La arquitectura de edificios y construcciones
nunca ha competido en Chile con la arquitectura poética del país. Cuando los
conquistadores fundaban ciudades en Chili, país del confín del mundo, los
mapuches incendiaban los caseríos, destruían las fortalezas del invasor. Los
orgullosos hijos de la tierra, incendiaron Santiago y al ritmo de sus ataques
las iglesias y cualquier otra edificación de la época se convertía en
escombros, cenizas de su propia y odiada historia.
Sangre y ruinas dejaron los conquistadores, y los mapuches,
los flamantes araucanos según Alonso de Ercilla y Zúñiga, jamás aceptaron la
arquitectura física del invasor, la imagen torva de la cruz y la espada sobre
la geografía de Chile.
Siglos de siglos bajo el acero de la espada, la araucanía
defendió su honor, la tierra, el orgullo, su razón de ser, el Sur del Sur, el
origen de todas las cosas, la libertad como principio y fin del hombre, y nos
heredó esa altivez, la pasión eterna por nuestra geografía y sabemos que en
Chile existió una raza de valientes y sencillos toquis que se inmolaron en una
lucha desigual frente al invasor... gente tan gallarda...no ha habido rey jamás
que sujetase /esta soberbia gente libertada.
El poeta de La Araucana se refería a los aucas, rebeldes,
como el imperio Inca llamaba a los mapuches chilenos, a quienes no pudo someter.
Chile carece de grandes monumentos de pasado de conquistas y
colonial, Santiago fue una olvidada capitanía, una provincia sin estilo,
abandonada a su suerte y a los terremotos, al retazo de sus arquitectos que
parchaban la fealdad con construcciones híbridas, el estilo de lo posible.
Ningún amor por el pasado en ruinas y quizás no era posible
ver en el espacioso valle, rodeado de la hermosa, imponente cordillera de los
Andes, más belleza que sus torres eternas nevadas, en el esplendor del
atardecer o en el ocaso de sus florecientes ruinas.
Pero una ciudad se ama por sus historias y vivencias, por el
paisaje íntimo de la piel, sus estructuras vacías entonces adquieren la
propiedad de que todo es posible y así se reencanta la vida, las pequeñas
cosas que nos suelen hacer vibrar y aturden también con sus tristezas y
abandonos.
El hombre ha demostrado su eterna hostilidad y desprecio con
el medio ambiente, la geografía, las construcciones que el mismo levanta y
derriba casi con desprecio y olvido. Inventa guerra para construir un escenario
cargado de adrenalina y poder, que terminará por arruinar lo que el pasado
erigió en su momento de esplendor y renacimiento, y se refugiará en el dolor y
en la transitoria victoria. El hombre juega a la construcción de sí mismo y
desconoce el vuelo de una paloma que atraviesa frente a su ventana. Las ruinas
suelen ser nuestro paisaje interior más perfecto.
Los chilenos somos testigos de las ruinas que nos devuelve la
naturaleza con sus grandes terremotos, la desolación del paisaje, el sueño del
hombre que recorre con audacia la geografía de Norte a Sur y viceversa, en el
confin de la chilenidad, donde la Patagonia nos hermana en la consanguinidad
chileno-argentina.
Todo el espacio y la energía del canelo y de la araucaria,
sostuvieron nuestros antepasados, en el perfil de la agonía y muerte de una
raza de valientes. Héroes anónimos que la poesía de Alonso de Ercilla y Zúñiga
recoge en el clásico La Araucana y que Pablo Neruda, recrea con la visión
contemporánea de la naciente nación. Ambos, poetas de la nacionalidad y del
Chile profundo. Dejaron su testimonio, la palabra, la palabra, amigo lector. Ahí,
donde la geografía reclama la salvaje belleza de la vida, con su heroicidad de
peñascos solitarios y nieves tendidas sobre la cordillera y el piso de una
tierra firme, espléndidamente solitaria, visitada por el sol y la luna, el
rumor lleno de hojas muertas que van pudriéndose y renaciendo con la nueva
vida.
La casa de un poeta debiera ser sagrada, como la casa del
canelo, y de cualquier otro hombre. La casa es la vida. La casa es la historia.
La casa es el espacio personal, lo que habitan los sueños. La casa es el
caracol con su ruido de olas y la fantástica aventura de la infancia. Se puede
nacer y morir en una casa.
Territorio, siempre sagrado. La casa es el sello personal del
hombre y su familia. La casa es el tiempo memorioso de nuestros padres. La casa
es la huella que no vacila en recogernos cada noche. La casa es la construcción
de una vida.
Por estas y otras razones, casi no me sorprende que se haya
demolido la casa natal de Pablo Neruda, a pocos meses de su centenario. Neruda
nació en Parral, en la región central de Chile, zona de viñedos, pero se crió
en Temuco, La frontera, zona de la araucanía, donde se hizo poeta y escribió
sus primeros versos. Sus casas emblemáticas las construyó en Isla Negra,
cordillera de la costa, Valparaíso (La Sebastiana) y Santiago (La Chascona).
Además está la casa mexicana en Santiago, Michoacán, que compartió con su
mujer más importante quizás, la pintora argentina Delia del Carril, hoy museo.
Durante el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, La
Chascona, su casa en Santiago, fue saqueada, inundada por un río empujado
en sus aguas por manu militari, vandalizada, pero sobrevivió. De una demolición,
ya nadie se recupera. Sólo los escombros permanecen vivos en la memoria y la
desidia de las autoridades chilenas. Lamento que el presidente Ricardo Lagos, un
conocedor de Neruda, haya condecorado a Don Francisco con la orden Gabriela
Mistral, mientras se demolía la casa de Neruda. Una doble ruina para la poesía,
señor Presidente.
Rolando Gabrielli