Crucificada por una crítica de medio pelo, a los 33 años de edad
Gabriela Mistral abandonó Chile con destino a México. Llevaba entre ceja y
ceja esa "raza espesa, brutal, raza de pacos y mineros" que con tanto
acierto describiera en el epistolario encendido y apasionado que mantuvo con el
poeta chileno Manuel Magallanes Moure. Había
probado el verso ruin, duro y amargo de sus compatriotas y asumiría, con su
singular fuerza verbal, su itinerario de auto-desterrada hasta el fin de sus días,
de mujer comprometida con su época, que nunca salió y dejó de vivir en el
Valle de Elqui de su infancia.
Abandonaría inédita Chile
y su nacimiento literario como su muerte física quedarían sellados en Nueva
York donde vio la luz pública Desolación
en 1922, su primera obra. Luego vendrían Ternura
en 1924, Tala en 1938, y por
fin, su cuarto y último poemario en vida, en Santiago de Chile,
Lagar, 1954, que vio la luz pública mutilado. Como esas páginas,
fue y sigue siendo en menor grado esta última década, el estigmatizado capítulo
mistraliano de la historia literaria chilena, espeso, difuso, arbitrario, mito
callado, hijo más de los silencios de lo que no dijo su autora, de lo que
tienen de "real" los textos y que por fortuna encontraron las lecturas
e interpretaciones necesarias de Jaime Concha, Grínor Rojo, Volodia
Teiteilboim, Jorge Guzmán, Mariano Rodríguez, Adriana Valdés, Jaime Quezada,
Caín Gómez, Bernardo Subercaseaux, Mauricio Ostría, y los juicios rotundos de
Pablo Neruda, Gonzalo Rojas, Enrique Lihn y Nicanor Parra.
Tierna y feroz, calificó su poesía Paul
Valery, el poeta francés muy distante de lo americano raizal, porque la poesía
mistraliana es barroca, primitiva, bíblica y cosmogónica matriz, materia
fraguada en sueños y viajes por su propia vida, donde ni lo español, ni lo clásico
ni lo europeo, suelen encajar y tener algún asidero, en el cortejo melancólico
que le impuso la vida y su gente. Su profunda visión americana, desde México a
la Patagonia, la distinguen. Para
empezar, de Rubén Darío, hecho al que la propia Mistral se refirió en una
oportunidad agradeciéndole al nicaragüense que no haya bebido su poesía de
las tierras de América. Raúl Silva Castro, perla de la crítica de su tiempo,
la tildó de poco chilena, justiciera, solitaria, de escribir con rudeza
masculina, calificativos que calaron hondo en el frágil esqueleto de la educación
chilena porque desde niños escuchamos el rumor que se fue haciendo alegre
costumbre sobre la masculinidad y poca feminidad e, inclusive lesbianismo, de la
Mistral.
Leímos "a fondo" a Gabriela
cuando estudiábamos en el Liceo José Victorino Lastrarria, donde ejercía como
profesor el poeta Oscar Hahn pero, de la mano de una profesora, nos centramos en
el lenguaje castizo de la Mistral, en “Cordillera
de los Andes” y en el
poema del entorno trágico, los famosos “Sonetos
de la Muerte,” eje del folletín sentimental que se tejería sobre la
poeta. Sobre el suicidio del joven
Romelio Ureta se forjaría el mito folletinesco que la Mistral reforzaría con
sus “Sonetos de la Muerte,”
aunque le aclarara años más tarde a su amiga Matilde Ladrón de Guevara:
"ese amor no es precisamente el amor que inspiró “Los
Sonetos de la Muerte.”
“¡Fue un segundo amor, hermana!" exclamó, con mezcla de alivio y
confesión.
Las cartas de amor a Magallanes
Moure—destapadas en 1978 como ardientes brazas— debieran relevarla,
exonerarla de los cargos que abrieron un expediente en su juventud y que hizo
carrera a lo largo de su vida y que hoy conforma este folletín mistraliano,
posible materia del celuloide, "La
pasajera." Francisco
Casas, uno de los patrocinadores del filme, califica de "horrenda" la
cara, cuerpo y voz de la Mistral lo que a su juicio la convierten en
"absolutamente masculina." Es más, asegura Casas, en una entrevista a
Mariella Dentone, editada en elmostrador.cl,
"la poeta tenía una construcción genética gay." Ya más de una
generación de chilenos se había hecho su propia película y vivido con ella
acerca de la masculinidad de la autora. Sin
leer su obra, ni investigar sino más bien de a oídas.
Y en ese oficio sutil pero práctico y a veces convincente de la
chismografía y morbo popular, el estereotipo mistraliano avanzó en ríos sin
cauce por el pobre perfil literario que alcanzaron a construir sus detractores
de oficio.
No somos psicólogos ni terapeutas freudianos de
nuevo cuño ni transitamos por caminos de doble encaje ni usamos pianolas como
divanes, y tampoco practicamos la sodomía verbal en ninguna estación de la
vida por lo que no tenemos conocimiento de los supuestos devaneos en contravía
de la autora del Poema de Chile
(1967).
Lo que más bien noto en la Mistral es a una poeta siempre
desgarrada, dolida de dolor, más cerca de la sangre que de la tinta, honda
viajera de su propio ser. Su poesía
refleja la ternura, desolación, los cristos comprometidos, un dios triste y
consolador, la raizal y bíblica mirada de los pueblos de América pero donde
Gabriela yace fecunda es en el amor. La crítica caduca, sibilina, la puso en el
nicho helado antes de tiempo y algunos mentecatos, preciosos ridículos,
parodiando a Alone, siguen instalándola en el mármol frío de Carrara,
como si no les bastara que ya es polvo enamorado.
¿Qué llevó a los preciosos ridículos del
siglo XXI,—Francisco Casas y Yura Labarca— a ver en la Mistral a una hija de
Lesbos en su clásica ronda infantil: Todas
íbamos a ser reinas? En poesía, el autor es el primero en
despojarse de la materia y el lector interpreta, recrea y, si el arte es vida,
el creador forma parte de la obra aunque sea tangencialmente y algún grano de
esa arena movediza le pertenece en cuerpo y alma. Pero no vemos lo que vieron
las ex Yeguas del Apocalipsis en esta ronda donde la Mistral recrea su imaginería
tropical en el valle cordillerano, ese encuentro con la naturaleza y el mundo
animal exótico del que ella misma da cuenta y testimonio. Dueñas las potrancas
de sus propios acertijos se desviaron de la obra y del complejo personaje que
tienen frente a sus narices, sólo atisban a ver su ombligo en el oscuro
laberinto de las pesadas ropas mistralianas. ¿La pregunta es por qué
abandonaron el Apocalipsis en tiempos de Apocalipsis o algún jinete se desbocó
en las flácidas ancas de las imaginativas y otrora apocalípticas yeguas de la
cinematografía gay?
Por décadas, la Mistral y su obra convivieron
con los extremos de una crítica eunuca y otra aduladora, las que nunca lograron
reencantar a la autora con sus lectores. Fue un continuo trillar sobre los
despojos y la fortuna de una poética y presencia literaria enigmática, alejada
de los cánones de su época, que escapó de las manos y de los ojos de la crítica
de su tiempo, aunque hubo excepciones, entre otras, la del español Federico de
Onìs. Don Pìo Baroja, insigne caballero de las letras hispanas, también tuvo
sus denuestos para con Gabriela en el lejano 1946 cuando la Mistral ya era
Premio Nóbel de Literatura. "Es un loro de su país—dijo— vestida con
mucha profusión de telas coloradas, verdes, rosadas. Es una poetisa cacatúa."
Vaya, Don Pío, qué vena la suya, tropicalísima.
Fue pasión, desamor, frustración y no
precisamente juegos florales la vida de la Mistral que llegó agotada, exhausta,
esa tarde a Estocolmo, casi sin fe, a culminar con el mayor de los
reconocimientos su poesía, escandalosamente desconocida en el Chile del fin de
mundo y del capítulo aparentemente cerrado para nuestra querida patiloca. Había
muerto recientemente su sobrino, en circunstancias aún inexplicables en Brasil,
al que el escritor chileno, Enrique Lafourcade, considera su propio hijo,
agregando un nuevo elemento al folletín mistraliano, pasto ardiente para una
buena novela de Corín Tellado. La vida la marcó a hierro con temprana y
perversa hostilidad —"fue un mascar de tinieblas"— y la violación
de la que fue víctima a los siete años no pareció ser un paréntesis en su
atribulada existencia porque, con singular cizaña, la crítica de su tiempo y
la sociedad pacata chilena ninguneó a la adelantada de Montegrande allá en el
Valle de Elqui donde los cerros fijan todos los límites.
Con la excepción y a pesar del apoyo
incondicional que le brindara su amigo Pedro Aguirre Cerda, presidente de Chile,
y otras personas allegadas, el barco de la Mistral no dejó de naufragar por las
costas de la fragmentada y larga geografía chilena.
El remo con que ella comparaba la geografía chilena de nada le sirvió
en las borrascosas aguas del nada Pacífico mar que tranquilo nos baña.
Reina Absoluta del ninguneo nacional, Mistral no es la única víctima de
la fría corriente de Humboldt lanzada a los poetas chilenos, algunos de ellos
gatillados por su propia mano. Fue
olvidada además en el temprano 1916 por los jóvenes antologuistas, Volodia
Teitelboim y Eduardo Anguita, de la célebre antología de la poesía chilena Selva
Lìrica que recoge textos de Huidobro, De Rokha y Neruda.
Ella recibiría entre los gestos del mundo/ el que dan las puertas/
porque mi duro destino/ él también pasó mi puerta. Desde niña, acusada de
retrasada, ladrona, perseguida a peñascazos en las aulas de estudio primario,
cuestionado y bloqueado su trabajo como profesora sin título, la mítica
maestra rural pasó las de caín antes de abandonar Chile y ser recibida con
honores en el Zócalo de México, país que le erigió estatuas en vida.
Si la ceguera física de su madrina, la
directora de la escuela de Vicuña, Adelaida Olivares, le impidió ver con
buenos ojos a la joven Lucyla Godoy Alcayaga, la crítica chilena no sólo de la
época no tiene excusa para haber vivido con los ojos vendados durante cincuenta
años, con raras excepciones. Desolaciòn
como Residencia en la tierra
de Pablo Neruda, marcaron una época—no sólo en la poética
hispanoamericana— sino un nuevo camino en la vida de estos clásicos de la
poesía chilena. Poesía desgarrada, impregnada de muerte y pasión, que les
llevó al abandono de esa temática dolorosa.
Aunque tangencialmente para Gabriela Mistral que no podría desprenderse
de su propio ser y confesaría que escribió para no morirse. Neruda, empujado
por la tragedia de la guerra civil española y el compromiso político, escribiría
para seguir viviéndose.
El poeta Enrique Lihn, autor del verso que
define en buena medida la crítica hipócrita sobre la Mistral, Dirán
que está en la gloria, sostiene que en Tala
y Lagar están los poemas más
dramáticos de la poesía chilena, los de la derrota, de la desolación, con su
lenguaje barroco, nunca gratuito, textos enjundiosos y bien estructurados.
En esto se da la mano con Neruda, quien en 1954, fue rotundo cuando dijo
que la fuerza torrencial de los Sonetos
de la muerte era tal que rebasaban su propia historia y que de la desgarrada
intimidad en que fueron concebidos se abría una historia poética inédita, sin
paralelos en América.
Aun siento el zumbido en los oídos del
comentario de un miembro de la comitiva del ex Presidente Eduardo Frei
Ruiz-Tagle, en visita oficial a Panamá, frente a la Universidad Nacional, al
pasar ante una exposición fotográfica en homenaje a la Mistral y Neruda:
"Esta galla no vende, no es marketera.” Esa infortunada expresión al
voleo del ninguneo mistraliano en pleno trópico me motivó a presentar una
conferencia en la Academia Panameña de la Lengua sobre la poeta que visitó
Panamá en septiembre de 1931, Gabriela
Mistral, de carne y hueso, quien
se trasladó por el mundo “con la Cordillera de los Andes y los verdaderos bártulos
de su oficio íntimo, la geografía chilena," la tierra de América, la
gente mía, la gente muerta.” Hoy, su retrato está en la Academia Panameña
de la Lengua, junto con el de Neruda y Darío.
Por ello comparto plenamente la propuesta expresada por Grínor Rojo en
su libro de lectura obligada para comprender la poética y mundo mistraliano, Diràn
que està en la Gloria, cuando sostiene que "ha sonado la hora de
restituirle a la poeta chilena el lugar que le corresponde en la literatura de
su país y del mundo y del que la cursilería elogiosa y el denuesto criollo
consiguieron mantenerla alejada durante más de medio siglo."
Grìnor Rojo hace una observación reveladora de
la alucinada Lucila que escribió, que estuvo escribiendo un sólo libro a lo
largo de su vida, y que como tal, expresión de su propia existencia, quedó
inconcluso. El erotismo, el tiempo, la muerte, la condición de la mujer, Dios,
las sustancias y las prácticas sustanciales, Chile y América, el desarraigo y
la poesía misma, son los motivos, precisa Rojo, que se encuentran de manera
obsesiva a lo largo de su poética y vida literaria. Sus cuatros libros
editados, observa Rojo, responden a una causa. El primero, porque se lo
solicitara el profesor de Onís y sus discípulos, luego porque se creía
endeudada con los niños de América, en tercer lugar, porque quiso hacer una
contribución a la causa de la República durante la guerra civil española y,
finalmente, porque viajaba a Chile por última vez.
Era reacia a publicar, cuidadosa en suma del
lenguaje que trabajaba con el trazo firme de su caligrafía poderosa, acumulaba
la sustancia de sus materias, la clara niebla de sus sueños, y reveló más en
su poesía de lo que de atención se puso en ella. "Y ha amado con pasión
de que blanquea/ que nunca cuenta y que si nos contase/ sería como el mapa de
otra estrella,” se confiesa en La
Extranjera, un poema que la trasciende en toda la extensión de la palabra.
En 1938, en Montevideo, Uruguay, junto a Alfonsina Storni y Juana de
Ibarbouru, Gabriela Mistral explicó cómo escribía, que corregía más de lo
que la gente puede creer y reconoce que se peleaba con la lengua, exigiéndole
intensidad, y que se solía oír, mientras escribía, un crujido de dientes
bastante colérico, el rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma.
Gabriela fue una piedra en el zapato de la
sociedad conservadora de su tiempo, ella, de fuertes raíces aldeanas, de visión
reivindicadora, alejada de los ismos de su época, inclaudicable en sus
principios, vivió desprendida de la materialidad de las cosas
visibles,—inclusive se privó del Chile físico y, sobre todo, del tajo que
fue su valle en la montaña—porque llevó la pena araucana adentro y todo lo
convirtió en palabra testimonial indomable.
Ella fue una piedra muda que tuvo el corazón cargado de pasión y que no
se volteó nunca y prefirió descansar como esos guerreros muertos con sus
llagas tapadas de puro silencio, no de venda. Embalsamada en vida,
caricaturizada su poesía, estigmatizada ella, la maestra rural, "esa
maestra" como dijo el inefable Jorge Luis Borges, resultó ser más
compleja de lo deseado y esperado por el ojo huero de la crítica nacional.
Amó físicamente más de lo que muchos
supusieron e inventaron, desde el hacendado Alfredo Videla en su adolescencia,
el poeta Magallanes Moure supuestamente un italiano, y en fin, lo que poco
debiera importarnos, si no fuera por el extraordinario personaje que fue más
allá de su formidable poética y que algunos transformaron en un verdadero
folletín francés. Su pasión, reflejada en su poesía, en su vida como
maestra, escritora, chilena, diplomática, mujer de su tiempo, es indesmentible.
Pero es en sus Cartas de Amor, especialmente a Magallanes Moure, donde su
firme caligrafía disipa toda duda de la mujer que siempre fue. En Bendita mi
lengua sea, título de su diario íntimo, de reciente hallazgo, la Mistral
se sigue riendo de las lenguas viperinas, genuflexas, cuando dice: ”De Chile,
ni decir. Si hasta me han colgado ese tonto lesbianismo, y que me hiere de un
cauterio que no se qué decir.” Ahora sabemos más lo que callaba, cuando
leemos de su propia palabra en el Cuaderno de California: “Quiero morirme en
paz en este destierro que parece enteramente voluntario pero que no lo es.”
Amargo y ponzoñoso calificaba los chismes la Mistral, en su Cuaderno, ya en
1947 y que recién hoy conocemos. Ella vivió paradojalmente en lo que hoy es
una de las cunas del lesbianismo y de los movimientos gay.
Rolando
Gabrielli