Las retenciones a las ventas de soja al
exterior, que han adquirido el carácter de fijas en 30 y 35 por ciento, de
acuerdo al tonelaje de cosecha serán, después de los reintegros aprobados por la
Cámara de Diputados hasta el 31 de octubre próximo, mucho menores que aquellas
que rigen para el trigo y el maíz.
A esos valores, habrá que disminuirle también la
compensación que se le promete a los productores, si sus campos se encuentran a
más de 400 kilómetros de los puertos, aún a aquellos que están en el borde
la frontera agropecuaria y aunque hayan avanzado de modo violento sobre zonas
boscosas o de otros cultivos, con lo cual la diferencia pro-soja se vuelve aún
más notoria.
Mal que le pese a la secretaria de Medio Ambiente, Romina
Picolotti y al ex ministro de Economía, Martín Lousteau, quienes explicaron con
números más de una vez que las retenciones móviles eran necesarias para "desojizar"
el país, las dos medidas que ahora han pasado al Senado quedaron exactamente
en la vereda opuesta a sus argumentos e incentivan de modo muy claro las
plantaciones del "yuyo" maldito.
Tanta desprolijidad, fruto de las necesidades políticas del
oficialismo y de la dinámica que ha tomado el desgaste, no hace más que avalar
la visión de muchos analistas que, desde el momento en que se anunciaron las
medidas, dijeron que tenían un propósito fiscal definido.
Cuando se tratan de explicar los motivos por los cuáles la
Argentina está hoy fuera del mundo y no recibe inversiones, se balancean
situaciones de cierto esplendor macroeconómico (superávits, reservas,
crecimiento, etc.) con otras de incertidumbre creciente (inflación, manipulación
de índices, falta de reglas tributarias, etc.).
Sin embargo, poca atención se le presta a algunas
características que son marca registrada de la Administración, las que
hicieron lo suyo para espantar inversores y que se manifestaron en todo su
esplendor en los últimos cuatro meses, de las cuáles las contradicciones
resaltadas en el caso de la soja son apenas dos ejemplos contundentes: falta
planificación y casi no hay gestión. Sin ninguna de esas dos cosas, como
mínimo, al Gobierno le será cada vez más difícil avanzar. Y mucho más aún si
sigue combinando esas debilidades con la receta de los malos tratos, las
arbitrariedades y la falta de transparencia informativa, en la que el no
contacto con la prensa ha sido sólo una arista. Cuando la situación permitía
visualizar que estaba todo por ganar, con tipo de cambio alto y una caja
rebosante, Néstor Kirchner mantuvo las riendas y las elecciones fueron casi un
trámite. Hasta muchos imaginaron que esas dos herramientas constituían un Plan.
Ahora, cuando hay que hacer sintonía fina y preocuparse por el funcionamiento
del Estado, aunque no le guste a los defensores del modelo porque muchos de sus
preconceptos pueden quedar de lado, Cristina Fernández deberá ponerse a trabajar
de verdad.
El nuevo mapa político y sindical que se está definiendo
puertas adentro en la interna del justicialismo, que le suma de modo creciente
granos al kirchnerismo y el notorio derrape de imagen, deberían permitirle al
Gobierno elaborar una reflexión mínima para pasar a la ofensiva, rumbo al
Bicentenario.
Es verdad que ya ha se notan algunos cambios de tonos en la
forma del discurso, pero la vocación de encarrilar la situación debería
traducirse rápidamente en variantes bien profundas en los equipos de gobierno,
esquemas que se ajusten aceleradamente a la época que se avecina, de mayores
desafíos y exigencias políticas y, sobre todo, económicas.
Hugo Grimaldi
DyN