Amor,
a miles de kilòmetros
un
caño vacìo gotea sin tiempo
las horas
muertas de octubre,
què
dices, què dices.
Cruzo
la ciudad en la indefinición del día,
con
bandoneòn azul,
que
rueda desprendido del asfalto,
robàndole
como cualquiera,
kilòmetros
a la muerte.
Un
dìa, otro dìa, el agua, atiende este diluvio Noé,
es
a la medida de mi tiempo, el arca,
cuatro
ruedas, sin timón el viento de mis pies.
Què
especie insalvable la que habita mi cuerpo,
Alguien
deja caer un ropero con su nombre,
arrastra
el río una historia, la vida
es
un gancho, circular mi sombra, floto.
En
mi memoria tú vas en esas aguas,
el
sol brilla esta mañana y no en otra,
enciendo un
viejo radio,
un
raro bolero me pinta, retrata
un
dìa sin fecha
que
no esquivo, ni asumo
como
las calles que camino.
Por
tu nombre silbo en el hueco de las consonantes,
tus
iniciales me devuelven el eco de mis palabras.
¿Quién
me guía irremediablemente al mar,
en
esta oscura hora digital de mis días?
No me pregunto, sólo
confirmo,
el
Sur es mi orilla y tú el centro de mis horas.
Estaciono
a bandoneón azul,
al
filo de su precariedad, su apagado,
nostálgico
fuelle acelera el sueño cada noche,
los tiempos inútiles,
intactos, inamovibles.
Tú
y yo escuchamos este sonido ronco,
donde
la ciudad rechaza el más mínimo gesto
y
el sol raja un cielo azul espléndido
y
el cristal de los edificios espejea la imagen
de
una ciudad que ya no conozco,
y
es el reflejo de mi hastío,
la
huella que más bien ignoro
y
sé, sé que podría estar cruzando
la
misma ciudad que ni tú ni yo conocemos,
en
el ciego portal de la historia
y
que ahora reconstruyo sin tiempo,
acosado
por el olvido.
La
ciudad se repite y es tu imagen
la
que levanta estas ruinas,
que
en vano dejo atrás y desearía olvidar.
Tránsito
desconocido, algunas huellas,
el
inútil progreso está en unos rascacielos vacíos,
torres,
estructuras metálicas, el cuerpo de una muchacha
cierra.
una columna que imagino.
Hay una esquina
donde la ciudad se pierde,
alguien la borra
conmigo de mi memoria.
Es la lluvia sobre
sus cristales,
la ciudad
finalmente se deja olvidar frente a la bahía,
el mar fija sus límites
en su acostumbrada paciencia
y un horizonte puede
ser lejano, inalcanzable,
en la sombra
infinita de un paisaje tenaz.
Rolando
Gabrielli