En una democracia coexiste una extensa
pluralidad de puntos de vista, que en su gran mayoría son consecuencia
inevitable de la diversidad de intereses subyacentes.
Las diferentes opiniones en materia económica, política,
moral o confesional no permiten esperar la eliminación de los desacuerdos.
Lo que sí es posible es establecer, a través del juego
institucional, algunos modos de contención de esos desacuerdos. La democracia
exige reconocer lo múltiple, lo diferente, lo heterogéneo y, al mismo tiempo, en
difícil equilibrio, la necesidad de preservar las bases del sistema.
Cuando los desacuerdos alcanzan algún grado de intensidad
utilizamos la expresión conflicto, que refleja el choque de intereses
contrapuestos. Si el conflicto se prolonga a lo largo del tiempo, en una
dimensión diacrónica, pasa a convertirse en un antagonismo de carácter
histórico. También utilizamos la expresión antinomia para reflejar la existencia
de dos opiniones diferentes respecto de una misma cuestión.
Las antinomias en la vida política argentina son conocidas y
surgieron desde los inicios mismos de la nacionalidad. La lucha entre unitarios
y federales marca las diferencias profundas acerca del grado de centralidad del
Estado y el reparto de sus recursos. Una vez resuelto el conflicto en algún
grado con la Constitución de 1853, las diferencias se prolongaron en la
república conservadora entre quienes defendían el fraude patriótico y quienes
deseaban ampliar las bases democráticas del Estado. Desde mediados del siglo XX
la gran antinomia argentina ha sido la de peronismo-antiperonismo de tanta
vitalidad que aún colea entre nosotros. En momentos en que el conflicto que
enfrenta al Gobierno con el campo ha reactualizado otra gran antinomia histórica
-pueblo vs. oligarquía- resulta reconfortante la lectura del reciente libro de
Pablo Mendelevich (El país de las antinomias, Ediciones B). En un viaje lleno de
ácido humor por todas las antinomias que a lo largo de casi dos siglos han
separado a los argentinos, el autor consigue relativizar el peso de los
antagonismos sin perder de vista los riesgos que entrañan estas empresas.
La creación de nuevas antinomias o la recuperación de las
antiguas tienen beneficios políticos inmediatos para quienes las impulsan. Pero
estimulan el surgimiento de un elemento tan corrosivo como el odio. Un odio, que
según Mendelevich se multiplica y recicla entre ambas partes una vez que la
maquinaria se ha puesto en marcha. Curioso rasgo el de la antinomia, añade,
donde el combustible, con mayor o menor octanaje, termina siendo el mismo para
las dos partes.
El riesgo que entraña el uso frívolo de las antinomias es
caer en lo que el profesor español Gregorio Peces Barba denomina las ideologías
del enemigo sustancial. Estas ideologías son las que han propiciado la
conformación de sociedades autoritarias, totalitarias y excluyentes donde con el
pretexto de la defensa de algún mito fundacional ("la revolución") se impide la
existencia de partidos políticos opositores o la libertad de expresión. En las
sociedades donde la democracia se ha consolidado, el riesgo se presenta cuando
dirigentes políticos impulsan la destrucción simbólica del adversario,
convertido en enemigo sustancial, en otro con el cual resulta imposible
cualquier acuerdo. Esta concepción sólo se sostiene desde una visión maniquea,
donde un yo inocente, poseedor de la verdad, se enfrenta a los otros, que son
los enemigos irrecuperables. Como señala Mendelevich, es verdad que ya no nos
matamos entre nosotros y ya no rige el concepto de que con la supresión del otro
al día siguiente el mundo será mejor. Pero no debemos olvidar que las ideologías
del enemigo sustancial propiciaron la enorme tragedia argentina de los años
setenta. Recordando a las víctimas de ese tiempo ominoso, por simple sentido
ético de la responsabilidad, debiéramos evitar que las diferencias políticas del
presente se eleven al deletéreo valor simbólico que alcanzaron en aquel pasado.
Aleardo Laría