Uno de los deportes preferidos de la
política argentina es el reclamo por una nueva ley de Coparticipación.
El dirigente que lo realiza —por lo general autoridad
provincial o candidato a un cargo de relevancia— lo puede hacer con la certeza
de no correr el menor riesgo: sabe que la deseada ley no va a salir (hace doce
años que se está violando un mandato constitucional en ese punto y nadie se
inmuta) y, además, queda ante su electorado como un defensor de los derechos
federales.
Pero los tiempos que corren dan motivos más que valederos
para insistir con el reclamo. Para decirlo en términos más que claros: la
distancia entre los porcentajes de coparticipación fijados en la ley de 1988 y
los vigentes en la actualidad marca la diferencia entre el déficit y el
superávit en las cuentas públicas. Las de las provincias y las de la Nación.
Diez de los doce meses del año pasado transcurrieron en medio
de una puja sobre las retenciones a los granos y sus múltiples derivaciones. Una
de ellas apuntaba al corazón de las relaciones fiscales argentinas: las
retenciones no sólo no se coparticipan, sino que a su vez afectan a la base
imponible de Ganancias, que sí se distribuye entre Nación y provincias. Quizás
esa sea la razón principal del mantenimiento de un esquema tributario que pasó a
constituirse en la garantía del más acérrimo centralismo de las últimas décadas:
en veinte años, el porcentaje de recursos a repartir entre las provincias cayó
del 57 a menos del 30. Y ese centralismo cobró nuevos bríos con la decisión del
Gobierno nacional de declarar la Emergencia Agropecuaria pero sin ceder ni un
milímetro en las retenciones. Como se señaló, estas últimas no se coparticipan,
cualquier recorte afecta exclusivamente a las arcas nacionales. No es el caso de
los tres impuestos comprendidos por la Emergencia (Ganancias, Ganancia Mínima
Presunta y Bienes Personales), de los que las provincias deberán costear el 46
por ciento de los 5.000 millones de pesos de pérdida de recaudación. "A nivel
provincial, Buenos Aires recibirá 337,7 millones de pesos menos producto de la
reforma, seguida por Santa Fe ($191,1 millones) y Córdoba ($188,3 millones), de
manera que estas 3 jurisdicciones afrontarían cerca del 35 por ciento de la
pérdida de recursos provinciales por coparticipación", destacó al respecto la
consultora Economía y Regiones.
Los números de ese sesgo centralista muestran la existencia
de un país con dos realidades diferentes, como ser un Estado nacional
superavitario (con los consabidos "pero...", mas superavitario al fin) y
provincias que año tras año profundizan su déficit. Las proyecciones que al
respecto elaboró la ER&R dan cuenta de un déficit financiero de 600 millones de
dólares en 2007 que pasó a 3.040 millones en 2008 y, en el mejor de los casos,
llegará a 6.300 millones al finalizar el presente año. Más allá de las malas
administraciones que pudieron haber en varias provincias, la duda que tienen
varios gobernadores pasa por saber cómo habrían evolucionado esas cuentas si se
hubiesen respetado los porcentajes de distribución primaria del régimen de
Coparticipación.
Para no caer en un análisis de corto plazo, debe tenerse en
cuenta que los tironeos al reparto de recursos entre la Nación y las provincias
no comenzaron con el kirchnerismo. Mucho antes del 25 de mayo de 2003, el
régimen de coparticipación había tenido tantas modificaciones que sus
disposiciones originales quedaban absolutamente desvirtuadas. Cualquier consulta
a un archivo mostrará una realidad invariable, consistente en una reunión de
gobernadores en la sede del Consejo Federal de Inversiones, un acuerdo con el
Gobierno nacional que supuestamente pone fin a las discusiones y quince días
después se reinician los reclamos, lo que da pie a un nuevo encuentro de
gobernadores y a la continuidad del círculo vicioso. Que la puesta en escena se
haya modificado no implica que los motivos de reclamo hayan desaparecido.
Simplemente, las formas de acuerdo han cambiado. Si es que se puede llamar
"acuerdo" a una relación entre un Estado nacional cada vez más poderoso y
provincias cada vez más dependientes de la "caja".
Y ese es el verdadero talón de Aquiles de todos los regímenes
de coparticipación que se sucedieron desde 1935 hasta la actualidad: no hay
posibilidad de que todas las jurisdicciones participantes queden conformes
porque el mecanismo es intrínsicamente negador del federalismo, a pesar de su
pomposa denominación. En la medida que quienes participen del debate lo hagan
convencidos de que federalismo es repartir recursos desde Plaza de Mayo, sólo
queda por acordar si lo que se distribuye es mucho o poco, sin ir al meollo de
la cuestión: el ABC del federalismo indica que son las provincias las facultadas
para establecer y recaudar impuestos.
La provincia de Buenos Aires viene mostrando por estos día la
consecuencia de un esquema que por más de siete décadas la condenó, más allá del
subibaja de los porcentajes obtenidos, a recibir menos de lo que aporta. Es la
necesaria contrapartida de otras provincias en la que se da la situación
inversa, pero en ningún caso se puede asegurar que es reparto les haya dado a
estas mayor solvencia financiera e independencia económica del poder central.
Apenas transcurrido el primer mes del año, desde la provincia gobernada por
Daniel Scioli ya se hicieron notar algunos reclamos en los que subyace el
señalado desfase entre lo aportado y lo recibido. El ministro de Justicia,
Ricardo Casal, reclamó que la recaudación del impuesto al cheque se coparticipe
conforme a lo establecido en la ley 23.548.
El pedido apunta a necesidades financieras de una provincia
con dimensiones geográficas y económicas superiores a muchos países del planeta,
pero que periódicamente debe recurrir a la asistencia financiera de un Estado
nacional que se apoderó de sus recursos.
De eso pudieron dar fe hace dos años el entonces gobernador
Felipe Solá y su ministro de Economía Carlos Fernández, virtual interventor de
emergencia ante el creciente déficit de la provincia. Seguramente Scioli no
tendrá que esperar al final de su mandato para pedir un auxilio similar.
Una provincia que reclama asistencia financiada con los
recursos que ella misma aporta. Cualquier semejanza con una persona que para
comprar un automóvil o un calefón debe solicitar un crédito financiado con sus
aportes jubilatorios, es pura coincidencia.
Marcelo Bátiz