El verano sureño es tiempo de farándula.
La burocracia se llena de coraje y baja la ventanilla en la lentitud el
verano austral. Los papeles pueden esperar, es el riguroso, estricto tiempo
para vacacionar, dejar que los semáforos se calcinen en las calles de la
ciudad capital, y a cambiar de ropa y piel.
Chile está más farandulero que en toda su historia, y
no necesita fechas, tiempo, ni verano o invierno, para disfrutar de la
banalidad, la liviandad, el afloje de corpiños y de la ropa todo terreno.
La globalización comienza por casa. Hay que mostrar la
mercancía, dotar de imagen a los medios, entrar en la función, romper la
telita virginal del tele espectador, lector, del hombre común que se saca
los mocos por ver algo diferente y ser parte. Se siente como asolearse
empelotas en una terraza, hacer el amor en un automóvil en los ochenta, y
ahora, instalarse un tatuaje en la punta de la nariz.
Sujeto raro, sin tiempo, adormecido en su música, sordo,
monosilábico, el badulaque perfecto para dejar que el mundo corra como un
rollo de película con protagonistas con el mismo guión.
Hay medios que farandulean con la misma y repetida
estupidez del pequeño morbo circular, ese sin gracia, chabacano, que no
rompe un huevo, más bien cacarea en la reiterada acción del monólogo de
la vulgaridad, y es una misma anatomía que se repite una y otra vez.
El Medio farandulero vuelve al lugar del crimen cuantas
veces considere necesario y la víctima será el público, aunque éste se
considere parte del show. Dejan correr el agua de una misma cañería
oxidada todo el tiempo, como un viejo trasero reencauchado bajo el signo
zodiacal de un cuidadoso efecto
de utilería. Mañana vendrá otro, que cuadrará el círculo del día sobre
una pianola, entre las pelotas de alguna estrella deportiva, en medio de la
golosina del triángulo de las Bermudas, donde todo se pierde, todo se gana.
Es en este dorado
altar, ámbito de las plumas de pavo real, de altar adivinado por los
dioses, que la pareja trasandina se anotó su zapallazo con el inocente Máximo
Menen, cuyos famosos padres por
sus connotados ex Miss Universo, ex Presidente de Argentina, siguen
deleitando a la farándula y a la
justicia bancaria internacional.
Flamantes, sonrientes, bautizaron al heredero en el
balneario chileno de Zapallar, en medio el aplauso de los parroquianos y de
un ex presidente vendado por una práctica de golf y cuestionado en Suiza
por una cuenta bancaria que respiraba por cuenta propia, y que le ha
significado unas expropiaciones en La Rioja, corazón de su patria chica en
Argentina.
Cecilia y Carlos Saúl, antes de casarse, formaban aporte
de a farándula. Él se estrenó al frente de la Casa Rosada, con la gracia
y virtudes de un jeque árabe. La linda chilena, no escatimó por su parte
las ambiciones de una futura primera dama y se vació en el tinglado
trasandino, donde alcanzó cotas significativas de rechazo, odio.
No escatimó esfuerzos para aproximarse a la incomparable
Eva Duarte y nadie le aconsejó, sobre ese
singular desacierto y se transformó en una francotiradora de sí
misma, en una dama de su propio sainete, la dama del caballerito Menen,
hermano mayor de la orden de húndanse con el Titanic, que yo no voy en esta
segunda vuelta.
Hijo predilecto del FMI, padre espiritual del
endeudamiento moderno argentino, fervoroso creyente del mercado, father del
neoliberalismo argentino, Carlos Saúl no se sonrosó cuando salió de la
Casa Rosada con esos números de incendio, déficit infinito, endeudamiento
colosal, y dejó abierta las puertas del infierno donde entraron el
corralito, la pobreza extrema, la minusvalía de una de las naciones más
ricas de la tierra.
Fue un golazo sin arquero, un toque que la galería no
aplaudió esta vez, porque el inefable riojano, se fue con el santo, la
limosna y la Bolocco.