En un escrito fechado el 15 de febrero de
2004 aseguraba que el denominado “progresismo” era una “carátula irónica” que
tenía por medular estrategia convertir “a los errores en virtudes y, a partir de
ello, derramar su deterioro cultural multiplicador en el seno de la sociedad”
por la “relativización extrema de todos los valores imperantes en una sociedad
que jerarquiza el orden en libertad y la justicia para la paz.” como bien lo
afirma el ensayista Silvio Maresma.
Esa correcta aseveración llevó al nuevo Presidente de Francia
Nicolás Sarkozy a afirmar, con absoluto conocimiento y "certividad" descriptiva
de los efectos ocasionados por el denominado progresismo en su país, que el acto
electoral que lo llevo a ese cargo significaba haber “derrotado la frivolidad
y la hipocresía de los intelectuales progresistas”.
Esa saludable derrota significaba, para Sarkozy y el mundo no
delirante, intentar terminar con la absurda premisa progresista de "vivir sin
obligaciones y gozar sin trabas".
Por último, como si el Presidente francés hubiera estado
soportando el progresismo imperante en varios estados latinoamericanos, condenó
la premisa de la izquierda progresista de “...renunciar al mérito y al esfuerzo,
que atiza el odio a la familia, a la sociedad y a la República”. Es precisamente
lo que han estado haciendo esta última década en Sudamérica algunos gobernantes
del denominado progresismo populista como Hugo Chávez, Evo Morales y Néstor
Kirchner quienes, al decir de Sarkozy, han convertido -con paradójico garantismo-,
a los vándalos en buenos y a la Policía en mala, a la sociedad en culpable y al
delincuente en inocente, se oponen al desalojo de los “okupas” siempre que no
sea en sus casas, dicen que adoran la periferia, pero jamás viven en ella, le
han tomado el gusto al poder y lo ejercen en su propio beneficio, de sus amigos
o sus familiares, que han inventado impuestos y retenciones para financiar al
que “cobra del Estado sin trabajar” significando “el triunfo del depredador
sobre el emprendedor”.
En definitiva nuestra realidad describe descarnadamente el
desprecio que el progresismo le tiene a la “normalidad” al estimar, ellos, que
cada nuevo paso que se da hacia la decadencia es un avance cultural. En
definitiva, cumplir con la vieja premisa leninista de “cuanto peor mejor”.
Esa premisa, no conforme el progresismo con haberla impuesto
en varios países sudamericanos, la ha proyectado a las relaciones
internacionales, especialmente en el bloque regional.
En efecto, en sus dos variantes de progresismo, el populista
que practican Chávez, Morales, Correa y Kirchner o el intelectual de Michelle
Bachelet y Tabaré Vázquez, han sumido a Sudamérica en particular en una zona de
conflicto permanente como no se vivía desde las dictaduras de Augusto Pinochet,
Jorge Videla o Juan María Bordaberry.
Gracias a estos gobiernos “ progres” la Argentina gobernada
por Kirchner se enfrenta con el Uruguay de Tabaré al mismo tiempo que mantiene
el conflicto o litigio por incumplimiento de contratos con el Chile de Bachelet
, sin descuidar sus malas relaciones con el sensato gobierno de Brasil o sus
extrañas alianzas con el belicista Chávez.
El gobierno “progre” de Bachelet en Chile, además, sostiene
sus conflictos territoriales, como durante la dictadura de Pinochet, con Perú y
con la Bolivia del progre-populista-chavista Evo Morales.
La Bolivia “indoprogresista” de Evo Morales, en paralelo,
proyecta su delirio enfrentándose con Brasil y provocando aspiraciones
separatistas dentro de su propio territorio.
El más emblemático de este coro desafinado y vergonzante de
presidentes “progres”, el napoleónico Hugo Chávez, usa la tribuna que le brindó
la boicoteada Conferencia Iberoamericana de Presidentes y Jefes de Estado para,
con cobardía propia del peor autoritarismo, hablar de un ausente como una etapa
más de su absurda belicosidad contra el sentido común. Una muestra de ello es
apoyar a la “narco-guerrilla” colombiana de las FARC, en una clara extorsión
hacia uno de los pocos gobiernos sensatos de la región como es del Presidente
colombiano Álvaro Uribe, gobierno que, a su vez, es acosado desde el sur por el
último arribado a este Club Podercrático, el castro-chavista Rafael Correa,
quien ha tenido el extraño mérito de revivir la disputa de Ecuador con Colombia.
El definitiva el denominado “progresismo”, no es más, ni
menos, que el causante de haber destruido una sana convivencia continental
forjada por los presidentes sudamericanos que gobernaron en la década del 90.
Con los hechos a la vista, resulta una cruel ironía, y una burda hipocresía,
asegurar o sospechar que el progresismo es funcional al progreso. Todo lo
contrario, como se puede apreciar, es la antesala del caos y el conflicto.
Esto, que ya va siendo advertido por los pueblos que sufren
la angustia existencial de este modelo “progre”, sólo podrá ser contrarrestado
si quienes promueven el orden en libertad y con justicia social, como Sarkozy,
resuelven librar la batalla cultural que el mundo empieza a reclamar sin
renunciar tanto a la modernidad del fabuloso avance tecnológico como a los
principios fundamentales de la República y la integración continental.
Gustavo Demarchi