La solidaridad ayuda a ser más felices no sólo de manera individual, sino también a nuestro entorno. Nuestra capacidad de poder empatizar con los demás es una cualidad única en nosotros como seres humanos, nos permite poder entender a los demás, y es entonces cuando poniéndonos en la piel de otros podemos llegar a conocer su situación e intentar ayudar a que ésta mejore. La satisfacción que sentimos al ver que somos útiles para otra persona, es lo que nos causa felicidad.
Siendo voluntario, no sólo se ayuda y aprende el verdadero significado de ser solidario, sino que también se conocen otras maneras de vivir y pensar, por medio del intercambio cultural que se produce, y sin duda, son y serán experiencias únicas y enriquecedoras.
Existen cientos de motivos para hacer un voluntariado. Es una decisión muy personal que se debe tomar valorando las razones que nos mueven, nuestras inquietudes, capacidades y aptitudes, como también las necesidades de la sociedad o el entorno. El trabajo voluntario es dinámico y sus beneficios son de distinta índole.
Convertirse en voluntario quiere decir implicarse, sentirse útil, sentirse parte de algo, sentirse necesario. En muchos casos estos sentimientos mejoran la autoestima y al mismo tiempo nos ayudan a salir un poco de nosotros mismos y suavizar el egocentrismo que muchas veces reina en nuestras vidas.
Estas dos últimas semanas estuve colaborando como voluntario en la casa de Corrientes en Buenos Aires recibiendo, seleccionando y empacando las donaciones que la gente entregaba para colaborar con el desastre producido por los incendios en esa provincia. Hasta el momento logramos cargar veinticuatro camiones que llegaron a destino con todo tipo de mercaderías.
La persona voluntaria es aquella que, además de sus actividades personales, dedica parte de su tiempo libre, de manera continuada, a realizar actividades en favor de los demás y de intereses colectivos, de forma altruista, dentro de un proyecto que pretende erradicar o modificar las causas que provoca un problema social.
Los primeros días de la convocatoria realizada por Alfredo Casero -cuando estaban las cámaras de la televisión- eran muchas las personas asistentes, pero luego con el pasar de los días fue mermando y sólo quedamos un grupo que, en armonía y con alegría, trabajamos todas las jornadas. Entre los asistentes se podían advertir distintas situaciones:
-Una anciana de unos 80 años que iba por la tarde y se sentaba a ver cómo trabajaba la gente y eso, según decía, le alegraba el corazón.
-Una niña de unos 10 años que, muy tímidamente acompañada por su madre, nos entregó dos paquetitos de alimento para aves y su rostro se iluminó de alegría.
-El que insiste, una y otra vez, porque quiere que sus donaciones lleguen a destino.
-El motoquero que a media tarde, desinteresadamente, trajo tortas fritas para que consumamos todos los voluntarios.
-Un grupo de Boy Scout y de bomberos siempre dispuestos a dar una mano.
-La niña que lloraba porque no podía colaborar y una sonrisa enorme cruzó su rostro cuando se le permitió mover unas cajas vacías.
-Los manifestantes de izquierda que, -interrumpiendo el paso de los camiones que debían ser cargados con las mercaderías- llegaron con pancartas y megáfono, a protestar por la Ley de humedales y el FMI, el día que Cabandié debía exponer en el Congreso. Cuando, después de una hora de escuchar sus consignas y sus bombos, se les pidió si algunos podían quedarse para a colaborar en la carga de los camiones, dijeron que ellos debían seguir con su protesta…
-Los que envían ropa vieja, zapatos y zapatillas en malas condiciones o sucias. Alimentos o medicamentos -tanto para humanos como para animales- vencidos. Juguetes rotos o útiles escolares usados…
-Quién envió un vestido de novia ya amarillo por el paso del tiempo o un frasco por la mitad de una vieja colonia Fulton.
-Los que enviaron productos “secuestrados” de hoteles alojamientos…
Una tarde, una mujer muy humilde, en su vestir y en su trato, me entregó una bolsita blanca y se fue. En su interior había dos paquetes de arroz, un puré de tomate y una servilleta de papel, perfecta y prolijamente doblada, con algo en su interior. Una vez distribuido en las cajas correspondiente cada producto, me dediqué a verificar el contenido de la servilleta pensando que se trataba de algún medicamento. Para mi sorpresa, y de la gente a mi alrededor, encontré cinco caramelos… y no pude evitar que las lágrimas comenzaran a brotar de mis ojos…
Cuando regresaba en colectivo a mi casa recordaba esos cinco caramelos y volvió a mi mente el recuerdo de la película dirigida por Orson Wells: Ciudadano Kane. Se las recuerdo brevemente, Kane es un multimillonario que con pocos escrúpulos ha reunido en su palacio de Xanadú una enorme colección de todas las cosas hermosas y caras del mundo. Tiene de todo y a todos los que lo rodean les utiliza para sus fines, como simples instrumentos de su ambición. Al final de su vida, pasea solo por los salones de su mansión, lleno de espejos que le devuelven mil veces su propia imagen… sólo su imagen le hace compañía.
Al final muere, murmurando una palabra: “¡Rosebud!” Un periodista intenta adivinar el significado de este último gemido, pero no lo logra. En realidad, “Rosebud” es el nombre de un trineo con el que Kane jugaba cuando era niño, en la época en que aún vivía rodeado de afecto y devolviendo afecto a quienes le rodeaban. Todas sus riquezas y todo el poder acumulado sobre los otros no habían podido comprarle nada mejor que aquel recuerdo infantil. Ese trineo era en verdad lo que Kane quería. Todo lo que había sacrificado para conseguir millones de cosas, en realidad no le servían para nada…
© Tribuna de Periodistas, todos los derechos reservados