamos trabajando
para usted”.
Quiso sonreír, total –pensó- el país se maneja
realmente desde acá… Pero sólo le salió una mueca.
Carlos Schulmaister