![La imposición estatal del pensamiento único desconoce que las normas jurídicas de estas características no suelen ser eficientes para que las personas cambien su modo de pensar. La imposición estatal del pensamiento único desconoce que las normas jurídicas de estas características no suelen ser eficientes para que las personas cambien su modo de pensar.](/aimages/202502/37608-una-batalla-cultural-que-no-fortalece-la-republica-como-desandar-el-camino-de-la-reaccion-696x603.jpg)
La “batalla cultural” que el gobierno nacional lleva adelante en cuestiones de “género”, lejos de ser una contribución a fortalecer la República, pareciera una reacción autoritaria de signo contrario al autoritarismo K.
En efecto, durante la era kirchnerista, surgieron normas y políticas públicas que, en resumidas cuentas, apuntaban a imponer una moral de Estado, un pensamiento único, con justificaciones tales como: si todos piensan lo mismo en materia de “género”, en coincidencia con las prácticas de las minorías sexuales, la discriminación desaparece.
Ahora bien, si realmente necesitamos que el Estado nos diga qué pensar para poder respetarnos, en realidad no respetamos nuestros derechos ni los ajenos. Solo nos sometemos, ciegamente, a la tiranía del burócrata de turno.
Así, la imposición estatal del pensamiento único desconoce que las normas jurídicas de estas características no suelen ser eficientes para que las personas cambien su modo de pensar. Lejos de ello, lo que provocan este tipo de normativas, son simulaciones forzadas, no exentas del resentimiento que provoca el poder estatal, cuando lesiona la dignidad de las personas.
Así, el adoctrinamiento de niños en las escuelas mediante prácticas aberrantes, el adoctrinamiento de funcionarios que, aún hoy, son obligados a consumir cursos -Ley Micaela mediante- que dan por sentado que “el Patriarcado” existe, el señalamiento público desde el poder, a través de organismos como el extinto INADI, constituyen distintos aspectos de un autoritarismo que solo crea negocios y, más tardíamente, las correspondientes reacciones autoritarias inversas.
Así, la “batalla cultural” del gobierno está plagada de insultos, agresiones, mentiras sistemáticas, relatos persistentes y reiterados, donde las minorías sexuales son caracterizadas cometiendo hechos aberrantes, y señalamientos públicos desde el poder que, a falta de INADI, provienen ahora desde la primera magistratura.
No hay igualdad ante la ley, cuando los funcionarios pagados con los impuestos de todos los ciudadanos, agravian públicamente a aquellos contribuyentes que no piensan como ellos.
La reacción del gobierno no es conducente a la democracia republicana, caracterizada por el pluralismo, sino que fomenta un discurso único de signo contrario, que habilita la intervención de los gobernantes en la imposición de una nueva moral de Estado.
La batalla cultural que debiera dar el gobierno, saliendo del círculo vicioso de su reacción (que, sin lugar a dudas, luego habilitará nuevas reacciones de signo contrario) es la del pluralismo. No debiera centrarse esta batalla en la moral privada, sino de una ética pública común, que permita integrar a la sociedad desde las diferencias de quienes la componen. Nuestros gobernantes debieran fortalecer, desde el ejemplo, la convivencia democrática y republicana de la ciudadanía. Esta convivencia no requiere que todos piensen igual o tengan idénticas convicciones morales. Por el contrario, requiere que las diferencias de toda índole convivan a partir del respeto a las diferencias y sin favoritismos de Estado.