Junto a su esposo Néstor, encontró en los 2000 una hendija propicia para “colarse” en la vida pública (Duhalde mediante), después de haber sido retenida entre bambalinas por su cónyuge durante años, porque conocía sus limitaciones y su recurrente furia irracional (que luego trasladó al escenario político).
Néstor intentó, no obstante, crear un mito alrededor de su esposa cuando decidió no presentarse a la reelección presidencial, preparando así un potencial intercambio sin fin para el cargo con su pareja –el plan Néstor, luego Cristina, luego Néstor… etc.-, previendo que era difícil que prosperara una reforma constitucional que lo habilitara a él indefinidamente, como en el caso de Gildo Insfrán y algunos otros jerarcas peronistas provinciales.
“Con Cristina” –dijo entonces-, “habrá un mejoramiento de la calidad institucional” (sic), mientras simultáneamente y sin desparpajo alguno, estrenaba unas oficinas en Puerto Madero, a metros de la Casa Rosada, para estar cerca del poder y manejar desde allí a su “chirolita” emperifollada.
“No le lleven problemas a Cristina, vengan a verme a mí primero”, agregó poco tiempo después al ser elegida ésta como Presidenta con su apoyo.
La inesperada y trágica muerte del santacruceño frustró el “master plan” y las esotéricas apariciones públicas de una viuda compungida y llorosa, los desaciertos de ésta al elegir colaboradores de nivel paupérrimo y su insistencia casi enfermiza para presentarse como un ser imbuido de sabiduría “imperial”, sacudieron el ambiente político merced a montajes actorales que muchos sentimos eran algo así como una “remake” de alguna actriz de radioteatro de la década del 50.
Detrás de sus extensiones capilares, las carteras Louis Vuitton y los Rolex de oro, no había en realidad nada más que una secreta ambición: construir una Argentina que terminase rendida a sus pies.
Sus adláteres, afincados en las mieles del poder y compitiendo para ver quién resultaba ser el mejor chupamedias, reeditaron mientras tanto una versión moderna de la fábula del rey desnudo, respecto de una mujer que a medida que avanzaba en su accionar político iba sumando errores conceptuales de todo orden, sometiéndonos a las consecuencias negativas de sus cambios de humor y parecer, y propiciando un desastre económico descomunal –cuyas consecuencias estamos pagando hoy-, a la par que lanzaba constantes invectivas contra el “imperialismo del FMI”, con el objetivo de defender, supuestamente, a pobres que se multiplicaron por millones merced al cúmulo de sus desaciertos.
A nuestro juicio no cabe otra interpretación. La historia está a la vista de todos.
Sin embargo, el kirchnerismo cristinista, aferrado a las mieles del poder (y los negocios de dudosa transparencia), la sigue usando como un tótem, por la sencilla razón que no tiene con quien reemplazarla: le será muy difícil encontrar a alguien que esté dispuesto a fabular –aquí, en Harvard, o en Angola-, sobre cualquier tema “académico” con el mismo desparpajo.
Cuando recorremos la actividad política de Cristina, analizando con detenimiento el tenor de sus desaciertos y exabruptos, quedamos perfectamente convencidos de que tenía razón don Monner Sans: el que no sabe, no sabe que no sabe.
Este concepto se extiende a todos los que eligió como sus principales “espadas”, propiciando una revolución que no resultó ni chicha ni limonada, edificando una suerte de tribunal supremo desmesurado sin conciencia de sus límites.
Hoy vemos un tumulto ruidoso en torno a una mujer notablemente voluble que ya no tiene el eco popular de antaño, y que, consciente de su eclipse, manotea argumentos insólitos para responder a las críticas que comienzan a llover sobre su cabeza.
El “volksgeist” (espíritu del pueblo) vernáculo, que aspiraba a imponer a nuestra sociedad apoyándose en una supuesta validez universal (¿), ha quedado hecho polvo y su filosofía de exclusión violenta terminó por hundirse ante las falacias argumentales de una megalómana irredenta.
Solo la desaparición política de Cristina devolverá a nuestro país el escenario de paz y armonía perdidas, dejando atrás la psicosis delirante con la que “envolvió” a la sociedad.
Quizá sea el capítulo final de una historia propiciada por el mesianismo de dos seres (el matrimonio Kirchner-Fernández) que terminaron “tragándose” a sí mismos, envolviéndonos en la antesala de una verdadera anarquía, donde todos sus candidatos políticos se atacan entre sí sin saber explicar con claridad hacia dónde van, utilizando una curiosa variedad de apotegmas con olor a naftalina.
Ese es, al fin y al cabo, el nefasto legado de un kirchnerismo del que tendremos que desembarazarnos para reconstruir el tejido social.
A buen entendedor, pocas palabras.