“Ardid para burlar o perjudicar a alguien”
es la octava definición de las nueve que registra la palabra “trampa” en el
Diccionario de la Real Academia Española. Ya no la semántica, sino la psicología
es la que explica, desde la conducta, cuál es el sentimiento que aflora de
inmediato en quienes han sido objeto de un engaño: la desconfianza. Ante esta
situación extrema, los hombres, como los animales, antes de volver a ser
nuevamente engatusados todo lo huelen y poco ejecutan, lo que en términos
económicos se traduce en falta de inversión y retroceso productivo.
Desde el otro lado, “trampa” también alude al “Artificio para
cazar, compuesto ordinariamente de una excavación y una tabla que la cubre y
puede hundirse al ponerse encima el animal”. Esta acepción conlleva para quien
intenta ejecutar el “ardid” más de una vez, sobre todo ante los reparos de la
supuesta víctima y ante su propia necesidad de llevar a cabo acciones cada vez
más efectistas para volver a convencer, la posibilidad nefasta de que arriesgue
más de la cuenta y que termine siendo él mismo un cazador, cazado. Por hacer
trampas, el sujeto cae en su trampa y debe seguir gastando energías, pero ya no
para construir, sino para salir del atolladero.
Esto es, ni más ni menos, lo que le ha ocurrido a Cristina
Fernández de Kirchner y lo que ha mellado la credibilidad de su Gobierno en tan
poco tiempo, con el agregado que, ante cada derrape, las autoridades
pretenden emerger del pozo a lo Indiana Jones, con todas las
explicaciones a la mano y además peinados, sin rasguños y con el sombrero puesto.
Un primer problema de estos nueve meses ha sido que la
gestión de la Presidenta ha quedado en el imaginario colectivo como la mera
continuidad de la de su esposo, quizás porque se incumplió una promesa electoral
que mucha gente ha facturado porque ha comprobado que ni “el cambio recién
empieza” ni que tampoco Cristina demostró una permanente preocupación por ser
más apegada a las reglas y consciente de que el mundo está allí afuera, tal como
se la presentaba en la campaña.
También se han sentido timados aquellos que, por izquierda,
apostaban a que la nueva etapa iba a mejorar la justicia de una distribución del
ingreso más equitativa, bandera del progresismo, ya que la percepción indica que
los pobres siguen estando hundidos, aunque se hayan producido notorias mejoras
en la creación de empleo, aunque no todos de primera calidad.
Por su lado, los reproches de la ortodoxia pasan por las
críticas hacia los derroches fiscales, sobre todo después del festival de gasto
electoralista que se vivió en 2007, y hacia la extrema presión impositiva y el
destino poco claro de los recursos, tema que desató la más grande protesta del
campo de la historia, en la que fue acompañada por las clases medias citadinas,
que terminó con una derrota legislativa muy traumática para el Gobierno, lo que
además generó un mazazo para la imagen presidencial.
Sin embargo, todos estos condimentos que han aparecido
como tromba a medida que se desgastaba Cristina tienen un elemento que los
supera y que es el emblema esencial de la trampa: la inflación. Cada vez que
aparece una medición —esta semana fue de 0,5% para agosto y se registró una baja
de precios para las canastas alimentaria (-1%) y total (-0,9%)— la indignación
de la gente es manifiesta, indignación que no pudo contrarrestar la aparición
ante la prensa de las dos funcionarias responsables del INDEC, quienes no
pudieron presentar ni siquiera una sola planilla con la metodología que usa el
organismo. Pero atención, la degradación de la confianza en el Gobierno no se ha
producido sólo por la inoperancia manifiesta en la reducción inflacionaria a
través de un sistema anclado en obsoletos conceptos de controles de precios que
no ha tomado en cuenta siquiera episodios pasados de la vida económica de los
argentinos, sino que el súmmun del delirio ha sido que para convalidar
esa metodología tan primitiva a nadie se le haya ocurrido un sistema mejor que
el de falsear las estadísticas.
Guillermo Moreno ha sido en todo caso el chivo expiatorio
de toda la situación, ya que, aunque le gusta este tipo de procedimientos,
lo cierto es que el método ha sido alentado desde la cúpula del poder, ya que
para los Kirchner resulta intragable que se utilicen sistemas convencionales de
lucha antiinflacionaria, a los que se califica de noventistas, sin tomar
en cuenta que ésas son las recetas que se utilizan en todo el mundo coherente.
Sin ir más lejos, los socialistas chilenos acaban de
reconocer que esperan una mayor inflación para este año (8,5%) y, por lo tanto,
el gobierno de Michelle Bachelet hizo subir las tasas de interés y bajó el
impuesto a los combustibles, más allá de hacer profesión de fe fiscal. La
robustez de su economía y los sólidos equipos de trabajo gubernamentales hacen
que nadie se rasgue las vestiduras del otro lado de los Andes.
Pero lo más insensato por parte de quien imaginó que el
engaño podía subsistir es que el dibujo desembozado de los índices de precios se
da de patadas a diario con la sensación del propio bolsillo de los consumidores,
quienes cada vez que compran algo, se acuerdan de la familia de Moreno & Cía.
Desde ya que la baja de la inflación medida por los índices oficiales de las
canastas distorsiona también las estadísticas sobre pobreza e indigencia, número
que, de aplicarse las mediciones del sector privado, crecería muchísimo y haría
dudar de la vocación de inclusión que de modo permanente declama el Gobierno.
Otra de las cosas que ya no se ocultan, porque hasta hubo voces oficiales
orgullosas de lo que ellos llaman “ahorro”, es parte central de la intervención
del INDEC, a partir de que menores índices aseguran menores pagos en los títulos
que ajustan por inflación. Aquí también, el engaño impacta de lleno en los
bolsillos de muchos argentinos, quienes en su mayor parte tienen bonos a través
de las AFJP, lo que vuelve a ser una estafa para cubrir los ahorros jubilatorios
frente a la inflación, más allá de la calificación de “default encubierto” que
se le brinda a la situación.
Por supuesto, que desde el exterior no hay quien entienda
estos movimientos y de allí el castigo incesante a todos los títulos públicos,
lo que ha llevado el Riesgo País a niveles cada vez más altos y alejados del
resto de los mercados de la región. Otra causa de la desconfianza ha sido la
forma elegida para anunciar que se procederá a la “cancelación total de la deuda
contraída con el Club de París sus países miembros con acreencia vencida o a
vencer”, tal como lo ordenó la Presidenta a través del Decreto 1394, con
“reservas de libre disponibilidad”.
Salvo un nuevo Decreto, lo que dejaría en claro que todo fue,
al decir de un analista, una “calentura marketinera”, este párrafo debería
inhibir, en principio, el cambio que se ha notado quieren hacer en el área de
Financiamiento de Economía y en el propio Directorio del BCRA, quienes para
evitar perder más reservas que las necesarias, quieren pagar lo únicamente
vencido, tal como lo sostuvo esta columna la semana anterior.
Por aquello de que “en boca de mentiroso, lo cierto se hace
dudoso”, refrán que deriva de la desconfianza de quien ha sido entrampado en más
de una oportunidad, el caso del valijero venezolano Guido Alejandro Antonini
Wilson no podía tener otra interpretación para el gran público que la que el
Gobierno le adjudica al “relato mediático” y a la historia presuntamente
“armada” por el FBI: Chávez fue quien financió, con plata negra para las
leyes argentinas, la campaña de Cristina.
En este punto, no le puede faltar razón al Gobierno sobre el
rol del organismo de investigación de los Estados Unidos, sobre todo por la
cooptación que hizo de Antonini y porque nadie sabe si los tramos de las
desgrabaciones que se leen en Miami y que tanto comprometen a los gobiernos de
la Argentina y Venezuela han sido tapes editados, alterados o si eventualmente
falta alguno. Pese a ello, los ministros que han salido a defender la situación
no se han mostrado demasiado convincentes en sus argumentos, desde que para
Sergio Massa, Antonini es un “delincuente”, calificativo que habrá que probar y
que, en todo caso, dispara la pregunta sobre qué hacia un delincuente en un
avión alquilado por el gobierno argentino, hasta el que “nunca estuvo en la Casa
Rosada” reunido con Claudio Uberti y Julio De Vido, tal como ha asegurado con
vehemencia Aníbal Fernández, sin tomar en cuenta que Victoria Bereziuk (una de
las tripulantes del avión) ha dicho en sede judicial que el venezolano había
conversado con ella en la recepción al presidente Hugo Chávez.
Los mandobles que ha recibido el Gobierno estos días por esta
cuestión parece que no cederán, ya que el propio Antonini amenaza declarar y
entonces es posible que se develen otros entretelones adicionales, como por
ejemplo quien fue el funcionario argentino que viajó a Caracas para arreglar la
situación y si es verdad que en ese vuelo venían otras valijas -alguna cinta ya
lo menciona- que habrían pasado esa madrugada por la Aduana como Pedro por su
casa. En medio del caso Antonini, la situación en Bolivia se ha desmadrado hacia
la tragedia de una cuasi guerra civil, con expulsión incluida del embajador
estadounidense, algo que replicó Chávez en Venezuela. Por supuesto que el
gobierno argentino aprovechó la situación para fustigar a los EE.UU., aunque
guardando las formas de una nota diplomática bien dura que apunta al FBI como
brazo del gobierno de ese país, pero sin llegar a instancias tan extremas como
aquella definición de “operación basura”. Ante tanta incertidumbre, la
Presidenta no debería caer en el agujero en el que cayeron Raúl Alfonsín, Carlos
Menem y Fernando De la Rúa, quienes se enamoraron de sus propios planes
económicos y, por no querer hacer cambios, se estrellaron contra los
acantilados. Quizás Cristina debería plantearse hoy con toda frialdad tres o
cuatro puntos clave para mejorar el clima de la economía y enderezar la
situación política, como por ejemplo armar un equipo económico de verdad,
rehacer el INDEC de modo transparente, hacer un Presupuesto realista que
controle el exceso de gastos con baja de subsidios en transporte y energía,
armar un verdadero plan antiinflacionario, comenzar a charlar con los comités de
bonistas que no entraron en el canje y revisar la política de reestatización de
empresas.
Aún si logra recomponer la situación, el grave problema para
el Gobierno será si por imperio de las circunstancias, de su ideología o de su
naturaleza tiene una recaída y siente, antes que la misión de asegurar un mejor
futuro para todos, la necesidad de volver a las andadas con la construcción de
nuevas trampas.
Hugo Grimaldi