La pregunta se hace esperar pero,
eventualmente, llega. Segundos, minutos u horas después de los automáticos y
vacíos “hola”, “¿cómo va?”, “¿qué tal?”, “¿todo bien?” y “¿qué onda?”, que nadie
los entiende ni sabe qué significan pero que igualmente están ahí, arrojados en
la mesa.
Entonces sí, la pregunta infaltable se desliza en la
conversación. “Y vos, ¿de qué signo sos?”, dice él, dice ella, dicen todos, como
preludio del levante, como un Irízar dispuesto a destruir un inexistente hielo.
Lo que no deja de sorprender, sin embargo, es la carga de
significación que esta simple y reducida pregunta esconde detrás de sus
palabras. Revela, sí, el interés profundo de conocer más íntimamente al otro (y
de conocerse a uno mismo) pero a la vez deja al descubierto una contradicción
moderna: la persistencia de la ignorancia y las supersticiones en una era en la
que las ciencias permean y moldean las vidas incluso de aquellos que no
comprenden ni saben nada de biología, física, matemática o química.
No hace falta recurrir a un giro kafkiano y transformarse en
una cucaracha para detectarla en boliches, cenas y comidas. La contradicción se
advierte apenas uno abre de par en par ciertos diarios que se creen serios y
confiables pese a incluir en un mismo espacio –textual– información, opinión y
fotografías (supuestamente representantes de “lo real”) con horóscopos, cartas
natales, consejos y dietas astrológicas.
Termómetro de la inmadurez de una sociedad, la astrología
está tan enraizada acá y en todas partes que pocos o nadie la discuten,
cuestionan ni la ponen en suspenso. El signo y su catálogo de determinaciones
cognitivas son tomados como datos certeros como el color de los ojos, el peso a
la hora de nacer o la forma única e irrepetible de las huellas de los dedos.
Obviamente, como género narrativo los horóscopos son
interesantísimos y ya alguien, si no lo hicieron hasta ahora, se tomará el
tiempo de escribir una tesis o ensayo sobre su carácter ficcional: textos
cortos, ambiguos y generales escritos con gran vuelo que no dicen nada y cuyo
efecto persuasivo depende del momento del día en que son consumidos. Si se los
lee a la noche, uno termina ordenando su memoria para recordar las coincidencias
y olvidar los errores. Si se los chequea a la mañana, se corre el peligro de
quedar sugestionado.
Lo curioso es, más bien, lo que los astrólogos –personas
vueltas personajes peleados a muerte con sus antiguos colegas, los astrónomos no
dicen: ¿Cómo las estrellas y planetas que se encuentran a miles de millones de
kilómetros de distancia inciden en mi comportamiento y carácter? ¿Hay algún tipo
de ondas “astrales” que se mueven por el espacio? ¿Violan la teoría de la
relatividad y se desplazan a una velocidad más alta que la de la luz? ¿Por qué
hay signos de nacimientos y no signos del momento de la fecundación? ¿Por qué
los gemelos nacidos con pocos minutos de diferencia tienen cursos de vida
distintos? ¿La astrología también influye sobre animales y plantas? ¿Cómo pueden
influir los planetas en países si son construcciones políticas y sociales? ¿Por
qué no hay pruebas o evidencias que contrasten sus dichos?
Los astrólogos algún día deberán responder. Ahora se muestran
en la tele con laptops y se llenan la boca con terminología científica pero no
dicen que sus cálculos están desactualizados.
Ocurre que la tentación por conocer el futuro y aquello
llamado con liviandad “destino”, se sabe, es tan fuerte como vieja. Los
babilonios también la sufrieron y para calmar tanta incertidumbre –sobre todo la
de sus gobernantes– compilaron hace cinco mil años sus observaciones estelares
con la religión y bastante de fantasía como para rellenar los baches de su
desconocimiento.
Lo curioso es que desde entonces, y como ocurre cada año, el
eje de la Tierra se desplazó, como también lo hizo nuestra visión del cielo.
Aquellas personas que nacieron un 23 de junio de este siglo o del pasado no
serían de Cáncer sino de Géminis: el Sol pasa por este signo –o sea, por la
constelación de los gemelos– entre el 22 de junio y el 20 de julio. Y los que
nacieron entre el 30 de noviembre y el 17 de diciembre no serían de Sagitario
sino de Ofiuco, nombre de una constelación obviada por los astrólogos.
Creer o reventar o, mejor, recordar las palabras del gran
Carl Sagan cada vez que se abra un diario o revista: “La astrología es un
fraude. F-R-A-U-D-E”.
Federico Kukso
Crítica de la Argentina