Sólo la pereza intelectual o el interés mezquino de seguir manteniendo privilegios, impide al llamado conglomerado progresista debatir a fondo sobre las razones por las cuáles un outsider de la política, que promete terminar con funciones básicas del Estado puede convertirse en Presidente de la Nación. Es como si alguien que acaba de caer en un pozo, luego de salir del mismo, se dispusiera a avanzar por el mismo camino con los ojos vendados y maldiciendo al pozo por su arbitrariedad. Indagar sobre las razones por las cuáles muchos beneficiarios de la Educación y la Salud públicas votaron a alguien que anuncia su posible privatización o desmantelamiento debería ser una obligación ética. La vicepresidenta Cristina Fernández planteó, en su discurso del sábado pasado, esa carencia al mencionar uno de esos debates postergados: el reclamo por la intermitencia en el dictado de clases.
“No podemos seguir diciendo que defendemos la escuela pública, pero mandamos a los chicos nuestros a la privada porque no tienen clases”, dijo la presidenta del Senado y agregó: “Si nosotros no discutimos los problemas que tenemos, van a venir de afuera a imponernos las condiciones de la discusión, que no van a ser las condiciones reales. Tenemos que discutir sin enojarnos. Porque si no vienen estos tipos a discutirnos todo, los vouchers, las universidades pagas”. La alusión a Javier Milei y sus propuestas fue evidente, pero también apuntó a la incapacidad de gremios y dirigentes políticos de su mismo espacio para tratar la cuestión.
Para muchas familias un día sin escuela, por paro o ausencia del docente, implica un trastorno severo. Para una mamá o un papá que trabajan en la informalidad y ese día tienen que quedarse a cuidar a un hijo, implica perder el ingreso de la jornada. No tener ese registro es el que impide entender cómo alguien que necesita de la escuela pública puede votar a alguien que propone un sistema de voucher.
En una inesperada, y valiosa, autocrítica Cristina recordó que en su discurso inaugural de la Asamblea Legislativa de 2012 había planteado el tema y los gremios le salieron al cruce. Puede revisarse aquel discurso en la web de Chequeado.com. Después de reconocer “la increíble capacidad de poder adquisitivo que habían tenido los salarios de todo el sector público y sobre todo los docentes” durante su gestión, señaló entonces: “No digo que sea la panacea, no digo que estén perfectos, pero para trabajadores que gozan de estabilidad frente al resto de los trabajadores por ejemplo, que cuando no anda la fábrica se le cierran la persiana y los echan; por el tiempo que también tienen, 4 horas frente a la jornada laboral obligatoria de 8 horas para cualquier trabajador, frente a la suerte también -porque siempre fue así y está bien que sea así- de 3 meses de vacaciones frente a trabajadores que tienen vacaciones mucho más reducidas (…).Con el esfuerzo que hemos hecho de dotar a nuestros alumnos de netbooks, cómo es posible que cada vez que nos tengamos que reunir con sus dirigentes sólo tengamos que hablar de salarios y nunca tengamos que hablar de qué pasan con los pibes que no tienen clases. Esto es lo que yo quiero cambiar de la cultura”. También habló del ausentismo, otro de los grandes problemas a la hora de garantizar la continuidad de las clases.
“Fue muy injusta la frase de la presidenta, casi rozó el agravio, fue una frase desafortunada y una visión poco objetiva”, le respondió Hugo Yasky, líder de la CTA. Días después los cinco gremios nacionales docentes CTERA, la Unión de Docentes Argentinos (UDA), el Sindicato de Docentes Privados (Sadop), la Asociación del Magisterio de Enseñanza Técnica (AMET) y la Confederación de Educadores Argentinos (CEA)] convocaron a un paro nacional. El lunes pasado no logramos, en mi programa de radio, obtener la palabra de ningún dirigente sindical sobre los nuevos dichos de Cristina Kirchner.
Está claro que en el origen del problema está la falta de recursos destinados a la Educación. Un poco más atrás la transferencia a las provincias del servicio educativo sin los recursos necesarios. Hace poco llegué de la República de Corea, país que asigna el once por ciento de su presupuesto a Educación. Exactamente el doble que Argentina. Es probable que esto explique en parte la razón por la cual ese país pasó en medio siglo de la pobreza al desarrollo económico pleno. Pero, seguramente, no sólo eso, el tema es cómo se aplican esos recursos. La cuestión no es más estado, sino un estado más eficiente.
Los docentes argentinos, en general, no ganan lo que merecen por estar a cargo de una de las tareas más relevantes en una sociedad, pero el rechazo a debatir más allá de la cuestión salarial abona el desprecio creciente por la educación estatal. Se empezó a consolidar una suerte de embudo: a la escuela pública concurren los chicos y chicas cuyos padres no pueden pagar una escuela privada o aquellos que defienden esa opción por convicción ideológica. Sobran los dirigentes políticos y sindicales que eligen la escuela privada para sus hijos.
La educación pública se garantiza con escuelas abiertas, con enseñanza de calidad y docentes capacitados y bien pagos. Si alguno de estos aspectos falla, todos se deterioran. Nadie podría poner en discusión a un Estado eficiente que garantice la igualdad de oportunidades. Un Estado fallido es como un paraguas agujereado. No abrir el debate, no habilitar la autocrítica, seguir culpando “al otro” de todos los males, implica colaborar con aquellos que piensan que el mejor camino es tirar el paraguas porque total te mojarás igual.