En los días previos a las jornadas del 19-20 de diciembre de 2001, circulaba un chiste que hacía furor. Se formulaba en forma de adivinanza, en la que un amigo/a le decía a su eventual interlocutor: “¿Sabés cómo le dicen a De la Rúa?. Luis XXXII, porque es el doble de imbécil que Luis XVI”.
Luego sobrevenía la carcajada dual, porque es innegable reconocer la rapidez del ingenio popular que acuñó semejante comparación. Que pone al helicopterista De la Rúa en un plano análogo al decapitado. monarca francés Luis XVI, devorado por una revolución que no vio venir a causa de su estrechez de visión.
Fernando de la Rúa pretende pasar a la historia reciente como una figura trágica, arrojado de la Rosada por un complot urdido a sus espaldas anchas de estadista por la sempiterna mano negra. Pero no, pues la historia como jueza inapelable arroja a un costado su ropaje vil y lo muestra ante la posteridad en toda su patética y conservadora desnudez.
Un Hamlet en bolas
Fernando De la Rúa buscó captar a las masas, hastiadas del menemismo farandulero, con una imagen que contrastaba netamente con lo chic de la decadencia de esos diez años fatales. El sería el maestro, el médico, el garante del orden y la legalidad tirada por los suelos por los discípulos de la pizza y el champagne. Entonces, a algunos se les prendió la lamparita publicitaria y surgió eso de “dicen que soy aburrido”, un ingenioso spot en el que De la Rúa se paraba como la antinomia del sultán de Anillaco.
Todo muy lindo, pero cuando se vieron los pingos en la cancha, el estadista de carnaval domiciliado en un country de Pilar fue lentamente apareciendo como un timorato, dualista y conservador a rajatabla. Eternamente desconfiado, se situó detrás de un círculo áulico integrado por la cara de perro (hostil, porque hay pichichos que son realmente amigos) Inés Pertiné, su hermano marino genocida, el espía millonario Fernando de Santibáñez y su hijo sushi-fashion Antonito. Un entorno sin retorno, que daría envidia al mismísimo Brujo López Rega, y que inexorablemente alejaría al archienemigo de Alfonsín de la realidad y le acercaría al abismo.
Pronto se percibió que el “garante de la democracia” era sólo una versión moderada de su antagonista riojano, un continuador de su política entreguista y un Hamlet sin gracia, en bolas como Tarzán pero sin la mona. Rodeado de oportunistas y lameculistas consumados, habituados al chiquitaje de comité y ladeados por jóvenes trepadores, que copiaron en forma corregida y aumentada los usos y costumbres de los 90.
Ese cóctel mistongo, que los inquilinos por poco tiempo de Balcarce 50 se negaban a percibir, terminaría por convertirse en un cóctel molotov.
Triste, solitario y final
Luego del escándalo mayúsculo de las coimas en el Senado, el fiasco de Machinea y López Murphy al frente de la cartera de hacienda, la renuncia de Alvarez y la asunción del pelado “salvador” Domingo Cavallo, sólo restaba esperar por un desenlace casi cantado. Pues Luis XXXII intentó, cerrado en su universo de gases no asfixiantes, domar el potro bravío de la crisis galopante con las mismas recetas de siempre. El corralito y el corralón sacudieron la modorra aletargante de la clase media, y retornaron las cacerolas en una noche que se hizo día por la súbita luminosidad de la bronca.
En lugar de darse cuenta de que había que dar un golpe de timón para sobrevivir, De la Rúa se volvió más autista que nunca y se arrojó en los consejos delirantes del futuro marido de Shakira. Pues el que le hacía los discursos tarados también se travestía de consejero de Estado, llegando al extremo de recomendarle que sacara los tanques y las tropas a la calle aquel miércoles eterno 19 de diciembre. Felizmente, los mandos castrenses no tomaron el guante que les tendía el “democrático” don Fernando, porque preveían un colapso en la obediencia de los uniformados. Sólo los pitufos de la Federal defendieron lo indefendible, matando con balas de plomo a manifestantes armados sólo con su ira.
La realidad saltaba de un lado a otro en forma de corridas y gritos, y el antiguo socio de Alfredo Yabrán no quería darse cuenta que se le había volado la hoja de parra.
Cuando no tuvo más remedio de mirar hacia abajo, se vio desnudo, más sólo que Hitler en el Once y temió por su seguridad personal. Entonces, se subió al helicóptero y partió raudamente hacia la nada. De la que deberá salir solamente para ir a la cárcel, el y todos aquellos de su calaña. Porque el chiste, la jodita para Tinelli y demás, algún día se tienen que acabar. Y de una vez para siempre.
Fernando Paolella