El conflicto del campo ha traído inmensidad de debates en
torno a la problemática nacional: “todos somos el campo” —dicen— como si un
minúsculo grupo en comparación con la gran población del país tuviera realmente
que ver con ellos. “Todos somos el campo”, como si las inmensas ganancias
privadas fueran genuinas ganancias públicas a las que pueden acceder los
millones de pobres de la argentina. “Todos somos el campo”, como si los
intereses de las multinacionales de la soja, los agentes estatales y los
científicos sociales a sueldo de este sistema que extranjeriza la propiedad de
la tierra y todos los recursos nacionales de la República Argentina estuvieran
verdaderamente interesados en cambiar algo y repartir las bienes socialmente
producidos, en vez de dejarlos concentrados en pocas manos.
Arturo Jauretche, quien fue alguna vez un agudo y directo
analista de la realidad de nuestro país pensaba de este problema como una
verdadera zoncera
ya que “ahora las metrópolis por la tecnificación, la
producción en serie, y más con la automación y la cibernética, no necesitan
absorber con la industria toda la mano de obra rural. Por motivaciones de orden
político-social desean frenar la despoblación rural y por razones de orden
estratégico quieren asegurarse su propio abastecimiento alimenticio. Además, la
creación de grandes circuitos económicos, como el Mercado Común Europeo,
necesita reservar a los países de producción agropecuaria la colocación interna
de su producción recíproca, para establecer un sistema de compensaciones entre
producción industrial y primaria. El nacionalismo económico, que se decía
terminado, se profundiza en sus efectos ampliando su espacio con la creación de
verdaderos bloques que equilibran sus partes para una autarquía de conjunto.
Este es el hecho. Los profesores exportados, sus discípulos cipayos de los
países coloniales, que pasan por expertos -esos que empiezan entre los
sobrevivientes antiguos con Pinedo y se continúan por los Krieger Vasena, Cueto
Rúa, Alemann, Verrier, y su maestro-director, el del "Economic Survey", los
"condotieri" tipo Alsogaray, o los aspirantes como Coll Benegas, siguen
mintiendo la existencia de un supuesto mercado libre internacional, con
triangulaciones y toda la literatura para zonzos que conocemos”.
Deberíamos
preguntarnos entonces cuando el campo ruge, cual es el rugido del campo.
¿Ganancia privada y rentabilidad o patriotismo redistributivo? Sin duda este
país necesita empezar a discutir, si el forraje sojero —llamado en los libros de
historia monocultivo— es el verdadero progreso o desarrollo para la Argentina en
su conjunto. El debate pendiente debería llegar a cuestionar si la soja que se
produce en nuestro suelo logra abastecer de alimentos a toda la población del
país, y si ésta satisface las necesidades nutricionales del todos nuestros
habitantes: un futuro con alimentos caros (comodities les llaman ahora), ¿podrá
llenar las expectativas alimentarias para que los chicos del mañana tengan los
nutrientes para poder trabajar en nuestras fábricas, estudiar en nuestras
escuelas y universidades? Si la hectárea dedicada a la soja da más dinero que la
empleada al ganado, u otro tipo de alimentos, la ecuación cierra para el
productor, no para el pueblo todo, y los argentinos del futuro quedarán como
zonzos ante lo que pudo haberse hecho y evitado.
La
experiencia indica que aquellas naciones que lograron ser potencia lo hicieron
por lograr una economía fuerte en base a la diversidad, que incluye no sólo un
Estado fuerte capaz de conciliar y articular en el tiempo el interés general,
sino una economía diversificada. Justo lo contrario que mantuvo a América Latina
en estado de subdesarrollo y dependencia: el monocultivo y el latifundio, que es
hacia donde vamos.
Daniel Blinder