Después de la crisis con el campo, el
gobierno de Cristina Kirchner ensayó una serie de cambios que hasta ahora han
demostrado ser sólo superficiales: el fondo de los problemas que mayores
cuestionamientos merecen en un amplio sector de la opinión pública continúan
inalterados.
La remoción del jefe de Gabinete, Alberto Fernández, y su
reemplazo por Sergio Massa, se ejecutaron con el propósito de mostrar ante la
sociedad la decisión de iniciar el nunca realizado diálogo político.
Hasta ahora, el nuevo funcionario sólo recibió a un
puñado de gobernadores, entre ellos algunos de diferente signo político al del
Ejecutivo, pero no hubo señal alguna de que los encuentros hayan servido para
extraer de ellos el reconocimiento sobre la necesidad de cambios de fondo en la
política kirchnerista.
El encuentro del nuevo secretario de Agricultura, Carlos
Cheppi, con los dirigentes ruralistas en conjunto, y no por separado como
aspiraba, fue una muy buena señal, recibida así por los invitados al convite,
pero de allí a que se produzca un cambio importante en la política agropecuaria
hay una enorme distancia que el Gobierno no parece, por ahora, interesado en
recorrer.
Si la Presidenta ofreció por primera vez una conferencia de
prensa, no fue para reconocer errores o anunciar cambios trascendentes: sólo se
concretó para responder a un largo reclamo de los medios de comunicación, pero
no pasó de ser una puesta en escena en la que la jefa del Estado creyó
erróneamente que había logrado un triunfo ante uno de los sectores al que
insólitamente decidió declarar como enemigos.
Cristina Kirchner recibió al presidente brasileño Lula con
una importante agenda de temas a tratar, pero luego buscó opacar la presencia
del líder del país vecino convocando a último momento a su único verdadero amigo
internacional: el venezolano Hugo Chávez.
La reunión de la Presidenta con su vice Julio Cobos tampoco
sirvió para recomponer las relaciones entre ambos: cada vez son más fuertes las
versiones de que el kirchnerismo busca y rebusca fórmulas para librarse del
segundo en la línea sucesoria, ya catalogado para siempre por el poder como
enemigo irreconciliable.
No alcanzan los tenues cambios efectuados en la Casa Rosada
para que se anuncie de una vez por todas la salida del polémico secretario de
Comercio Interior, Guillermo Moreno, y lo que es más, tampoco hay garantía
alguna de que si finalmente la Presidenta se desprendiera de este funcionario,
cambien las políticas de base en materia de inflación.
La realidad es lo que le cuesta torcer al matrimonio
presidencial, y principalmente en lo que a números en materia económica se
refiere.
La crisis del gobierno de Cristina, prematura por cierto, ya
se está reflejando en preocupantes índices de deterioro en el único segmento
fuerte que supo enarbolar el kirchnerismo: el crecimiento económico, el aumento
de la recaudación, el saneamiento de las finanzas.
Cada uno de esos tres ítems comienza a hacer agua y no se
adivina al menos hasta ahora decisión alguna para corregir las fallas, máxime
teniendo en cuenta que para la administración del matrimonio en el poder nada
está mal: todo es perfecto.
Sin embargo la política sigue su lógica habitual, muy curiosa
si se trata de la historia argentina en esa materia. Las elecciones
legislativas se acercan y no parece desde el poder político detectarse alguna
decisión de barajar y dar de nuevo de manera de no dilapidar el poder político
construido durante cinco años por el kirchnerismo.
Las demandas son crecientes en todos los sectores: ya es
conocida la que lleva adelante el campo, pero comienza a avizorarse la de los
industriales, hasta ahora aliados casi incondicionales del gobierno.
En el sector de la industria ya la inflación hace estragos,
así como la falta de inversiones extranjeras y la cada vez mayor desconfianza en
el desarrollo futuro de la economía.
La deuda externa crece y no hay señales en el Gobierno de
posibles manejos que reencaucen esa preocupante situación.
En fin, parece ahora abrirse ante la visión presidencial
un nuevo abanico de problemas, basados en lo económico pero que probablemente
tendrán como consecuencia la erosión del poder político que ya se ha reducido
considerablemente en los últimos meses.
En la Argentina las cartas blancas que se extienden a los
gobernantes suelen expirar con demasiada rapidez. El Gobierno afronta ahora
pruebas más difíciles y no parece haber encontrado aún la forma de hallar las
maniobras correctas para superarlas.
Carmen Coiro