Pese a que desde hace tiempo cambió su nombre por el
de Myanmar –nombre reconocido solamente por las Naciones Unidas y por la
Unión Europea- a todos resulta más cómodo seguir llamándola Birmania. El
país más grande del sudeste asiático, que padece gobiernos militares desde 1962,
está sufriendo en los últimos años un feroz recrudecimiento represivo, traducido
en los miles de presos y perseguidos políticos, los torturados, el trabajo
esclavo, las múltiples violaciones –se “obsequia” a los soldados la posibilidad
de elegir a la víctima que deseen durante los desfiles organizados en los
cuarteles, a los que se obliga a asistir a la población-, el reclutamiento
forzoso de niños utilizados tanto por el ejército como por la guerrilla, y el
éxodo de todos los que puedan escapar del país hacia la vecina Tailandia.
La actual junta militar
está encabezada por el general Than Shwe, y es la que acumula más
reclamos internacionales por flagrantes violaciones a los derechos humanos. Por
si no fuera “suficiente” con los padecimientos de la población mayoritaria, los
militares se dedican prolijamente también a perseguir y diezmar brutalmente a
las minorías étnicas, conformadas por las etnias Karen, Mien, Akha y Lisu. Con
un 90% de mayoría de religión budista, la particularidad reside en que los Karen
son cristianos, a la vez que integran la guerrilla opositora al régimen. Otros
grupos guerrilleros son aliados de los militares y a su vez cómplices de éstos
en el tráfico de heroína a gran escala. Cabe recordar que el país forma parte,
junto con Tailandia y Laos, del denominado “Triángulo de Oro”, desde
donde surge la mayor parte de la heroína que viaja al mundo occidental y de
donde se surtiera en su momento la CIA para mantener drogados a los soldaditos
que eran enviados por Estados Unidos a combatir a Vietnam.
En 1990 los militares
decidieron, en un presunto ataque de democracia, dar la oportunidad de
elecciones libres. Fácilmente se impuso en las mismas la Liga Nacional para
la Democracia, elevando a la presidencia a su líder, Tin Oo. Pero esa
brisa democrática duró lo que un suspiro, ya que nunca dejaron gobernar al
presidente electo, que hoy, ya anciano, languidece en la cárcel de Sagaing. Al
año siguiente, en 1991, quien heredó el liderazgo de ese partido, la abogada
Aung Sang Su Kyi, hija de un histórico político asesinado, recibió el Premio
Nobel de la Paz, aunque durante las dos últimas décadas ha permanecido arrestada
por los militares, primero en la cárcel y actualmente bajo arresto domiciliario.
De todas maneras, Su Kyi ha contado desde entonces con un creciente apoyo
popular, y enormes multitudes suelen concentrarse frente a su domicilio, desde
donde ella les dirige una arenga.
Aung Sang Su Kyi
No hubo mayores cambios en
Myanmar desde la toma del poder por los militares, salvo el de su capital
tradicional y ciudad con mayor número de habitantes, Rangún. Desde 2005, la
capital pasó a ser la ciudad de Naypydaw, aunque sigue siendo aquella la que
nuclea la mayor parte de la actividad comercial, administrativa y también las
expresiones disidentes. En medio de la repulsa del mundo occidental al régimen
imperante, Myanmar tiene los sólidos apoyos de sus vecinos India y China, que
además son sus más importantes socios comerciales. Incluso China mantiene una
base militar en la isla Coco, con el fin de monitorear la actividad naval india.
En 1988 fueron asesinadas
en el país 10.000 personas, pero el mundo exterior poco y nada supo de
ese genocidio, ocurrido un año antes de la matanza de la plaza Tienanmen, en la
capital china. Las únicas imágenes que muestran muchos de esos asesinatos son
propiedad de la empresa televisiva japonesa NHK, que impidió que las
mismas fueran reproducidas por las televisoras occidentales con el fin de
“no desestabilizar al régimen militar”. Otro particular y contradictorio
enfoque de los nipones, que exhiben tanta bondad para proteger al máximo a sus
niños y ancianos como crueldad para masacrar indiscriminadamente ballenas y
delfines.
Pese a la violencia
represiva, en Myanmar se habían podido escuchar a partir de los últimos años
esporádicas voces de protesta en medio de marchas súbitamente organizadas, si
bien rápidamente reprimidas. Sin embargo, tanto los discursos cargados de fe
democrática de Aung Sang Su Kyi como la prédica de los muy respetados monjes
budistas están haciendo eclosión en los últimos días.
Además del “hambre” de
democracia de los birmanos y su rechazo a la continua represión militar, el
detonante fue el aumento de combustibles dispuesto por la junta
gobernante, lo que insumirá una mayor inflación y más pobreza para
la población. De allí que ésta ha ido perdiendo el miedo y ha comenzado a
acompañar las marchas encabezadas por los monjes.
Y cuando comiencen a
notarse aún más los efectos del aumento en los combustibles, serán muchos más
también los que se sumarán a las expresiones de protesta.
Y un día dijeron: ¡Basta!
Desde hace poco más de una
semana, desentendiéndose de las advertencias del gobierno militar y de la
amenazadora presencia de camiones llenos de soldados a su paso, los monjes
budistas vienen llevando a cabo todos los días pacíficas caminatas por las
calles de Rangún y de otra de las principales ciudades birmanas, Mandalay.
Son acompañados por simples
ciudadanos, trabajadores, comerciantes y estudiantes, cuya cantidad va creciendo
diariamente en número, y que al igual que los monjes son atacados a palos ante
alguna repentina orden de un oficial que intenta disolver la marcha. Pero
vuelven a reagruparse. Y siguen marchando.
Esta confrontación con los
monjes ha comenzado a preocupar a los generales, ya que los religiosos son muy
respetados en un país en que, como se dijo anteriormente, el 90% de su población
es budista. Por otra parte, estos son momentos particularmente delicados para el
gobierno militar, que luego de una Convención Nacional sentó las bases para
redactar una nueva Constitución, claro que permitiéndose a sí mismos
continuar en el poder.
Y todos sabemos, incluso por experiencias no muy
lejanas, que el poder cuando más pretende eternizarse más se desgasta, sobre
todo cuando se trata de un poder acentuadamente antidemocrático que genera, más
tarde o más temprano, el rechazo de todo un país.
Será entonces cuando la
junta en el gobierno piense en el viejo refrán popular birmano que advierte que
el régimen militar tendrá problemas “cuando los tres hijos de la nación
unan sus manos”. En este juego de palabras, para los birmanos “los
tres hijos” son los monjes, los estudiantes y los soldados.
Los dos primeros ya han unido sus manos. Es muy
probable que en poco tiempo más los soldados rasos y de rangos más bajos, que
provienen del propio pueblo y cuyas familias también son sojuzgadas y
empobrecidas por el régimen, unan sus manos a las de monjes y estudiantes.
Entonces habrá llegado
quizás el momento en que los militares en el gobierno de Myanmar deban pensar
seriamente que todo termina. Que llegó el momento de acabar con los abusos de
todo tipo, las persecuciones políticas, la cárcel y la tortura para los
disidentes, la esclavitud y el uso compulsivo de niños, muchos de ellos de once
y doce años de edad, como soldados, mientras otros son secuestrados por la
guerrilla y ya son expertos en la realización de sangrientos atentados.
Si como espera el mundo
libre –que en estos días observa atentamente a Myanmar- la junta militar birmana
da finalmente ese paso atrás, la posibilidad de que Aung Sang Su Kyi pueda
acceder a conducir los destinos de su país dará nuevas esperanzas a un pueblo
que las perdió hace más de cuarenta años.
Tal vez pronto terminen de
completar su unión “los tres hijos”, y la vieja Birmania logre resurgir
en este convulsionado sudeste asiático.
Carlos Machado