“La desgracia que padecieron nuestras armas en Chacabuco, poniendo el reino de Chile a discreción de los invasores de Buenos Aires, trastornó enteramente el estado de las cosas, fue el principio de restablecimiento para los disidentes, y la causa nacional retrógrado a grande distancia, proporcionando a los disidentes puertos cómodos donde aprestar fuerzas marítimas para dominar el Pacífico. Cambió el teatro de la guerra: los enemigos trasladaron los elementos de su poder a Chile, donde con más facilidad y a menos costo podían combatir el nuestro en sus fundamentos”.
Este juicio fue expresado, en medio de los acontecimientos de la epopeya de la emancipación americana, por el virrey del Perú, don Joaquín de la Pezuela, quien así rindió homenaje no sólo a los vencedores en la batalla del 12 de febrero de 1817, sino también al genio de San Martín por su visión integral del escenario bélico de América.
Un hecho como el de Chacabuco se hallaba latente en la magna empresa del cruce de los Andes, que iba a su encuentro. Chacabuco fue la primera manifestación de un amplio plan de alcance americano. Al sorprender al conjunto de la organización realista, desconectó todo el programa de recuperación que llevaban a cabo los monárquicos. La independencia argentina, jurada meses antes en Tucumán a instancias del mismo Libertador que ansiaba combatir llevando consigo la bandera consagrada por la soberanía de su pueblo, en aquel verano decisivo corría serio peligro de naufragio.
Chacabuco la puso a salvo al contener, a la distancia, la invasión con que la amenazaban desde el Alto Perú. Con su grandiosa reafirmación en Maipú, Chacabuco abrió las puertas a la expedición al antiguo imperio de los Incas y fue el prólogo lejano de Ayacucho, donde también desenvainaron sus sables los granaderos que hicieron posible el amanecer de la libertad chilena.
Prueba admirable del heroísmo de todas las fuerzas criollas que intervinieron en la batalla, Chacabuco es al mismo tiempo la demostración plena de la sabiduría militar de San Martín. Esa sabiduría fluyó naturalmente en medio del ardor del combate, como antes había surgido en su preparación minuciosa. No hubo detalle alguno que pasara inadvertido a la mirada del jefe, enfermo entonces de uno de los ataques reumáticos que no hacían mella en su ánimo ni entorpecen la claridad de su pensamiento. Conocedor de cuanto poseía el enemigo en hombres y pertrechos, dispuso los suyos con la minuciosidad del jugador que mueve sus piezas en el tablero de ajedrez.
La batalla, definitivamente descrita por Bartolomé Mitre, que la analizó a través de documentos y de testimonios orales, así como en el terreno de los hechos, fue un modelo de estrategia y de táctica. “La batalla estaba seguramente ganada de antemano”: tal el juicio del historiador. Todas las variantes producidas en los cálculos del Libertador fueron inmediatamente encausadas a su favor por San Martín, quién ese día transformó en sí mismo al ardoroso atacante de Bailén y de San Lorenzo en el cauto conductor de una victoria. Su voz sonó allí para reforzar el coraje de los que se lanzaban intrépidamente a la carga, pero también para contener a los que, embriagados por el propio heroísmo, comprometían con su arrojo la suerte del combate.
Quinientos muertos dejaron los realistas en el campo de batalla. Seiscientos prisioneros hizo el Ejército emancipador. La artillería, el armamento, dos banderas y un estandarte de los monárquicos acentuaban en manos de los americanos, la magnitud de lo acaecido.
“Al Ejército de los Andes -escribió el Libertador en el parte de la batalla- queda la gloria de decir: En veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras más elevadas del globo, concluimos con los tiranos y dimos la libertad de Chile”.
Una de las medallas con que la gratitud de sus contemporáneos premió a los héroes de la batalla tiene esta inscripción: “Chile restaurado por el valor en Chacabuco”. Sí, por el valor, pero también por el genio asentado en la serenidad.