Tuve el triste honor de conocer en los
primeros días del golpe de Estado en Chile sobre la denominada Caravana de la
Muerte. El país estaba bajo el plomo de las Fuerzas Armadas, del arresto
domiciliario en Estado de Sitio, con campos de concentración en toda la geografía
nacional, centros de tortura y se respiraba el mortuorio aire de la morgue.
Privilegios como ese, huelen a espanto, como la tragedia de Chile arrastrada por su calles
ensangrentadas, las que cada día se lavaban con la humillación del pueblo, el
dolor de quienes sufrían el terror
en sus carnes, en un tiempo de imperdonable vergüenza para un agresor lleno de
sevicia.
Fue una mañana primaveral, ligera en el tiempo y en el
espacio, clavada en el septiembre de 1973, cuando la diputada Laura Allende,
hermana del presidente Salvador Allende, me dijo con contenido, pero firme
indignación en sus palabras: “estuve con el general asesino, Sergio Arellano
Stark”. Se lo dije en sus rostro,”usted es un general asesino”.Sólo
miré a los ojos de Laura Allende, me detuve todo el instante del mundo
en ese silencio compartido, la impotencia reflejada por su visita a los
cuarteles, tras la culminación del siniestro recorrido de La Caravana de la
Muerte que enlutó para siempre la dignidad de Chile.
Laura Allende moriría sin saber que gracias La Caravana de
la Muerte, Pinochet fue detenido en Londres durante 503 días, por orden del
juez Garzón de España, quien le acusó de genocidio y Chile se sacudió un
poco de la capa de la muerte. Se sintió rodar la dentadura postiza de la
democracia protegida, la impunidad dobló el dedo meñique, se aflojo la piel
escamosa del cocodrilo, la memoria dejó caer un negro escapulario con claveles
revividos por aguas negras de cementerio.
Fue un 16 de
octubre de 1973, cuando Arellano Stark viajó de sur a norte como oficial
delegado del entonces jefe del Ejército y de la Junta Militar (el propio
Pinochet) con la misión de “unificar criterios sobre la administración de la
justicia en los Consejos de Guerra, sostiene un informe que intenta explicar que
ocurrió con la llamada Caravana de la Muerte, que culminó con el asesinato y
desaparición de unas 72 detenidos durante el golpe de Estado de 1973 y que ya
estaban sentenciadas en la cárcel.
Por esta hazaña, Pinochet fue detenido en Londres y todo lo
demás es historia de un proceso que se extravió en la niebla londinense junto
al Támesis, y que los chilenos del río Mapocho emparapetaron en medio de un
insalvable smog institucional. El Sainete duró un tiempo, casi bíblicamente
escrito, salvo la excepción de que hay un tiempo para morir, porque el inmortal
se ríe aún de los peces de colores y de la justicia.
Se ha vuelto en Santiago, dicen las informaciones,
sobre el inefable caso de La Caravana de la Muerte.
Posiblemente cuando Pinochet muera, será condenado. Y quizás
los desaparecidos lo guíen al infierno.
Rolando Gabrielli