Hace exactamente seis años se produjo en Puente Pueyrredón
un hecho bochornoso que derramó espesas manchas de sangre en las páginas de
nuestra historia. El asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán nunca
podrá ser olvidado teniendo en cuenta quiénes fueron los responsables de
quitarles la vida.
El veintiséis de junio de
2002, grupos de
piqueteros de la Coordinadora Aníbal Verón, el Movimiento de Jubilados y
Desocupados de Raúl Castells, Bloque Nacional y Barrios de Pie iban a cortar
el Puente Pueyrredón para reclamar políticas sociales más justas, oportunidades de
trabajo y repudiar las medidas que el FMI exigía tomar al Gobierno.
En aquel
entonces, nuestro país atravesaba un presente caldeado. Habían pasado seis meses
de los cacerolazos masivos y los piquetes se seguían repitiendo semana tras
semana. Luego de una sucesión de cinco presidencias en menos de siete días,
Eduardo Duhalde había logrado —al menos— sentarse en el sillón de Rivadavia.
Pero para lograr afirmar su posición, primero debía hacerse fuerte donde la
autoridad política mostraba más deterioro, en las calles.
Después de las
cacerolas y un par de medidas prometedoras para con los corralitos, la clase
media había comenzado a guardar los utensilios de nuevo a la cocina, soltándole
la mano a los movimientos sociales de base, quienes eran los que verdaderamente
podían hacerse fuerte en rutas, calles y autopistas recordando a las clases
dirigentes que, literalmente, el país todavía se moría de hambre. Los piqueteros
pasaron de ser la vanguardia del reclamo social y popular, a ser los que
entorpecían la vida laboral del resto de los argentinos. Tal es así que del
“piquete y cacerola, la lucha es una sola”, se pasó al “esta manga de vagos que
no quieren trabajar y no dejan trabajar a los demás”.
Con este
panorama, el Gobierno comandado por Duhalde, optó por hacer pie en el poder
mediante el uso de la represión. Facultad legítima del Estado y que el Gobierno
puede emplearla en caso de ser necesario. Pero aquí se nos presenta un polémico
paradigma ¿era necesaria la represión en Puente Pueyrredón? ¿Los piqueteros
representaban una amenaza hacia la paz interior del Estado? Y lo que es más
importante, ¿en qué punto la represión deja de ser legítima para convertirse en
un crimen?
Si analizamos
los hechos de ese día, podemos afirmar que distintos grupos sociales se
encontraron para cortar el acceso al puente que une la Capital con la Provincia.
Iban a ejercer su derecho a manifestarse. ¿Podía el Gobierno garantizar el
derecho a la libre circulación? Podía. Podía, mediante las fuerzas de seguridad,
ir a negociar con quienes dirigían la protesta; o pedirles que corten sólo un
carril y de esta forma no interrumpir el tránsito completamente; podía, quizás,
advertirles que tenían la orden de garantizar la libre circulación; hasta
podían, con una orden judicial, comenzar a arrestar a quienes supuestamente, en
caso de hacerlo, cometían un delito.
La represión
en este caso, no tenía lugar. A lo sumo, agotadas las alternativas, podía llegar
a emplearse como última instancia. Pero no fue así. La represión, en este caso,
fue la única opción con la que parecieron contar las fuerzas de seguridad
desplegadas casi en su totalidad entre la policía Federal, la Bonaerense y la
Prefectura. Vale la pena resaltar este punto ya que lo que reprodujeron los
medios en esa fecha y al día siguiente, fue que desde antes del mediodía, un
helicóptero de la policía venía monitoreando los movimientos de los
manifestantes. Por lo que tuvieron el tiempo suficiente de hacer un plan
disuasivo, controlado y efectivo sin tener que emplear el uso injustificado
de balas de goma y plomo para atacar a quienes todavía no habían siquiera
cortado aquel puente.
Haciendo una
mirada más específica y puntal de los hechos, hasta podemos observar que quienes
comenzaron a utilizar la fuerza, no fueron necesariamente los piqueteros. Sino
que, como lo muestran las imágenes (1), fue la policía que —sospechosamente
situada en el medio del encuentro entre dos columnas— comenzó a utilizar la
fuerza para golpear a la primera mujer que se acercó a centímetros del cordón
policial. Ahí es donde se produce la reacción de sus compañeros y con esa débil
excusa las fuerzas represivas accionaron los gatillos de sus rifles
directamente contra el grueso de los manifestantes, que no habían dejado de
conservar su pasividad frente a la autoridad policial.
En este nexo,
podemos responder el segundo punto de discordia. Al momento que los piqueteros
estaban frente a los policías y, durante todo su trayecto desde los distintos
puntos hasta el puente, en ningún momento representaron una amenaza a la paz
interior y social de la Nación. A menos que, según el criterio de las
autoridades, la movilización en grupos y los cánticos de lucha, sean factores que
hagan peligrar las instituciones y la democracia. Por lo menos, desde algunos
medios, sospechosamente se buscaba crear la sensación de una posible guerra
civil, una revolución socialista o un golpe de Estado de las fuerzas piqueteras.
Una vergüenza para el periodismo que otra vez quedó en offside al
utilizar el sensacionalismo para generar miedo y confusión en la sociedad. Fue
sólo después de que la policía haya actuado de manera tan brutal que la sociedad
argentina comenzó a ver verdaderos signos de debilidad dentro de las
instituciones mismas.
Ahora, dejando
de lado los puntos anteriores y suponiendo un caso —que no fue ni estuvo cerca
de serlo— en el que hubiera sido necesaria la represión ante un escenario de
caos, descontrol y violencia en donde el orden, la paz y las instituciones se
vieran en verdadero peligro, la pregunta a contestar es hasta dónde cuenta el
Estado con la legitimidad de reprimir sin cometer un delito de cualquier grado.
Debería estar claro tanto para el Gobierno, las fuerzas de seguridad, como para
la sociedad y —dentro de ella— la militancia social, que de ninguna forma,
dentro del Estado se puede abusar de la fuerza para ningún fin. Esto implica,
obviamente, que nadie puede usar la violencia para imponer un orden, una idea o
forzar una acción. Únicamente es el Gobierno que cuenta con ésta posibilidad (no
para validar sus intereses, sino como administrador del Estado) y así y todo
tiene que ser de forma disuasiva y sin poner en riesgo la vida de la población.
Entonces, ante
un hecho en el que después de toda pericia e investigación periodística, dentro
de aproximadamente mil quinientas personas, no se encuentra ningún arma de fuego
sino objetos improvisados como palos y alguna que otra honda, que así y todo no
son utilizados hasta que la policía es la que impone el medio de la violencia
para solucionar el conflicto, ni el Gobierno ni las fuerzas de seguridad están
ante la posibilidad de usar la mano dura como salida. Mucho menos, caer en el
delito de lanzar una cacería desaforada con balas de plomo y asesinar a dos
personas y provocar noventa heridos.
Seis años más
tarde, parece ser que de semejante barbarie, sólo un grupo reducido de personas
fue responsable (2). Pocos son los que cuestionan al Gobierno de aquel
momento por la directa responsabilidad que tuvo de los hechos. Tanto el
ex presidente Duhalde como gran parte de sus ministros siguen hoy sin pagar costo
alguno por el daño irreparable que han causado tanto a las víctimas, a sus
familiares, a los compañeros, como a la sociedad en su totalidad (3).
Parece una
maldita costumbre ya, que debemos aprender una y otra vez de las atrocidades
cometidas en el pasado para luego poder actuar racionalmente en el presente.
Deberíamos tener siempre en claro que, para la construcción de una democracia
propiamente dicha, es esencial respetar los roles que cada actor social puede
desempeñar y no caer en el abuso de ellos.
Mariano Gaik Aldrovandi
(1) La crisis causó 2 nuevas muertes, Patricio Escobar, Damian Finvarb, 2007
(2)
Quién es quién en el jucio por la Masacre de Avellaneda,
“El juicio”,
http://www.masacredeavellaneda.org/index.php?blog=2&p=136&more=1&c=1&tb=1&pb=1
(3)
Quiénes no son juzgados en esta instancia, “El juicio”,
http://www.masacredeavellaneda.org/index.php?blog=11