Con
frecuencia los futurólogos anuncian la decadencia, desaparición, extinción
del libro. La lectura es un vicio mayor para el que no existe tiempo en la
actualidad. La juventud se disparó por la imagen digital, los juegos electrónicos,
la música, la diversión en discotecas. Los libros son un montón de páginas
llenas de polvo convertidas en un objeto lanzado en algún rincón de la casa,
cuando existen. Internet y
la televisión por cable, los dos más grandes pretextos para arrinconar
al libro.
En las últimas dos décadas el libro, sin duda, confronta
los fantasmas de la sociedad digital, de la mecanización de la vida,
de la banalización de la sociedad, del endiosamiento del mercado, de la
publicidad sin rostro, sin cabeza, sin creatividad, de la idiotización del
hombre del siglo XXI, la virtualización de la mediocridad, los precios salvajes
del mercado y la filosofía impúdica hacia lo pragmático, donde el libro
pareciera no tener un valor tangible para quien lo lee.
Existe un
verdadera conspiración contra el libro, el lector, cuando vemos además sumarse
a los propios libreros que nos llenan con baratijas de autoayuda, los gobiernos
le imponen tributos como si fuera un Mercedes Benz, se acosa a las editoriales
con la ausencia de políticas de fomento, los ministerios de educación no
renuevan sus programas de lecturas, y el libro es castigado como el peor
estudiante de la clase en el rincón del olvido. Afortunadamente Argentina,
Chile y México han lanzado una cruzada
social a favor del libro. En el metro, México, en los estadios, Argentina,
Chile ahora en el centenario de Neruda. No es suficiente, pero es un primer
paso.
Condenado por siglos al misterio, quemado por nazis,
Pinochet, satanizado por la iglesia, poderoso por sus saberes, devorado en
Alejandría, destruido en la China imperial, el libro nos sonríe desde la
memoria y su sabiduría es un poderoso fuego en el alma del hombre. Un niño
necesita a un libro como a su madre. Un padre que no lee, es un mal libro para
su hijo.
El libro es un gran pretexto para encontrarse con uno mismo.
Una manera sencilla, apasionante de viajar, de ampliar el mundo, conocer los
pisos de la psiquis del hombre, la secreta recreación del amor, la exaltación
del placer individual, una mirada solitaria como si una gran pantalla se
abriera con un mundo lleno de cosas nuevas para disfrutar, aprender, conocer y
crecer. Un libro cuando es verdadero deja que sus páginas corran en silencio y
se transforma en nuestro cómplice. Ejerce un raro hechizo desde un principio,
guiña un ojo, nos toca el corazón Él sabe mejor que nadie cuando está en
buenas manos. Ambos, el lector y el libro, sienten un respiro cuando se da esa
comunicación, ese encuentro real, la dimensión de lo desconocido y por
conocer.
El libro despierta los sentidos, es una de las experiencias más
fantásticas de la realidad. Compañero ejemplar, puede estar a solas con él en
un baño, parque, bus, en el metro, una habitación, ascensor, en las horas vacías.
Los libros transforman las vidas de las personas. Hacen vivir
y soñar. Crean espacios nuevos, mundos, hacen escuela, humanizan, y desde
luego, entretienen. Nada peor que un libro aburrido, es cierto, sin humor,
sin amor, sin espíritu, sin pasión, sin ficción, sin realidad, sin vida. Un
libro debe movilizar nuestros sentidos.
El libro está
destinado para cambiarnos, hacernos reflexionar y nunca ser los mismos después
de su lectura. Un libro es tan claro como el día y oscuro como la noche,
siempre una moneda de dos caras, sin ninguna, en ocasiones, rostro de muchos
rostros con sus respectivas máscaras, pero siempre real, como la ficción de la
vida.
El libro es un amigo, pero no debe hacer concesiones, fiel,
pero no estúpido, ni condescendiente. Un libro sin duende, sin magia, sin una
historia, es como salir de paseo con un dinosaurio en un desierto en búsqueda
de la última Coca- Cola.
Son tiempos para sentarse en un balcón a ver pasar el
pesimismo, como un inquilino rabioso que mañana será expulsado de la propiedad
privada. Días macilentos, desencajados, estrellados en el rompeolas de algún
puerto, minutos a la deriva en el camarote de un náufrago, tiempo para audaces
especuladores que traen la peste negra y esperan como grandes ratones que el
barco se hunda para repartirse el queso.
Los libros son letra muerta para muchos, papel inútil,
instrumento de desconfianza para los señores del poder fáctico,
literatura inaceptable, tiempo ejercitado en la decadencia, un acto
irresponsable plasmado en unas cuantas hojas. Toda esa sensación al vivimos
cuando entraban en la hoguera en aquellos días, repetida de quemas anteriores,
como si la historia se cocinara en sus propias llamas.
Por cada vocal, consonante, palabra, oración, frase, página
quemada, se incendian miles de lectores en distintos lugares del planeta y
tiempos, con una nueva palabra iluminada.
Lo presentan como un minusválido, arrinconado en una mesita,
con sus orejas rojas de frío y vergüenza, a veces sudando de escalofrío,
pensando que nadie loa leerá ni llevará de apunte. Cuando salen a remate en
baratillo, ya saben que su humillación es total. Manoseados y olvidados,
desprecio al cuadrado. Quizás tengan la suerte de caer en manos de un buen
lector. Es su última esperanza. Si en las de un joven lector, la palabra echará
raíces aún más profundas.
Rolando Gabrielli