Una de las conquistas de las últimas décadas ha sido el reconocimiento de que todo ser humano, sólo por el hecho de serlo, se encuentra amparado por derechos humanos que el resto del componente social no le puede arrebatar de manera lícita, porque es el titular de dicha potestad inalienable.
No se trata de que estos derechos los reconozca el Estado ya que no son concesiones que se encuentren dentro del ámbito de su competencia; ni tampoco dependen de la nacionalidad ni de la cultura a la cual pertenezca la persona.
Por ello, son considerados derechos universales que alcanzan-sin limitaciones- a todos los habitantes de la tierra.
Con la pandemia del SARS-COV 2 del año 2020, la absorción de poderes supremos por parte de los gobiernos de diferentes naciones; el gran negociado de los laboratorios y farmacéuticas en connivencia con la corrupción de parte del estamento político-sanitario con más el cercenamiento de los derechos sociales, hemos vueltas a épocas pretéritas cuando la intolerancia y la discriminación eran las reglas que imponía el oscurantismo en el mundo.
Hoy en día ser un “no vacunado” es un estigma que cotidianamente divide y genera más grietas, pero que fundamentalmente señala y discrimina a quienes eligen – según sus propias convicciones- no inocularse un experimento que no garantiza inmunidad, NO transmisibilidad, ni seguridad.
En pos de revertir este escenario propongo reflotar “el derecho humano inalienable del estado serológico de cada individuo”, esfera que no puede ser violada, ni conculcada a través de ninguna argucia por parte de los Estados, ni de los sectores privados.
Lo que hoy en día se ha dado en llamar “vacunas” no son otra cosa que experimentos autorizados por emergencia y que no se encuentran licenciadas o aprobadas.
Pero, aunque así fuese, si no pueden garantizar inmunidad, no transmisibilidad y seguridad no hay manera de imponer una exigencia de vacunación obligatoria sin estar afectando gravemente el “derecho humano al estado serológico” que le compete, exclusiva y excluyentemente, a cada individuo que habita este planeta.
Desde este punto de vista y con las consideraciones expuestas el “derecho a NO vacunarse” constituye un derecho absoluto.
Exigir un carnet o pase sanitario, o como lo quieran llamar los hacedores del “terror”, es tan grave como reclamárselo a un infectado por HIV o por una enfermedad de transmisión sexual o por alguien padece hepatitis viral.
Reitero el concepto, poco importa si es una enfermedad de propagación infecciosa comunitaria (hay muchas otras que también lo son) sino que los vacunados no están exentos de adquirir la misma enfermedad.
Eso es lo que implica discriminar, porque además empieza a pesar el hecho de que un “no vacunado” se podría autopercibir discriminado cuando se le colocan barreras de cualquier índole.
Más aún cuando existen tratamientos preventivos y/o de cura y la próxima aparición de antivirales que se administrarán oralmente y mucho antes que este experimento complete las fases protocolares “normales”, y no sólo las de emergencia.
Negarles a los “no vacunados” acceso a lugares públicos, a los diferentes empleos, a circular libremente o afectando cualesquiera de sus derechos civiles y/o políticos importa una discriminación gravísima con directa afectación de sus derechos humanos.
Los derechos humanos y la salud pública comparten un objetivo en común: proteger y promover el bienestar y los derechos de todas las personas y desde el punto de vista de los “derechos humanos” la única forma de hacerlo es fomentando la protección de los mismos y la dignidad de aquellos que se ven o se sienten discriminados o directamente advierten que sus derechos son menoscabados desde los estamentos del poder.
La Declaración y el Programa de Acción de Viena, que fueron aprobados en la Conferencia Mundial de los Derechos Humanos en junio de 1993, afirmaron que los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes porque están íntimamente vinculados entre sí.
Los Estados están obligados a proteger los derechos humanos y las libertades individuales fundamentales de conformidad con las normas internacionales de los derechos humanos.
El “Derecho humano al Estado Serológico” respecto a alguien que decide NO vacunarse, por equiparación, está amparado por instrumentos internacionales vigentes, tales como: La Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, la Convención sobre eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, la Convención sobre la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles Inhumanos o Degradantes y la Convención sobre los Derechos del Niño, sin perjuicio de otros instrumentos regionales, a saber: Convención Americana sobre Derechos Humanos, el Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos de las libertades fundamentales y la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos que imponen también a los Estados obligaciones aplicables en tal sentido.
Asimismo, existen convenciones y recomendaciones de la Organización Internacional del Trabajo que se enfocan en el tema del “estado serológico de los individuos” tales como las normativas de la OIT relativas a la discriminación en el empleo y la ocupación, la terminación del empleo, la protección a la intimidad de los trabajadores y la seguridad y la salud en el trabajo.
A pesar de ello, hemos visto que los Estados se vienen arrogando facultades de limitación a estos derechos en circunstancias definidas, argumentando sus políticas con conceptos semánticamente anémicos, como lo son: salud pública, derechos de otros, moralidad, orden público, bienestar general de la sociedad y seguridad nacional.
Pero todas son “chicanas” para eludir tener que respetar la prevalencia del derecho natural y con el claro objetivo de mantener un control que restringe derechos a su máxima expresión.
La clase política ha cooperado directamente en el plan articulado, porque bien saben qué aunque hayan sancionado leyes lo hicieron con irregularidades manifiestas y avasallando todo tipo de derechos y garantías.
Más allá de promocionar una vacunación obligatoria con un producto sin eficacia ni seguridad, fabricado entre gallos y medianoches y a las apuradas y afectando los derechos de la comunidad toda, no han reparado en las mínimas obligaciones que deberían haber respetado: la obligación de proveer y difundir toda la información necesaria y adecuada sobre las vacunas contra el COVID-19 (obligación ineludible de los Estados) que contribuyan a fortalecer la credibilidad en las instituciones de salud pública y en el conocimiento de base científica.
Esa información (eludida ex profeso y hasta garantizando la confidencialidad de los proveedores otorgándoles un verdadero “bill de indemnidad”) debe ser de calidad, objetiva y oportuna y culturalmente apropiada, además de poner el acento en la seguridad y efectividad de las mismas con base al mejor debate que derive en evidencia científica creíble y constatable; toda vacuna que los Estados vayan a suministrar debe contar con el consentimiento previo, libre e informado de la persona que lo recibe.
O sea, los prestadores de servicios médicos deben suministrar informaciones sobre la vacuna contra el COVID-19 y la misma debe ser oportuna, completa, comprensible, clara, sin tecnicismos, fidedigna y que tome en cuenta las particularidades y las necesidades específicas de las personas.
Obviamente que esto era de cumplimiento imposible porque estamos frente a un experimento que desconocemos fehacientemente lo que contiene y los efectos a mediano y largo plazo, aunque en el corto plazo estamos observando fallas graves en evitar aquello para lo cual se elaboró: no evitan ni los contagios, ni la transmisibilidad, ni las muertes.
Es decir, si se siguiese el parámetro básico de una normativa -que es su razonabilidad- todo el enjambre de restricciones se sostiene sobre un castillo de naipes y sólo satisface la petición de los mandantes que son grupos monopólicos con intereses y poderes ilimitados, capaces de comprar voluntades o acallar a los que tienen una visión diferente.
Mientras los Estados no puedan erradicar la corrupción en el ámbito de la investigación, elaboración, componentes, distribución y aplicación de las vacunas y medir los resultados diferenciados de los efectos diferentes entre vacunados y no vacunados, cualquier obligatoriedad que pretenda imponerse será absolutamente nula, de nulidad absoluta, sin perjuicio del dolo grave que entraña poner en grave riesgo una vida humana.
En el ítem “acceso a la información pública” es obligación de los Estados desplegar mecanismos de monitoreo y fiscalización sobre la fabricación, adquisición, acceso, distribución y aplicación de la vacuna, así como registrar efectos adversos inmediatos y de mediano y largo plazo.
Esto se complica si no existe voluntad ni recursos para permitir que la justicia investigue seria y diligentemente los posibles actos de corrupción, intentos de captura de los Estados, influencia y presiones indebidas y/o abuso por parte de los actores públicos (sin importar al partido al cual pertenezcan) o privados en perjuicio de los derechos humanos.
Y en los justiciables (deberían apartarse quienes se hayan vacunado) debe primar el concepto de que el orden jurídico tiene su arraigo en la naturaleza humana, que debe ser expresado en el derecho positivo, al cual, por lo ya dicho le está vedado contradecir los imperativos del derecho natural.
A partir de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 la intangibilidad de los derechos naturales implica limitaciones absolutas al alcance de competencias del poder público.
Y la derivación que ha tenido en los mencionados derechos humanos ha permitido que su objeto fuese siempre y en todo lugar la tutela de la libertad, la seguridad y la integridad física y moral de las personas.
Como lo ha afirmado la Corte Interamericana de Derechos Humanos, “en la protección de los derechos humanos está necesariamente comprendida la restricción al ejercicio del poder estatal” (Corte I.D.H, la expresión “leyes” en el artículo 30 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, Opinión Consultiva OC-6/86 de 1986. Serie A Nº 6,22).
El Derecho al Estado serológico ha sido formalmente reconocido como inherente a la persona humana, por lo cual ha quedado definitiva e irrevocablemente integrado a aquellos derechos cuya inviolabilidad debe ser respetada y garantizada.
La dignidad humana no admite relativismos, de modo que sería inconcebible que lo que se reconoció ya como un atributo inherente a la persona, pretendiera dejárselo sin efecto por una decisión gubernamental.
Y el “derecho a No vacunarse” entendido como un “derecho al Estado serológico” es una garantía con la que cuenta el individuo muy a pesar que los Estados con los subterfugios ya mencionados sobre conceptos “semánticamente anémicos” nos quieran hacer creer que velan por los intereses de la sociedad y que los pueden limitar a su antojo.
Esa es una falacia de la que se vale el poder (público o privado) para arrogarse derechos que obtuvieron sin derecho. Y esto es lo que debemos resistir, las imposiciones irrazonables.
El artículo 27 de la Convención Americana de Derechos humanos establece claramente que los derechos que constituyen el núcleo central de las garantías otorgadas NO PUEDEN SER SUSPENDIDAS BAJO NINGUNA CIRCUNSTANCIA y entre ellos el derecho a la vida, a la integridad personal, a prohibir la esclavitud, a prohibir la discriminación, la libertad de conciencia y todas las garantías judiciales para hacer valer estos derechos.
Desde el punto de vista de la bioética y desde la perspectiva kantiana, como máxima universal, es fundamental señalar que el ser humano NUNCA puede ser utilizado como medio científico o clínico para un supuesto desarrollo, sino que debe ser el fin último de toda investigación científica.
Algo que se ha visto como común denominador en los procesos de vacunación contra el COVID-19 es que se privaron a las personas del consentimiento y no existió revisión ética de los protocolos de investigación y experimentación. De allí la importancia del consentimiento informado, total y absoluto, y de los comités ético-científicos.
Toda la terminología anfibológica que se utilizó a nivel mundial tuvo como objetivo únicamente la experimentación clínica con seres humanos con finalidad farmacéutica, la cual impacta en los cuerpos.
En cambio, no se consideró la investigación científica genética con seres humanos, pero fuera de los cuerpos, y cuyos resultados pueden arrojar en corto plazo una trasgresión de los derechos humanos de las personas sometidas a las pruebas.
En nuestro país la Ley 24.472/1996 creó los Comités Hospitalarios de Ética cuya función podría describirse como un órgano encargado de promover los programas de promoción de la salud y prevención de la enfermedad; divulgar y vigilar el cumplimiento de los derechos y deberes de los usuarios y velar por la calidad y oportunidad en la prestación de los servicios.
En el 2011 por Resolución del Ministerio de Salud Pública de la Nación Nº 1480 aprobó la Guía para Investigaciones con Seres Humanos y sus objetivos que resulta interesante en razón de los documentos nacionales e internacionales en se basó para desarrollar la guía y que curiosamente, y con una falta absoluta de bioética, han omitido cumplimentar.
No es un dato menor que estas y otras normativas prescriben un decálogo regulador que sustancialmente expone las obligaciones a que deben ajustarse los galenos y por ende las autoridades del sector: el médico investigador tiene el deber ético de proteger la salud y la vida de las personas que aceptan ingresar al plan de experimentación-investigación; brindar preeminencia al respeto de la autonomía de los individuos por sobre los intereses económicos de los laboratorios y compañías farmacéuticas que patrocinan el producto y sus actividades lucrativas. La persona científicamente investigada es poseedora de fundamentales derechos humanos que no pueden violentarse por fines comerciales y/o científicos; evitar intereses personales, institucionales o comerciales en pos de buscar una mejor salud pública; la investigación con seres humanos no es una práctica científica que se basa en el ensayo-error para conocer datos relevantes de medicamentos e cuanto a efectos, posología, etc., ya que se requiere profesionalismo y ética del investigador; cumplimiento estricto de la normativa nacional e internacional que garantiza los Derechos Humanos, definiendo claramente los derechos de los pacientes que participan en la investigación para evitar que luego sean ignorados y/o invisibilizados ; el paciente a través del consentimiento informado debe recibir la información adecuada, no de palabra, sino por escrito, para así evitar confusiones, engaños o asimetrías; el respeto irrestricto de los protocolos de investigación ya que los informes médicos no son suficientes. La investigación médico-científica debe seguir una formalidad tal que todo quede documentado y verificado en los protocolos que deben aprobarse, ampliarse o modificarse por los comités éticos científicos.
Enrique Dussel , eximio filósofo, ya había advertido sobre la dependencia que se suele vincular a la industria farmacéutica y sobre todo respecto del concepto de enfermedad que se ha creado a tal fin, esclavizando y explotando a los enfermos convirtiéndolo en un “cliente obligado” y absolutamente dependiente, como una mera mediación para permitir el aumento de la tasa de ganancia de la industria farmacéutica, de los sistemas públicos y privados de salud y del gremio “autoprotegido” de médicos como los únicos conocedores iluminados del poder monopólico de sanar las enfermedades (Dussel, E. (2001). Algunas reflexiones sobre la falacia naturalista. Dianoia, Año XLVI, número 46, pág. 65/79).
Cuando los Estados esgrimen la salud pública para limitar Derechos Humanos infringen el principio de la NO discriminación, especialmente cuando se utiliza la “estigmatización de los NO vacunados” para otorgar un trato diferenciado respecto al acceso a la educación, el empleo, la atención sanitaria, los viajes, la seguridad social, la vivienda, etc.
Insistir en esta línea de pensamiento significa volver a abrir puertas que se habían cerrado, porque si el sector público y/o el privado logran imponer tangencialmente el requisito de acreditar una vacunación que no es obligatoria y esto sienta precedentes judiciales, luego volverá la avanzada contra los que padecen HIV, los inmigrantes que puedan ingresar distintas enfermedades o grupos más proclives a ser violentos o adictos, o la excusa que se le ocurra a cada quien, lo cual implicará desatar viejos demonios que parecían controlados por diversas normativas que fueron evolucionando con el desarrollo de la humanidad.
El Derecho Humano a la intimidad se ha limitado durante años por exigencias de pruebas obligatorias y las publicaciones de los estados serológicos por ejemplo con los pacientes que padecen HIV. Esto fue zanjado por el cúmulo de normativas nacionales e internacionales que pusieron fin a dicho abuso.
Pero hoy el argumento vuelve a reiterarse al exigirle a los individuos en general y a los NO vacunados en particular que acrediten su estado serológico, lo cual afecta en Derecho a la Intimidad de la persona que en todo caso se hace para justificar la privación de la libertad de elección o la segregación respecto de un vacunado, que a tenor de lo que vemos en el mundo está en igualdad de condiciones frente al SARS-COV 2 (COVID-19).
Hoy ningún científico serio puede afirmar que los vacunados (aún con dosis triples) no se enferman, no contagian o no fallecen y menos aún que hayan adquirido seguridad de algún tipo cuando el experimento se desarrolló apartándose de las exigencias formales respecto de la historia de la creación de vacunas y cuya inocuidad a mediano y largo plazo no se encuentra confirmada más que por una mera expresión de deseos.
No involucionemos, de lo contrario el “supuesto” remedio terminará siendo más nocivo que la propia enfermedad.
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