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El felpudo del sur

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O EL INTERMINABLE APRIETE DE EEUU
O EL INTERMINABLE APRIETE DE EEUU

 “He notado que la política argentina parece haber hecho un giro hacia la izquierda. Y es desconcertante porque la Argentina es un país importante que debería estar con nosotros en la promoción de los derechos humanos y la democracia". Lo dijo sin remilgos el cubano- estadounidense Roger Noriega, y se desató el tembladeral. De inmediato, las huestes del Dr. K saltaron como leche hervida.

 

 “Argentina es un país independiente que se mueve con independencia en sus relaciones internacionales. Los años de alineamiento automático, aquella relación tan traumática con Estados Unidos en los 90, los estamos superando. Argentina no va a ser condicionada por ninguna potencia ni prepotencia de cualquier otro país", manifestó el jefe de Gabinete Alberto Fernández. “Lamento estas manifestaciones parciales, sesgadas, en relación con la política exterior argentina que me afectan y me agravian”, manifestó indignado el canciller Rafael Bielsa.

 “No somos un país alfombra”, declaró con los botines de punta Néstor Kirchner y los nostálgicos panegiristas de las relaciones carnales sintieron que se les movía el piso.


Veleidades imperiales

 

 No es casualidad que el gusano Roger Noriega aporte para la posteridad un desplante como el que hizo trizas las relaciones cambiantes entre EEUU y Argentina. Pero claro, en estas playas no está más el caballero Guido Di Tella pero aún perdura su herencia irredenta. La misma que, durante cincuenta años, pisoteó la soberanía nacional y encadenó la enseña patria al águila rampante de las barras y las estrellas.

 Es sabido que los EEUU codiciaban reemplazar al Imperio Británico desde los lejanos días de 1816. La oportunidad de oro les vino cuando, con la crisis de la libra esterlina de 1929, el esquema agroexportador que beneficiaba al Reino Unido de Gran Bretaña se vino abajo. La Primera Guerra Mundial empequeñeció a la Rubia Albión y provocó el ascenso a la palestra mundial de EEUU. A partir de allí, se sucedieron las continuas intervenciones armadas y la injerencia económica a las débiles naciones latinoamericanas que conformaban su patrio trasero. Nicaragua, Honduras, Panamá, Guatemala, son ejemplos claros de esto.

 Concluida la Segunda Guerra Mundial, el antiguo aliado conformado por la entonces URSS se transformó en el adversario que dominaría el horizonte en los próximos cincuenta años, en lo que se denominó la Guerra Fría. Esto le vino como anillo al dedo al amo cruel, pues con la excusa de la lucha contra el comunismo, arremetieron contra los regímenes nacionales y populares surgidos al calor de la bonanza económica de posguerra en los 40 y 50.

 En las décadas siguientes de 1960, 70, y buena parte de los 80, los halcones afincados en Washington elucubraron la receta de las dictaduras militares genocidas que económicamente se adscribían a la receta del gurú del momento Milton Friedman, bajo el manto protector de la Doctrina de la Seguridad Nacional.

 Pero luego a mediados de los 80, los cerebros del Departamento de Estado decidieron que los mandamases de verde oliva le cedieran el puesto a los atildados caballeros de saco y corbata. Bienvenida democracia.

 Pero aquellos que reemplazaron a los genocidas de uniforme, no deberían sacar los pies del plato pues de lo contrario sufrirían los efectos de la gran Alfonsín.

 Durante los 90, le tocó el turno a los rutilantes y pintorescos mandatarios de la talla de Menem, Collor de Melo, Fujimori, Salinas de Gortari y Pérez, quienes en medio de burbujas de champagne y polvo de cocaína vendieron las joyas de la abuela de sus castigados países.

 Agotado este sistema de recesión y entrega, los cultores de la nueva derecha instalados nuevamente en la White House de la mano de George Primate Bush, no dejarían escapar el aún rico filón latinoamericano y elaboraron una nueva estrategia de sujeción permanente.

 Mediante la engañosa guerra total contra el fantasma del terrorismo, los EEUU buscan controlar los enclaves estratégicos de Colombia, la Amazonia, la Triple Frontera y el sur argentino, estableciendo avanzadas de marines y bases semipermanentes.

 Por eso, la embestida del halcón Noriega no es moco de pavo ya que se circunscribe a una política de intromisiones permanentes con un fin manifiesto: la dominación sempiterna del continente latinoamericano.

 El gobierno argentino debe dejar de lado definitivamente la bravata pseudonacionalista y efectivamente pensar fronteras adentro, y adecuar sus relaciones exteriores con aquellos países hermanos que también desean caminar sin cadenas de esclavitud.

 Ahora es cuando, por lo menos intentar dejar de lado el collar de perro imperial para ir hacia el destino grande que soñaron San Martín y Bolívar.

 

 Fernando Paolella

 

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