Había una vez un país atravesado por el narcotráfico. En ese país el narcotráfico era más utilizado como etiqueta de degradación que como delito a combatir.
Un país milagroso en donde los narcotraficantes eran regalones y pacíficos.
Generosos con las Fuerzas Federales dejaban su producto, apenas oculto, entre la maleza o dentro de alguna canoa en zonas ribereñas.
Narcotraficantes que querían estimular a las Fuerzas Federales a “hallar” droga para que puedan llevarle a las autoridades buenas noticias y así aumentar las estadísticas.
Qué bonita la generosidad narcocriminal. Qué paquetería de país. Esa de tener narcotraficantes con buenos modales.
Tan prolijo es todo, que los narcos no quieren gastar sus municiones, tampoco exponer sus cuerpos y mucho menos ensuciar su ropa. Entonces nunca habrá tiros ni derramamiento de sangre.
El tendido de la solidaridad es más importante que la pérdida de millonaria del producto. Hay una configuración narcocriminal pacífica. Casi terapéutica.
Escaparle al conflicto y generar un bellísimo universo de eros para construir fronteras seguras, amigables y coquetas.
Un modelo narcocriminal distinto al de la región sangrienta. La que pone los muertos por oferta mientras que el norte pone los muertos por demanda. Siempre en términos generales.
Había una vez un país. Un país concentrado en rifar el ministerio de seguridad de la nación a cualquiera que tuviese el papelito más alto. En algunos casos al más inútil. En otros casos al más romántico y sostenidamente al más inescrupuloso.
La rifa tenía sus consecuencias. Las tiene. Crecientes en el tiempo. Siempre enmascaradas. Y atravesada por la negación con distintas lecturas.
La negación del delito complejo. La negación de ser un país que ya no era solo de tránsito. La negación de fronteras violentas. La negación de la construcción imaginaria de la lucha.
Un país. Sí. Un país, aunque sorprenda.
Un milagro en medio de la barbarie del crimen organizado en América Latina.
Sin continentes verbales. Con estructura política de rápida denigración, estigmatización y etiqueta.
Administraciones enteras sin entender que la seguridad de un país comienza en sus fronteras elevaron el ingreso de armas, drogas y recursos humanos del delito al 90% por la frontera norte, incluye los dos trifinios. Y al 10% en la frontera con Chile.
Había una vez un país que despreciaba al federalismo a pesar de colmar la vasija retórica de cantidad de palabras serviles para algo que en la práctica no existe ni existió.
Un país que hizo de sus fuerzas de seguridad reduccionismos y ampulosidad, generando movimientos internos de corrupción que atentaron y atentan contra la seguridad nacional.
Manoseo explícito y sistemático que favoreció a la incursión y consagración del mercado sintético. Tan arraigado como el de la marihuana y la cocaína.
La síntesis que creció más de un 300% en los últimos cinco años y que tiene un 7% de producción local, ya que es fácil de producir y goza de la no intervención de los dueños de las materias primas. Más económico al mismo tiempo que rentable. Más fácil de camuflar y con importantes dificultades de detección.
Un país de venta a cielo abierto.
Fentanilo en plazas. Tussi en fiestas. Nitazenos y Captagón en la Triple Frontera.
Comandos de Brasil operativos. Ingresos golondrinas de nuevas organizaciones y el Tren de Aragua en escalada desde el año 2018.
Todos en había una vez un país que banalizó la palabra mafia.
Que no distingue bagayero de contrabandista y narcotraficante. Menos aún de terrorista. Que aumentó los nichos de corrupción de una de las fuerzas de seguridad más impolutas de impronta militar, forjando estructuralidad con poco más del 50%.
Un país con una sociedad rota y un delito empoderado por más velos que se intenten colocar.
Una contaminación mediática en todas sus formas de la compra de un alambre para frenar narcos y de una declaración sin las autoridades territoriales locales.
Una fuerza nacional que patrulla charcos en territorio mediterráneo.
Un dibujo. La animación de lo inanimado.
La destrucción con palos del concepto de seguridad en la ciudad que huele a porros y esfínteres. Por aumento de personas en situación de calle e incremento de ollas de consumo.
La constatación al narcotráfico sobre el ecosistema más calmo de América Latina.
La institucionalización de la fábula que se derrama en la conciencia colectiva como real.
Un espacio aéreo que aumenta sus vuelos ilegales, habiendo llegado a cinco semanales en un fragmento del año que transcurre.
El regreso amoroso de algunos empresarios que negocian el tema armamento con países en guerra para un territorio de narcotráfico a la carta.
Sí, había una vez un país. Un país con dos niños desparecidos que ya buscan invisibilizar. Muertos a silenciar. Un detenido uniformado olvidado por allá y un supuesto detenido del Estado Islámico basado en la necesidad de instalar fundamentalismo.
Un país. Una historia imaginaria de lucha.
Narcos en estado rivotril en la frontera y concentrados violentos con casi un 85% en los principales enclaves del centro.
Un lugar donde el objetivo no es la seguridad, ni la lucha contra el narcotráfico. Es tratar de narco al adversario e instalar muertos en los territorios enemigos.
Construcción dicotómica amigo-enemigo en un caiga quien caída.
Había una vez un país con sobredosis de fantasía y anemia de verdad.