“El discurso del odio” es un latiguillo que ensaya el oficialismo, para eliminar las críticas y las opiniones disidentes. Una de las mentoras de esta idea es la colega Graciana Peñafort.
He debatido con ella justamente el día que publicó una nota sobre el tema y al mismo tiempo en Formosa un alumno era destratado por su profesor con la amenaza de no aprobar la asignatura que cursaba con él, por concurrir a un acto de Javier Milei.
Cuando le pregunté a Graciana su opinión al respecto, en función de la nota que había publicado, no pudo responder más que con evasivas.
En buen romance, “el odio” es unilateral y siempre es aplicable a quienes el oficialismo señala.
En la década de 1970 Miguel Sciacca publica su obra “El oscurecimiento de la inteligencia”, ampliando las formulaciones que Karl Mannheim hiciera en su momento respecto a la creciente “pérdida de capacidad de juicio propia” del hombre medio.
En rigor de verdad, no es sencillo encontrar diferencias sustanciales con lo que en la actualidad aparece como la carencia de hábitos intelectuales, y en especial en el ámbito de la educación.
Así, la sociedad moderna en lugar de conducir a sus integrantes a comportamientos cada vez más racionales, los dirige a conductas cada vez más irracionales, con la lógica multiplicación de conflictividades y actitudes exacerbadas hasta el delirio.
El hábito de pensar rigurosamente sólo es posible obtenerlo ejercitando procesos de entendimiento básicos: definir, distinguir, relacionar, buscar la causalidad, sistematizar, criticar y sintetizar.
Observamos, en la experiencia cotidiana, que resulta notable la confusión de significados distintos y aquellos no explicitados claramente que terminan generando innumerables ambigüedades.
Para adquirir un hábito de pensamiento cuasi-científico es imprescindible tener en claro el significado y el sentido de un término en un contexto determinado.
No hay manera de tener un pensamiento correcto si no se precisa la relación entre signo y significado, o sea entre el término y el concepto.
Y en el ámbito político se definen conceptos por medio de términos lo más ambiguos posible, que terminan por necesitar de una nueva definición y así sucesivamente. Ese accionar no es inocente de manera alguna.
Justamente lo que exige el de-finir es la idea de poner fin, en el sentido de consumar, de alcanzar el fin evitando lo que suele ser ilimitado.
La definición debe obligatoriamente delimitar, poner límites.
De ese modo restringimos lo observado estrictamente a su esencia, a su razón de ser
Existe una falsa creencia en referencia a la percepción subjetiva de lo bueno y lo malo.
Pero resulta ser que los seres humanos no se vinculan a la manera en que el mundo es, sino a cómo perciben el mundo a través de su interior, de lo que existe dentro de ellos, de su autoestima.
Vivimos en un mundo que fue creado bajo la regla de la causa y el efecto: quien dentro suyo desborda de amor seguramente amará.
En cambio, quien está dominado por el odio, no puede hacer otra cosa que odiar.
El que odia es alguien a quien otro, a su vez, le mostró odio.
Queda claro, entonces, que ni uno (amor) ni otro (odio) es algo personal, no tiene nada que ver con el destinatario de esos sentimientos.
En este punto el análisis introspectivo apunta a lo que cada uno se da a sí mismo, porque en definitiva será lo que después terminará entregando.
En el mundo de causa-efecto nada es al azar, todo es el resultado o la consecuencia de algo más.
La imagen que cada cual tiene de sí, también es un efecto y su causa subyacente remite a lo que aprendió y vivió durante su vida desde su infancia, y retrocediendo en generaciones hasta los ancestros de la humanidad.
Todo lo que hoy somos, nuestro ego, nuestra forma de ser, nuestra personalidad, son resultado de una imagen que hemos generado en nuestra mente de aquello que creemos que somos, basados en nuestras propias experiencias de vida.
En tal sentido, cada ser humano vive para sí mismo y desde ese punto de vista es nuestro ego el que nos hace sentir el “centro del universo” e interpretamos que cualquier cosa que provenga del exterior es en contra nuestra, es un ataque personal.
Entonces, cuando algunos señalan “el discurso del odio” es porque están creyendo que los demás les debemos algo o necesitamos tratarlos de una forma determinada.
En dicha inteligencia, estar pendientes de lo que otros dicen de ellos, es no aprender a soltar.
Si realmente creyeran que merecen paz, perdonarían.
El perdón no trata de hacerle una concesión al otro sino conseguir un equilibrio interior que le permita estar en eje.
Cuando alguien (un ciudadano, un político) se abraza la creencia que el mundo les debe algo o que el mundo está obligado a cumplir con sus expectativas y el resto no responde a ello, surge la amargura y paradójicamente un odio especial hacia el prójimo.
Lo más sencillo es tratar de comprender que la sociedad hace cosas y uno debe interpretarlas.
El cerebro- a través del ego- siempre busca victimizarse y aquellos que toman esta postura nunca cambian. Es por ello que la vida les vuelve a hacer repetir la misma prueba una y otra vez.
Porque “si no es mi culpa” es culpa del mundo y si “yo no soy responsable de sentirme infeliz” el responsable siempre es el otro.
Quienes se siente odiados no deberían buscar afuera de ellos las respuestas, sino mirar a su interior y preguntarse qué creen sobre ellos mismos, sobre el mundo y que creen sobre las otras personas que les hacen sentir mal.
El ego es la otra cara del ser superior o del super-consciente.
Si la persona en cuestión se siente “no querida, no valorada, no validada, ni reconocida” lo que inevitablemente hará es cumplir con la Ley del Espejo (Carl Jung) y proyectar sus sensaciones en el otro, juzgándolo.
Esa es la patología que sufre Cristina Fernández y por contagio, sus seguidores.
En su interior existe una parte de su ser que la hace sentirse incompleta.
Le cuesta comprender que cada experiencia le acerca una lección.
El temor la maneja, refleja sus miedos internos identificándolos con sus propios vacíos que la hacen sentir “no completa” cuando arrecian las críticas.
Esos hitos están allí para recordarle cuánta aprobación necesita de los demás. Y cuando no se da de ese modo se siente herida, indefensa, víctima.
Porque la mente jamás deja que veas más allá de lo que la persona cree que existe, simplemente porque no conoce otra cosa.
Entonces termina por quedar envuelta en su propio ego y en aquello que define como “su realidad” que le impide ver más allá.
Son las creencias básicas las que determinan el tipo de pensamiento que se genera y a su vez ese pensamiento se acompaña de sentimientos de dan lugar a las acciones. Por último, las acciones conforman los resultados.
La ecuación es clara y sencilla, creencias es igual a resultados.
Todo lo que cree y guarda en su subconsciente como verdadero es lo que manifiesta cotidianamente.
Aquellos que declaman sobre “el discurso del odio” como una construcción para limitar la libre expresión de la sociedad, están poniendo de manifiesto el gran vacío que existe en su interior, intentando- por la fuerza- obtener la aprobación anhelada, sin siquiera pretender salir de su zona de confort.
Si la “proyección” desde su interior los lleva a querer limitar la facultad del resto de la sociedad de expresarse libremente, en algún momento esa marcada carencia interna que quieren llenar con un silencio aprobatorio, terminarán por convertir sus sueños de recibir adulaciones en pesadillas de rechazos eternos.
Y para Cristina Fernández no ser trascendente, en los términos que imagina, implica padecer la peor de las pesadillas.
Y esa es la peor derrota a la que la va a llevar su ego narcisista.
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