¿Queda alguna duda acerca de que Argentina tiene que transformarse en múltiples sentidos para convertirse en un país acorde con los avances mundiales? La transformación no es lo mismo que el cambio, pues un cambio es aquello que generalmente se hace por alguna necesidad externa para adaptarnos a un entorno o situación, mientras que la transformación es un proceso interno que tiene un propósito profundo destinado a afectar los cimientos, las estructuras, las instituciones y la sociedad en su conjunto.
Es conocido que lo que se denomina “reformismo” es un tipo de ideología social o política que generalmente apunta a realizar cambios graduales a fin de mejorar un sistema, proyecto o sociedad. Por ejemplo, se ha dicho que Juan Perón fue un “reformista” y no un “revolucionario”, en términos de nominar una característica política con la intención de desmerecer la osadía de un cambio estructural y cultural cuyos efectos persistieron casi ocho décadas hasta el presente.
Lo que antecede es apenas un plumazo de un análisis mucho más vasto que llenaría volúmenes. Pero es necesario para ubicarnos en la época actual y explorar las posibilidades de construir hacia el futuro un escenario nacional muy diferente al actual, que incluya la adecuación de la sociedad a un mundo nuevo, ése que creció enormemente en cuanto a descubrimientos científicos y tecnológicos, el que dejó atrás pensamientos obsoletos y formas de comportamiento productivos y sociales ultra tradicionales.
Esta nota no pretende que los argentinos renuncien a su propia esencia, si es que alguien puede describir exactamente en qué consiste ella. Solo aspira a aprovechar los quiebres que se vienen produciendo en los devenires políticos, culturales y sociales, sacudidas electorales impensadas, conflictos emergentes inéditos, cambios radicales en los vínculos, y otra manera de pensar y enfrentar la realidad.
El año 2023 quizás se recuerde como el de un tránsito tormentoso, pleno de incertidumbres y debates sobre lo que parecía mejor o peor, un lapso de sensaciones encontradas, discutibles, cambiantes al extremo de identificar las opciones de vida como irremediables. Sin embargo, en medio del revoltijo hubo ciertas coincidencias provechosas, una unidad colectiva de pensamiento ciertamente arriesgada por su determinación: no podemos seguir más como estamos.
En esos momentos de enorme angustia los pueblos suelen tirar el agua del balde con el bebé adentro. Sin darse cuenta, quizás, provocan el giro de la historia que los políticos no se animaron a dar por el simple hecho de defender un “statu quo” en el que se apoltronaron, acunándose en una comodidad construida exclusivamente para hibernar por décadas, sin reformular nada, ni actualizar el estado de las cosas. En suma, sin progresar en lo más mínimo.
El giro no pidió un cambio, tampoco reformas, mucho menos un cambio de ideologías. El pueblo quiere una transformación, aspira a poner la torta con las velitas para abajo, y en ese anhelo persistirá sin importarle quien esté en el poder. Lo único que no perdonará es que no haya transformación.
¿Que el Estado sea grande o chico?, se discute. Los argentinos quieren que funcione de verdad y deje de ser un elefante blanco en medio de un bazar. ¿Qué baje la inflación? Sólo ruegan que baje porque sus bolsillos están exhaustos. ¿Qué bajen los precios, por favor? No importa de qué modo, pero que bajen. ¿Qué suban los salarios?, obviamente. ¿Qué haya más puestos de trabajo para salir de la informalidad?, por supuesto. ¿Qué el problema de los alquileres de vivienda se resuelva?, sí, con ley o sin ley, pero que puedan pagarlos. ¿Qué suban las jubilaciones de los que aportaron treinta o cuarenta años?, ya mismo. ¿Qué los productores del campo dejen de pagar altas retenciones?, es evidente. ¿Qué los boletos de colectivo suban un poco pero no demasiado?, claro está. ¿Y las tarifas de gas y luz?, gradualismo por favor.
Estas son medidas, no transformaciones, reclaman urgencia porque atañe a lo cotidiano, lo mismo que la seguridad en las calles y la lucha contra el narcotráfico. Pero siguen siendo medidas, no transformaciones.
La transformación tiene una envergadura enorme, atraviesa en principio a la educación, hoy revolcada al punto de sacar a la Argentina de los principales rankings mundiales. Transformar la educación no es garantizar el cumplimiento de los días de clase en el año, eso es el primer escalón, no el más alto.
Recuperar la educación que fue envidia hasta la década del 60 sería como en el truco, salir del menos diez y llegar a Cero. Educar al soberano (pueblo) supone cancelar la enorme deuda contraída por una docena de gobiernos (militares y democráticos) empeñados en imponer su propia ideología a por lo menos seis generaciones, y eliminar los abusos sindicales respecto del derecho de huelga que no defienden salarios sino intereses dirigenciales.
¿Educación gratuita o paga?: es para un análisis no solo mercantilista. La transformación educativa será aquella que genere los máximos conocimientos y contenidos para alumnos que en su adultez resulten ser los responsables del crecimiento del país, la que dote de los recursos tecnológicos más adelantados -de última generación- para competir con otros países en las mismas condiciones, y preparar a los alumnos para un ingreso universitario exigente que los lleve a un nivel de excelencia y los coloque en una plataforma de lanzamiento creativo e inteligente que compita en un mundo extremadamente cambiante y presuroso.
No habrá transformación en Argentina si no se libera de obstáculos y se incentiva generosamente a la producción nacional, al campo y a la industria, a la energía en general y la nuclear en particular, a la minería, a las Pymes y a las grandes empresas nacionales y extranjeras. No habrá transformación si los agentes comerciales no abandonan los viejos trucos que malogran el abastecimiento de la sociedad y el consumo en justos términos.
No habrá transformación si no se multiplican por tres los puestos de trabajo registrado. No habrá transformación si no se resguarda y explota la riqueza pesquera en el Atlántico Sur. No habrá transformación si el comercio exterior solo encuentra vallas en la exportación y la importación. No habrá transformación sin una moneda nacional lo suficientemente fuerte para competir internacionalmente. No habrá transformación si no se reduce a Cero la pobreza estructural. No habrá transformación si no se sale del circuito tóxico de la ideologización nacionalista. Los nacionalismos han perdido su sentido y son cosas del pasado.
No habrá transformación si la corrupción sigue vigente y la justicia continúa ciega. No habrá transformación si los ciudadanos argentinos no se constituyen en la pata imprescindible del mercado para marcarle la cancha a los precios con una sola decisión: si es caro no se compra. El poder ciudadano ha estado ausente frente a los caprichos de quienes manipularon los valores económicos. Es hora de que ese factor sustancial de la sociedad se levante para defender sus intereses y diga NO a los abusos.
La cultura implícita de los gobiernos paternalistas ejerció un proteccionismo exagerado sobre los argentinos, que han llegado hasta aquí con la carencia de dos hábitos imprescindibles: no saben competir ni negociar. Imprevistamente, las ideas liberales reaparecieron en la escena política después de un siglo, con la aspiración de hacer, incluso, un cambio cultural en el país y establecer reglas de competencia en base a la libertad de todos los actores del mercado.
Tal vez llegó el momento de ampliar las cualidades personales e incorporar esas virtudes que fortalecen el poder de compra y de venta en su vida de consumidor. Tal vez se entienda ahora que el consumismo declamado por el populismo, como receta para justificar la inflación y el sostenimiento de la economía, no se compadezca con aquella máxima que dijo alguien a quien le echaron la culpa de todo lo que pasó en Argentina: “el hombre debe ser capaz de producir por lo menos lo que consume”. Era la época en que todos entendían que se debía ir “de la casa al trabajo, y del trabajo a casa”. Un pensamiento que caló hondo y reordenó una sociedad en la cual el 70% de la población estaba excluida. Allí nació el concepto de Justicia Social, para enaltecer el valor del trabajo y el esfuerzo; fue una consigna que venía a corregir las desigualdades existentes.
Que el liberalismo le adjudique a la Justicia Social un significado contrario a la libertad de ser y de elegir, es al menos injusto por su falta de comprensión acerca de que a cada etapa de la historia le corresponden ciertas luchas. Si posteriormente hubo quienes usaron esa bandera para beneficio propio, ello no invalida la potencia de la consigna novedosa de hace 80 años.
Para intentar hacer una transformación de 180 grados hay que tener la inteligencia suficiente para contemplar y apreciar los esfuerzos prolongados de una sociedad, los logros grandes y pequeños, los sueños cumplidos y los perdidos, los pasos dados en un largo trayecto de aciertos y errores, los padecimientos generados por los golpes de estado militares y los malos gobiernos que se sucedieron. Todo sirvió en el aprendizaje eterno del pueblo argentino.
Las transformaciones mundiales duraderas nunca se alcanzaron por el mérito de la soberbia, sino por la humildad de los líderes de turno. Una humildad sabia, no débil. Una humildad que entiende la fuerza de las transiciones porque muchas veces los argentinos han visto que no se llega fácilmente al puerto deseado. Y ya saben que los mejores resultados se conquistan “paso a paso”, sin grandes estridencias, con negociaciones permanentes y consensos sólidos alcanzados mediante el arte de persuadir.
¡Que tengan un buen año 2024!