Por muchos años el kirchnerismo optó por
el encierro y el aislamiento, porque la receta le había dado buenos resultados.
Desde la experiencia en Santa Cruz, el método de confiar sólo
en un puñado de amigos y de tomar decisiones autocráticas, le sirvió al
matrimonio para acumular enormes cuotas de poder y neutralizar del todo a la
oposición política, sindical y empresarial.
Ya en la Presidencia, Néstor Kirchner recibió los beneficios
de haber tomado acertadas medidas económicas que llevaron un gran alivio a la
sociedad golpeada por la crisis del 2001. Eso fue suficiente para que se le
perdonara todo: el estilo prepotente de gobernar, el ninguneo a cualquier
adversario político y hasta a los propios socios en el mundo.
El Paraíso duró poco tiempo: se extendió hasta el triunfo
electoral de su esposa, pero a poco de haber asumido ella el poder, los datos de
la realidad comenzaron a serle adversos, uno tras otro.
Lejos de haber puesto en marcha de inmediato la demorada
concertación, el diálogo con todas las fuerzas políticas, sociales y económicas,
Cristina Fernández siguió y hasta endureció aún más la práctica aislacionista,
seguramente acicateada por Néstor Kirchner, quien nunca pareció querer abandonar
el poder.
El doble comando tan mentado se convirtió casi en un
monocomando, pero no en manos de la Presidenta, sino en las de su esposo.
Cristina Fernández delegó en él y en el grupo de
colaboradores de siempre —del que expulsó al antes extrakirchnerista Alberto
Fernández— y creyó que de ese modo continuaría la acumulación del poder, pero
no fue así.
Bastó que estallara la crisis del campo para que todas las
falencias de esta y la anterior administración salieran a flote: la peor de
todas, la falta de diálogo y consenso con los actores de una sociedad que no
puede tener un solo color y un solo segmento en el timón de mando.
Se vislumbraba la crisis global pero el matrimonio parecía ni
siquiera leer los diarios cuando, aparentemente por pura intención doméstica y
mediática, anunció el pago total de la deuda con el Club de París.
No conforme con ese "golpe" de sorpresa, en Nueva York la
Presidenta dijo que finalmente se iba a pagar a los enervados bonistas.
Evidentemente desconocía lo que ya todo el mundo sabía: que
estaba por estallar la peor crisis financiera mundial desde la tercera década
del siglo pasado. Así, las dos noticias quedaron desubicadas, descolocadas en un
planeta que se vio urgido por ahorrar dinero más que por soltarlo alegremente.
Cristina Fernández fue más lejos aún en demostrar la falta de
información por el nulo contacto con socios locales y extranjeros, para
vanagloriarse en el púlpito de la Asamblea de las Naciones Unidas de los logros
económicos y la presunta estabilidad argentina frente a la enfermedad gravísima
que estaba acusando la primera potencia mundial.
Como si la Presidenta hubiera creído que el mundo finalmente
le daba la razón a ella y a su marido, y que caídos los Estados Unidos y las
potencias europeas, la Argentina emergería con oportunidades inéditas para
consagrar para siempre el matrimonio de los Kirchner como los más hábiles para
manejar la política y la economía.
Pasaron sólo horas hasta que cayó en la cuenta que la
historia no era como ella quería leerla, y a partir de ese momento se volvió a
recurrir a las decisiones apresuradas, inconsultas. Ahora no se pagará nada
a nadie, y también se advierte que la caída de los más grandes arrastrará
inevitablemente a los más pequeños. Era hora de pensar cómo hacer para capear un
tsunami del que en un principio el gobierno argentino se sintió exento.
Entonces se armó entre gallos y medianoches un supuesto
"comité de crisis", que no es más que el puñado de colaboradores de siempre. De
apuro comenzaron a analizarse medidas para capear lo que se venía.
Ya no es tiempo de derroche en subsidios a entidades amigas,
de anuncios de obras faraónicas como el tren bala, de regalos a los amigos y
venganzas para los enemigos. Pero ¿cómo salir de esa encerrona, después de
tantos gestos destemplados para con los sectores de los que hoy debería requerir
ayuda y colaboración? Todos los países del mundo comprendieron que de la crisis
no se sale sin la acción mancomunadas, y dentro de las naciones, sin el consenso
y la discusión y el diálogo con todos los sectores que participan en la
producción, en la actividad política y en la sociedad.
Llegó el momento en que queda probado que el aislamiento es
la peor opción, pero ¿el Gobierno estará dispuesto, de una vez por todas, a
requerir consejos, a analizar recetas, a consensuar medidas que eviten el
derrumbe que amenaza a todos? Sin duda de la respuesta dependerá el futuro
político del poder kirchnerista, hoy enfrentado a la necesidad de hacer un
profundo replanteo, si es que aspira a sobrevivir y a salir airoso de esta
prueba que el dinero especulativo que dominó al mundo globalizado está
imponiendo a todas las naciones, y a la Argentina también, porque está inmersa
en ese mismo mundo, aunque sus gobernantes actuales hayan pretendido ignorarlo.
Carmen Coiro